Eusebio Leal Spengler ~ Historiador de la Ciudad de La Habana ~
Por: Eusebio Leal Spengler
Magnífico Rector de la Universidad de La Habana
Magnífico Rector de la Universidad veracruzana,
Tan querido Ministro de Cultura,
Querido maestro Roberto Fernández Retamar,
Distinguido amigo y querido maestro Dr. Armando Hart,
Querido director y presidente de la Academia Cubana de la Lengua y de la Historia,
Distinguidos miembros de la delegación de México,
Distinguidas personalidades, vice-rectores y miembros del Claustro de nuestra Universidad de La Habana,
Profesores y alumnos de nuestro Colegio,
Queridas amigas y amigos, invitados e invitadas, señoras y señores:
“Ad astra per aspera”, me dijo el rector cuando pretendí por vez primera preguntarle cuáles serían las condiciones para ingresar en la Universidad de La Habana, nuestra más alta Casa de Estudios. Por detrás quedaban años de incertidumbre, de incertidumbre cultural y también de incertidumbre de destino, para hacer más amplia esa palabra.
Fue la Revolución, con su magna victoria en 1959, la que abrió las puertas a los jóvenes de mi generación, al menos aquellos que formábamos parte de los que, llenos de ilusiones y esperanzas, no habíamos alcanzado la posibilidad de hacer estudios, no ya superiores, sino de concluir los elementales. Fue la educación obrero y campesina, lo digo con orgullo, la que nos reunió de nuevo a maestros y alumnos, esta vez diversos porque los primeros, los originales, eran los niños de mi tiempo; los de ahora, los formaban adultos y personas que, por diversas razones, acudían a aquel llamamiento de abrir el destino de la cultura como destino verdadero de la vida. Posteriormente, un acontecimiento miliar en la historia de aquel proceso político, la Alfabetización, sentó las bases de la cultura.
No lejos de aquí, un joven Ministro de Educación, el Dr. Armando Hart Dávalos, un abogado que había sido juzgado en un viejo palacio que hoy comienza a ser restaurado y que había sufrido incontables dolores y agravios, firmaba la Ley de la Alfabetización, y con ella la transformación verdadera del cubano. Después, el estudio se convertiría en una pasión y sería para todos, y particularmente para mí, no solamente un derecho y un anhelo, sino también una búsqueda insaciable del saber. Esto le respondí recordando las frases rituales que no pude recordar, pero que estaban escritas en un libro sagrado: ¿Qué pides?; se respondía: La fe. ¿Qué da la fe? La vida eterna. En este caso el profesor preguntó gravemente: ¿Qué pides a la Universidad? Le dije: La sabiduría. ¿Qué buscas en ella? El saber. ¿Qué te otorgará el saber? La vida eterna. Y he ahí la verdad, así fue el comienzo de todo.
“Ad astra per aspera”. Era necesario salvar enormes vacíos. Entre los Doctores consultados en mi claustro, uno a quien mucho aprecio por su sabiduría – quizás nunca un aplauso tan extraordinario se sintió en el Aula Magna cuando recibió de ella, de la Universidad, su más alta investidura, el Dr. Delio Carreras –; y allí el sabio políglota escribió junto a otros abogados que para sentar el precedente de ingresar en la Academia, pasando por sobre aquellos conocimientos no adquiridos, era necesario estudiar y presentarse a los exámenes. Esa fue la verdadera historia. Más tarde, el Rector Vela, al que recuerdo especialmente en este lugar en que me entregó, aun en ruinas el Aula Magna, la Ley Constitutiva del Colegio Universitario, la Resolución Ministerial que lo hacía posible como parte de nuestra casi tricentenaria Universidad de la Habana, cuya gloria y fundamento es nuestra razón de ser, me dijo: Hasta los sesenta años, querido Eusebio, todo debe ser académico y después acepta lo honorífico. Nadie podrá decir nunca que fue adquirido a un bajo precio. No, el valor era grande y el precio elevado.
Noches de lectura, ingreso en las aulas nocturnas para acudir a la Universidad –hay dos testigos en esta sala, entre ellos mi querida Raida Mara Suárez –. Solíamos ascender por una escalera lateral de la Universidad; no nos atrevíamos a subir por la escalera principal, la escalinata. Por esa bajé la noche en que licenciado arranqué un laurel del patio célebre y lo puse en las manos del Alma Mater, y le dije: He cumplido contigo, déjame ahora descender por la escalinata, es mi derecho. Para garantizar ese derecho, legiones habían descendido por ella, combatiendo a sangre y fuego, creando para el estudiantado cubano un precedente en la historia latinoamericana y en un proceso revolucionario radical. También en esta sala, junto a Armando Hart, Juan Nuiri, representante de aquella generación y casi único sobreviviente de ella, lucharon arduamente para que otros como yo, sin haber compartido su gloria ni su sacrificio ni su sangre, pudiésemos hoy asistir a este acto. “Ad astra per aspera”: Buscar el camino de las estrellas por el de las asperezas.
Años después, al defender el Doctorado, rastreando sobre la sangrienta huella del Padre de la Patria, Carlos Manuel de Céspedes y del Castillo, alumno que fue de esta Universidad y cuya muerte ocurrió en un extraño y bucólico paraje en el Oriente de Cuba llamado San Lorenzo, hallé que uno de sus más grandes contradictores políticos me daría la clave para entender la Historia, que no puede escribirse con la hazaña que responde al desafío, sino con la clemencia de los que triunfan, con el sentido verdadero de todo triunfo que es el de la humildad, inclinar la cabeza, no para decir hipócritamente: no merezco lo que se me otorga. Al contrario, me alegro. Pero debo decir con franqueza que era necesario siempre inclinar la cabeza. Una fotografía perdida en el tiempo revelaba la clave, aparecía aquel ex noble con un puñado de rosas colocándolas sobre una tumba en el polvo solitario del Cementerio de Santa Ifigenia. Aquel, joven una vez, liberal de principios, había hecho escribir al pie del gran panteón, ornado con el escudo de armas de sus padres y antepasados, Marqués de Santa Lucía, unas palabras: “Mortal, ningún título te asombre, polvo y solo polvo cualquier hombre”.
Es por eso que no me siento sacudido por las nobles y generosas palabras del Rector. En este sentido tienen que ser sencillamente acogidas con esa humildad que, con sentimiento verdadero, quiero profesar a Veracruz, la villa rica de la Vera Cruz; rica por sus tradiciones infinitas; rica por ser el lugar de paso y de ingreso, también el lugar de salida, de todos los que fueron a México, siempre desde la mar llevando una bandera de amistad o una espada para enfrentarle al pueblo glorioso, cuyo himno, que hemos escuchado, señala un ángel divino que con el dedo levantado señala su glorioso destino.
Nada nos perturba cuando nos sentimos bajo las poderosas alas del águila bienhechora, de los niños que defendieron el Castillo de Chapultepec; el águila gloriosa que hace doscientos años inspiró al sacerdote rebelde en Dolores; el águila gloriosa que llevó a los ejércitos durante una década a combatir a sangre y fuego un sacrificio sin precedentes, por la libertad, por la justicia, o como dijo el Padre Hidalgo: por que los pobres puedan disfrutar el sabor de la miel.
En el año en que se cumple el centenario de la Revolución Mexicana me siento orgulloso de ser uno de aquellos que no solamente aprendió en el aula universitaria sino en la vida real, en el diálogo con los políticos, en la historia de mi patria, que México era tan importante para Cuba que no podía escribirse la historia de Cuba sin mencionarla. Está presente en el grito agónico de Mella en las calles de México, el adalid de la juventud cubana: muero por la Revolución. Está presente en la voluntad de los que juraron ante el monumento de los niños héroes hacer de Cuba libre o volver mártires. Está en las playas solitarias y calladas de Tuxpan desde donde partieron. Está en la fogosa pasión del joven Martí, que apenas con 24 años se siente deslumbrado en México y tentado por tres grandes amores: el primero, el amor a la América indígena que hasta ese momento no conocía – Nuestra América fue más plena a partir de ese momento en su corazón y en su ideario emancipador –. En segundo término, la pasión amorosa que le acompañó siempre como un signo de su vida; mujer y patria se reúnen a tal extremo que llega a afirmar en una ocasión: “Dos patrias tengo yo: Cuba y la noche”. Una de ellas, Rosario, por la cual había derramado su sangre en impotencia el gran poeta Manuel Acuña: En ti pensaba y en tus cabellos que el mundo de la sombra envidiaría; o en aquel otro disparo mortal, en este caso poético, al balcón de una bella cubana con la que casó en el sagrario de la catedral de México el infeliz que la manera ignore y alzarse bien, y caminar con brío que una virgen celeste se enamore y ande en su pecho el esplendor del mío.
Cómo entonces olvidar a México; cómo entonces soslayar la importancia que tiene este acto, no porque la humildad del traje nacional, la blanca guayabera, se vea hoy vestida con el hábito de la medalla que la Universidad generosamente me ha otorgado, sino por la importancia que en un año tan importante para Cuba, tiene para La Habana y para Cuba las celebraciones patrias para México. Y en un día como hoy, 15 de noviembre, que nos hallarán en la noche en la vigilia junto a un árbol. No es este el árbol de la noche triste, es otro árbol mucho más antiguo; es un árbol que no ha muerto; es un árbol al cual la cólera de los conquistados no ha dado fuego; es un árbol que dio sombra al nacimiento de una ciudad que aun vive todavía. De una ciudad que se fundó en el mismo año en que se hallaron en la Calzada de Iztapalapa dos hombres y dos mundos: Moctezuma II y Hernán Cortés.
Esta noche se renovará el misterio de esta ciudad de poetas; esta ciudad de constructores; esta ciudad que ha hecho de su historia carne misma en sus piedras y en sus muros. Esta ciudad que amamos, y por cuya restauración hemos trabajado y luchado no uno, ni siquiera yo, sino una multitud a la que represento y que recibe hoy el galardón verdadero. Esa multitud callada que preside en mi memoria, mi predecesor de feliz memoria, el Doctor Emilio Roig de Leuchsenring, acompañado de otros intelectuales que lucharon por la justa causa de Cuba, la emancipación de la patria, el sentido antiimperialista de nuestra historia, la pasión por su libertad y por la justicia social, sino también esa otra callada multitud de trabajadores, de constructores, de técnicos, de obreros, de restauradores, sin los cuales eso que llamáis mi obra no sería posible.
No tengo el privilegio de los demás académicos y de usted, Maestro, Rector y otros amigos, de doblar la frente todos los días ante un papel en el cual podéis colocar vuestros pensamientos en perfecta armonía. Ese don no me fue dado. No estoy entre aquellos que pueden sentarse todos los días o estar de pie frente al lienzo vacío, y vencer con la inspiración y con el oficio el misterio de la creación del arte. No. El poder de la convocatoria y mi verdadero destino ha sido otro: está al pie de ese árbol, al cual peregrinaré esta noche dando las tres vueltas que significan dar la mano al tiempo, a la historia, a la tradición y a la poesía. Eso es lo que habéis honrado, Magníficos Rectores y distinguidos amigos. Gloria a México, siempre, gloria a México. Levántate por sobre toda adversidad, ángel divino y dorado, y vuelve con tu dedo a señalar el camino. Y si algún enemigo, cualquiera que este sea, pisase tu tierra, hágase de cada una de ellas, de cada uno de ellos un soldado.
Muchas gracias.
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