Eusebio Leal Spengler ~ Historiador de la Ciudad de La Habana ~
Por: Eusebio Leal Spengler
Asimismo, los holguineros conocen perfectamente quiénes son los generales Feria y Grave de Peralta… Todos esos veteranos combatientes fueron a Santiago de Cuba para encontrarse con Maceo. Aprovechando que era época de carnavales, tramaban organizar una acción en esa ciudad, apoderarse de los cuarteles y subir a la Sierra Maestra con las armas que lograsen tomar.
Vigilados de cerca por las autoridades españolas, ellos querían adelantar sus planes ante la inminencia de la llegada de un nuevo Capitán General, Camilo Polavieja, hombre de mano dura que no había vacilado en fusilar al doctor José Rizal, héroe de Filipinas.
Efectivamente, tan pronto llega a Cuba, Polavieja ordena la salida de Maceo, quien ya se había entrevistado varias veces con los anteriores jerarcas españoles en el Palacio de los Capitanes Generales, en la Plaza de Armas, para explicarles qué estaba haciendo en Cuba y así evitar sospechas. Pero esta vez, no tiene más remedio que partir, aunque alberga la convicción de que hay condiciones propicias para reiniciar la lucha.
Nos han permitido estos antecedentes abordar paralelamente los destinos de Gómez, Maceo y Martí para arribar más adelante al encuentro que sostendrán para iniciar —de mutuo acuerdo— la etapa final de la guerra por la independencia. En los años que restan hasta 1895 —fecha de su inicio— se suceden hechos diversos que convendría aquilatar en su justa medida para entender el aporte de esos patriotas inigualables al proceso revolucionario cubano, no exento de contradicciones y complejidades.
Sin dudas, será imprescindible la labor unificadora de Martí, quien no escatimará tiempo y esfuerzos para ganarse —si no la confianza— al menos la aquiescencia de los dos generales. Así, en 1892, después de entrevistarse con Gómez en República Dominicana, se traslada a Kingston, Jamaica, donde visita la residencia de la familia Maceo. De esa visita dejaría testimonio mediante una hermosa semblanza de Mariana Grajales y María Cabrales, madre y esposa, a quienes describe con ternura y respeto. Ve en la primera a «la viejecita gloriosa en el indiferente rincón extranjero, y todavía tiene manos de niña para acariciar a quien le habla de la patria», y en la segunda, a «la mujer, nobilísima dama», que «de negro va siempre vestida, pero es como si la bandera la vistiese (…)».
Publicado en Patria, ese escrito era como una mano tendida a Maceo, a quien Martí consideraba tan indispensable como Gómez para consolidar la unidad revolucionaria.
El encuentro personal entre Martí y el Titán de Bronce se produciría al año siguiente, cuando el primero le visita en Costa Rica luego de haber planeado con Gómez el llamado «Plan de Fernandina». Otra vez la pluma del Maestro atrapa las sutilezas de la entrevista con desbordante lirismo, como cuando dice: «Y hay que poner asunto a lo que dice, porque Maceo tiene en la mente tanta fuerza como en el brazo. No hallaría el entusiasmo pueril asidero en su sagaz experiencia. Firme es su pensamiento y armonioso, como las líneas de su cráneo».
Pero más allá del encuentro efusivo, Martí había logrado obtener del caudillo su aceptación plena al proyecto, sin reservas de ningún tipo. Y ello significaba, entre otras cosas, que Maceo reconocía la autoridad del Partido Revolucionario —que sólo en Cayo Hueso había logrado recaudar 30 000 pesos entre los obreros del tabaco—; la labor proselitista de Juan Gualberto Gómez dentro de Cuba, y la planificación militar elaborada por el general Gómez, a quien acepta como el principal jefe del Ejército Libertador.
Según carta que Martí enviara inmediatamente a Gómez con los resultados de esa entrevista, Maceo aceptó con beneplácito la participación de este último en la región de Oriente, a la cual pensaba arribar con un grupo de veteranos en una pequeña expedición y, luego allí, procurar el apoyo de los compatriotas que aguardaban su regreso.
Pero las difíciles circunstancias sociopolíticas en Costa Rica hicieron que se apresurara y, en una audaz acción, embarcará hacia Cienfuegos. Ya de manera clandestina en tierra cubana, so riesgo de ser capturado, Maceo trataría de sumarse a un alzamiento insurrecto en Las Villas, hasta que se da cuenta que es totalmente improvisado y sin conexiones con el previsto por Martí y Gómez.
De vuelta a Costa Rica, donde la situación política empieza a serle muy desfavorable, el Titán de Bronce recibe con honda tristeza la noticia de la muerte de su madre, a quien Martí dedica homenaje póstumo en Patria. Tras evocar su encuentro con Mariana Grajales, este último escribe cartas a Maceo para estimularlo a desempeñar cabalmente su papel en el proyecto independentista organizado por el Partido Revolucionario Cubano. A esas misivas, con el mismo fin, se suma una carta de Gómez en su carácter de General en Jefe.
Quizás sea éste el momento cuando tan álgidas figuras —disímiles en carácter, pero unidos por un sueño común— logren por fin tomar conciencia de cuán imprescindibles era cada uno de ellos para la causa revolucionaria y, al margen de desavenencias, enfrentar en lo adelante los momentos difíciles que se avecinaban, entre ellos, el descalabro del Plan de Fernandina.
Después de consultarlo con Máximo Gómez y recibir personalmente instrucciones de este último en Nueva York, Martí decidió poner a consideración de Maceo ese plan que había concebido secretamente, para lo cual viajó a Costa Rica en compañía de Panchito Gómez Toro, quien estaba a su lado desde hace algún tiempo. Fue el reencuentro, después de muchos años, entre este último y el padrino que lo había cargado en brazos cuando era apenas un niño. Ya lo sabemos: sellarían esa amistad con la muerte, el uno junto al otro, incapaces de separarse en la hora final.
Tres expediciones preparadas por el Delegado partirían desde Fernandina —un puerto de los Estados Unidos— en los vapores Baracoa, Amadís y Lagonda con supuestos útiles agrícolas, pero en realidad llevarían material de guerra suficiente para armar a 1 000 hombres. Una de esas naves se dirigiría a un puerto de la Florida, donde recogería un contingente encabezado por los generales Serafín Sánchez y Carlos Roloff. Otra embarcaría en Costa Rica a los Maceo (Antonio y José), Flor Crombet y Agustín Cebreco, más cientos de hombres. La tercera recogería en Santo Domingo a Máximo Gómez, Paquito Borrero, Ángel Guerra, José (Mayía) Rodríguez y los demás expedicionarios.
Con destino, respectivamente, a Oriente, Camagüey y Las Villas, esas expediciones —según estrategia de Gómez— desembarcarían en la forma más simultáneamente posible para lograr una invasión fulminante que tomara por sorpresa al ejército español y derrotarlo antes de que recibiese refuerzos de la metrópoli.
Orestes —que era el seudónimo de Martí— actuaba secretamente y con gran sigilo, informando, solamente por vía segura, lo que había pactado con Gómez y Maceo. Sin embargo, el 12 de enero de 1995, las naves y su cargamento de armas fueron incautados por las autoridades federales norteamericanas, alertadas por lo que pareció ser una presunta delación del comisionado Fernández López de Queralta.
Viéndose absolutamente sin nada, Martí cayó en un estado profundamente depresivo. Enviados por el general Gómez a pedirle cuenta del descalabro, Enrique Collazo, Mayía Rodríguez, Enrique Loynaz del Castillo y otros patriotas se reúnen con el Delegado en el Hotel Travellers, de Jacksonville. Pero más que increparlo, tratan de calmarlo, al verlo que «revolvíase como un loco en el pequeño espacio que le permitía la estrecha habitación», tal era su estado de desconsuelo
Pero lejos de producir desaliento, el fracaso del Plan de Fernandina agitó los ánimos de los emigrados cubanos, quienes quedaron asombrados de la magnitud del esfuerzo, así como convencidos del buen empleo de los fondos donados por ellos para propiciar el inicio de la Revolución. Así, el revés fue acicate para que se apresurara, sin más dilación y al margen de las discordancias, el ansiado levantamiento en armas dentro de la Isla. Bastó que Martí diera la orden a Juan Gualberto Gómez para que —el 24 de febrero de 1895— se rompiera el corojo independentista cubano.
El propio Juan Gualberto, que era civil, se alzó en Ibarra, Matanzas, cerca del lugar en que había nacido. Otros, como el general Julio Sanguily, son detenidos en su casa; en este último caso, inexplicablemente. Hay levantamientos en Manzanillo, Tunas, Bayamo, Santiago de Cuba… Entre los conocidos guerreros, aunque enfermo de tuberculosis, se levanta Guillermo Moncada, el Hércules de Oriente, arrastrando a sus viejos soldados. Dispersas, mal armadas, esas partidas insurrectas recorren los campos en espera de la llegada de los grandes líderes desde el exterior, principalmente de Maceo, el de mayor influencia en la zona oriental.
Pero el Titán de Bronce permanece en Costa Rica ante la imposibilidad de armar una expedición por falta del suficiente financiamiento, según él mismo transmite a Martí, quien ha partido apresuradamente hacia Santo Domingo para entrevistarse con el general Gómez y ofrecerle —por mandato del Partido— el cargo de General en Jefe.
En ese último país, ambos patriotas cubanos visitan al general Ulises Heureaux (Lilís), Presidente de la República Dominicana, en busca de ayuda financiera. Este hombre impresionante, negro, callado, los recibe y acepta prestarles auxilio, no sin antes alertarles que nunca podrá saberse que él los ha ayudado.
Parten entonces hacia Montecristi, donde Martí escribiría el trascendental Manifiesto, que iba a ser impreso y distribuido a todas las casas comerciales, a los periódicos — españoles, en primer lugar—, hablando del proyecto de la Revolución y de su verdadero significado.
En cuanto a Maceo, éste se muestra renuente a partir para Cuba si no se le confiere el apoyo financiero que él considera necesario, a lo cual responde Martí con una carta en la que ya se muestra a favor de Flor Crombet y su iniciativa de armar una expedición desde la misma Costa Rica con muchos menos recursos: «Vd. me dice una vez y otra, que requiere una suma que no se tiene. Y como la ida de Vd. y de sus compañeros es indispensable, en una cáscara o en un leviatán, y Vd. ya está embarcado, en cuanto le den la cáscara (…) decido que Vd. y yo dejemos a Flor Crombet la responsabilidad de atender ahí la expedición (…)».
Tal decisión es —a su vez— acatada por Gómez, quien en una epístola dictada a su hijo Panchito exhorta al Titán de Bronce con frases como ésta: «Después de la Fernandina, y después de lo que en este mismo instante, en que le dirijo estas líneas, nos comunica el cable, y es que ya hay humo de pólvora en Cuba y cae en aquellas tierras sangre de compañeros, no nos queda otro camino que salir por donde se pueda y como quiera».
Y, a manera de despedida, le recomienda: «Un consejo solamente y concluyo: que no le aturda su osadía, puesto que le conozco de muy viejo, y no olvide la sensatez del viejo aforismo, el de los denodados pero prudentes guerreros, que son los que meten miedo: Se debe vivir glorioso para la Patria antes que morir por la gloria, y nada más. Su General y amigo».
A fin de cuentas, Maceo embarcaría junto a Crombet y otros 21 expedicionarios en el navío de pasajeros Adirondack, cuyo capitán era un norteamericano de apellidos Sampson, de filiación masónica al igual que la mayoría de los patriotas cubanos. Es el inicio de un azaroso itinerario que los convertiría en la primera expedición revolucionaria en llegar a Cuba durante la última guerra de independencia.
El barco sale de Puerto Limón (Costa Rica) hacia Kingston (Jamaica), donde hace una corta escala para montar varias decenas de pasajeros con destino a Nueva York. Escondidos de la vista ajena, los combatientes cubanos esperan que la embarcación se acerque a las costas de su patria para echarse a la mar en lanchas, tal y como habían planeado con el capitán Sampson, pero éste no detiene la nave, temiendo que la maniobra sea descubierta.
Hay que tener en cuenta que, para ese momento, las autoridades españolas ya conocen la existencia de la expedición y, tras presionar al Gobierno costarricense, la noticia se ha hecho notoriamente pública. Barcos de guerra españoles comienzan a patrullar en el Caribe buscando sospechosos.
Evadiéndolos, el Adirondack arriba a Fortune Island, una de las Bahamas y colonia inglesa, donde los tripulantes cubanos son recibidos fraternalmente por el procónsul norteamericano, amigo de Sampson y también masón. Gracias a la ayuda de este último, al día siguiente Crombet, Maceo y los otros prosiguen su viaje a bordo de la goleta Honor, que los llevaría definitivamente al extremo oriental de Cuba: cerca de punta de Maisí.
En medio de la noche, desviado de su curso, el pequeño navío choca contra los arrecifes cerca de la desembocadura del río Baracoa y, antes de ser destrozado por la furia de las olas, los expedicionarios saltan al agua llevando las escasas armas; algunos, magníficos fusiles de caza Winchester; otros, sólo pistolas y machetes.
Poco tiempo después, la noticia sobre la presencia de Maceo se riega como la pólvora cuando, en una certera escaramuza, emprende su primera acción combativa y pone en desbandada a una tropa española que, tras sufrir dos bajas mortales, regresa a Baracoa llevando consigo el peso de la derrota y la evidencia de que el Titán de Bronce ha regresado.
La conmoción en España es tremenda. Hay un levantamiento en Cuba, ¿a quién mandar? Todos coinciden en que el único hombre que puede ir es el pacificador: Arsenio Martínez Campos. Éste enseguida embarca hacia la Isla, seguido por 20 mil hombres armados hasta los dientes con los mejores fusiles Máuser, alemanes; los mejores cañones, fabricados en Oviedo, Asturias; las primeras ametralladoras de enfriamiento con agua, reflectores y alambradas de púas…
En persecución de Maceo son lanzados un batallón del Regimiento Simancas, el 4to Batallón Peninsular, los Voluntarios de Yateras y varios grupos de guerrillas montadas, estos dos últimos conformados por campesinos conocedores de la zona. El acoso es terrible y, producto de una delación, los expedicionarios acaban dispersándose en el monte tras sufrir sensibles pérdidas, entre ellas la de Flor Crombet, quien es abatido por un balazo en el cráneo. Poco antes, el Titán de Bronce había reconocido los disparos del Winchester de su compañero de travesía. «Ése es Flor que se bate», aseveró.
Acosados y hambrientos, el resto de los combatientes llega a una casa vacía, repleta de víveres, y cuando se disponen a sacrificar un cerdo que había en el corral, resulta que es una celada tendida por los voluntarios. No tienen más remedio que desbandarse, quedando separados los Maceo: Antonio y José. Este último deambula en solitario, sin rumbo fijo por dentro de la maleza, protagonizando una verdadera odisea. Por su parte, Antonio escapa monte arriba, con dos compañeros sobrevivientes, hasta que finalmente logra unirse a las tropas de Guantánamo que han salido en su búsqueda.
Por esos mismos días, el 11 de abril, Gómez y Martí desembaron en Playitas, al este de Baitiquirí. No tuvieron mayores contratiempos pues las fuerzas españolas se mantenían concentradas en capturar a Maceo y Crombet. Aprovecho aquí para decir que, si bien la controvertida figura de Flor merece todo el respeto, su temprana desaparición concede al Titán de Bronce la primacía del mito, más allá de cualquier interpretación. Siempre he dicho que se puede escribir la historia de Cuba sin tener en cuenta a Flor Crombet, pero no así sin mencionar a Antonio Maceo.
De modo que, hacia abril de 1895, por fin se encuentran en tierra cubana los tres protagonistas de su lucha por la independencia, cuyos diferentes destinos parecerían atenerse a las desigualdades mismas de sus personalidades. Así, tanto Gómez —el estratega consumado— como Maceo —el guerrero mítico— eran partidarios de que Martí no regresara a la Isla, pues éste debía preservarse en Nueva York en su carácter de líder del Partido Revolucionario para seguir garantizando el sostenimiento de la insurrección.
Con apenas 40 años, con ese estilo tan suyo, el Delegado había logrado casi lo imposible gracias a su inmensa voluntad de unir y su tremendo poder de persuasión. Pero ello no lo eximía de las críticas mordaces que ahora cuestionaban su condición de intelectual y hombre de palabra, considerándolo incapaz de pasar a una acción armada. Alguno llegó a proferir la ofensa de llamarlo «capitán araña», insinuando que exhortaba a otros a marchar al combate, pero que él mismo no se atrevía a empuñar las armas.
Entonces, todavía en Santo Domingo, Martí decide integrarse a la lucha armada. Y cuando Gómez hace su última apelación, aquél se niega rotundamente, mostrándole un ejemplar de Patria con la noticia de que ya ambos se encuentran en tierra cubana, lo cual no era cierto todavía, pero el periódico se había adelantado irresponsablemente para exaltar los ánimos de los emigrados de Tampa. «Después de esto no hay razón que pueda detenerme —dijo a Gómez, según relatara este mismo—: voy a Cuba con usted».
Igual sucede a Gómez con su hijo mayor. Impartía el General las últimas instrucciones al resto de sus descendientes sobre cómo debían ayudar a su madre en la siembra del tomate y los frijoles para procurar el sustento, cuando se le atraviesa delante Panchito y le dice: «¿Y tú piensas que ustedes van a ir a Cuba, que es mi patria, dejándome a mí aquí como una vulgar mujerzuela? Yo tengo que ir». Entonces tuvo que intervenir Martí para convencerlo de que debía esperar, que su momento llegaría.
El encuentro personal entre los tres colosos tendría lugar, el 5 de mayo, en el ingenio La Mejorana. Martí narra la víspera de ese momento emocionante en su Diario, cuando describe la aparición del Titán de Bronce: «Maceo, con un caballo dorado, en traje de holanda gris: ya tiene plata la silla, airosa y con estrellas».
Los dos soldados geniales no se veían desde 1886, pero sus concepciones tácticas y estratégicas seguían siendo las mismas: dar al Ejército Libertador una sólida organización en Oriente, cuya disciplina ejemplar y suficiente vigor le permitiera desarrollar una rápida ofensiva antes de que España pudiera traer los refuerzos anunciados a la Isla.
Puestos de acuerdo en pocos minutos, entonces llaman a Martí. Aunque este último reconocía su impericia en las cosas de la guerra, había aceptado el grado de Mayor General que le anunciara Gómez, pocos días antes, el 15 de abril. Con ese motivo, escribe —agradecido— en su Diario: «Gómez, al pie del monte, en la vereda sombreada de plátanos, con la cañada abajo, me dice, bello y enternecido, que aparte de reconocer en mí al Delegado, el Ejército Libertador, por él su Jefe, electo en consejo de jefes, me nombra Mayor General (…)».
Pero Martí es, ante todo, un defensor de los valores cívicos y, como tal, propugna la organización inmediata del Gobierno republicano como garante del poder revolucionario. Para él la guerra había sido inevitable y, por ello, necesaria, pero el sacrificio que conllevaba debía dar paso —desde el primer momento— a la constitución de la República en Armas.
A lo que se opone Maceo, quien desde el inicio de la conversación se muestra francamente partidario del mando único en el Ejército, sin las interferencias civiles que tanto daño causaron en la Guerra del 68. Él mismo ha vivido en carne propia los desvaríos cometidos por los hombres sin experiencia militar mandando a soldados en una guerra donde hay que morir o triunfar.
Sólo tras su victoria en la batalla de Peralejo —13 de julio—, el Titán de Bronce se convencería de la imperiosa necesidad de crear ese Gobierno, que tan sólo unos dos meses antes le parecía «un lujo», según notifica en carta al mayor general Bartolomé Masó, quien sería Vicepresidente de la República en Armas una vez constituida ésta en la Asamblea de Jimaguayú, el 16 de septiembre de 1895. Dos años después, Masó relevaría a Salvador Cisneros Betancourt en el cargo de Presidente.
El poder civil fue uno de los temas álgidos discutidos en La Mejorana, a puertas cerradas, entre aquellos tres grandes hombres: Martí, Maceo y Gómez. Otro pudiera haber sido las causas del fracaso del Plan de Fernandina y, en una misma cuerda de reproches mutuos, el problema suscitado en rededor de la expedición de Costa Rica, el empleo del dinero y el encargo de la misma a Flor Crombet.
Nadie sabe lo que se habló dentro, pero por el propio Martí —que escribió la frase en su Diario— sabemos que Maceo le dijo: «Lo quiero menos de lo que lo quería». Como hemos explicado antes, el Apóstol había conquistado el corazón de Antonio, visitando a su madre en Jamaica y escribiendo una de las más bellas semblanzas de Mariana Grajales, publicada en Patria. Pero el Titán de Bronce no había podido olvidar el incidente con Flor, aunque aceptara venir en las condiciones impuestas. Era como una espina que tenía clavada en el pecho.
Llegó el altercado entre ellos a ser tan fuerte, que dijeron: «Esto tiene que resolverse por otra vía, como hombres». Entonces intervinieron los demás y levantaron un acta: «Cuando Cuba sea libre, dirimiremos nuestro problema; ahora no, ahora es Cuba».
El otro tema, no menos álgido, era el regreso del Delegado al exterior, que tanto Gómez como Maceo consideraban imprescindible para la causa revolucionaria, como ya se ha explicado. Pero Martí no aceptó. De hecho, en el Diario —en el que faltan tres páginas—, está clara su idea obsesiva de marchar a Camagüey, donde la juventud camagüeyana se levantaría en armas siguiendo al viejo caudillo, ex marqués de Santa Lucía, Salvador Cisneros Betancourt, quien era como el heredero de la tradición agramontina.
En verdad, el infortunio de Dos Ríos pudo haber sobrevenido en cualquier momento, luego de que concluida la reunión en La Mejorana, Gómez y Martí continuasen su marcha con escasas fuerzas. Estaban acampados en ese sitio donde confluyen el Cauto y el Contramaestre —de ahí su nombre—, cuando son sorprendidos por una patrulla española.
Otra vez vuelve a sentir el Delegado las palabras que no le agradan, que lo minimizan, cuando el General en Jefe le ordena que se aparte, seguramente con ánimo de protegerlo. Entonces, hace todo lo contrario, tal vez recordando la reunión de La Mejorana, dispuesto a demostrar que es capaz de enrolarse en el combate, su primer combate como Mayor General.
El Apóstol cabalgaba sobre un bello caballo que José Maceo le había regalado. Éste sentía veneración por Martí, pues cuando se encontraron en Costa Rica, José estaba recién casado, enamorado, y no estaba dispuesto a marcharse para Cuba, ni siquiera con su hermano Antonio, al que adoraba. Y entonces le pidió a Martí: «¡Convénzalo usted!». Años más tarde, antes de morir, José Maceo reconocería la influencia de Martí en su decisión de pelear por la independencia de Cuba.
Enardecido por los disparos, el General en Jefe ordena vadear el río, que está crecido pues transcurría el mes de mayo. El práctico le dice que «no, por ahí no», pero Gómez insiste con duras palabras y, a su orden, descienden abruptamente por el lodazal para luego subir al otro lado del río. Sobre una planicie aguardan los españoles, cuyos tiradores reciben a la avanzada cubana con una andanada de fuego. Ya nadie sabe dónde está nadie. Martí entra en ese triángulo, apenas acompañado de un muchacho llamado Ángel de la Guardia, un maestro de escuela que lo acompaña accidentalmente.
Hay una incongruencia: el Apóstol no lleva la ropa de todos los días, la ropa de combate que se había hecho: camisa y pantalón azul, zapatos o borceguíes… Iba elegantemente vestido en el brioso y blanco corcel que José Maceo le regalara, como quien va a otro destino: chaqueta larga y oscura, pantalón claro… en su diestra el revólver plateado con cachas de nácar, regalo de Panchito Gómez Toro. Así cae Martí.
Ángel de la Guardia es el único testigo de la muerte del Apóstol y, cuando Gómez lo encuentra de regreso y le pregunta, sólo atina a responder: «Quedó allá». Entonces el General en Jefe se lanza a buscar a Martí, y después se quejará con amargura que éste no le obedeció cuando le ordenó se pusiera a su lado e hizo todo lo contrario. Son palabras duras, porque era una responsabilidad enorme que había caído sobre su conciencia. A su lado, había muerto «el Presidente», como ya algunos empezaban a llamarle, aunque el propio Martí rehusara públicamente ese nombramiento anticipado.
Con la muerte prematura del Apóstol, se torna largo y doloroso el camino de la unidad nacional. Convertido en el jefe político y militar de la Revolución, el generalísimo Gómez se traslada inmediatamente a Camagüey, adonde llega enfermo y casi solo. Allí lo recibe, entre otros, el coronel Bernabé Boza, al que luego llamarían el «Cambronne camagüeyano», en referencia al valiente subordinado de Napoleón en la batalla de Waterloo.
Por su parte, Maceo se propone consolidar los éxitos iniciales de la Campaña de Oriente y casi está a punto de lograr la batalla soñada cuando, cerca de Bayamo, enfrenta en Peralejo a una gran columna española, comandada por el ya entonces general Fidel Alonso de Santocildes, aquél del encuentro en la librería de la calle Obispo. Sorprendido, el enemigo es acorralado a tal punto que tienen que recurrir al empleo de armas blancas en el cuerpo a cuerpo.
De pronto, en medio del espantoso tiroteo, se escucha un toque de corneta y las tropas españolas comienzan a retirarse escalonadamente en medio de las alambradas de púas, los piñales y los árboles de «peritas», abundantes con ese tipo de fruto en esa zona, de ahí el nombre de Peralejo. Y es que Santocildes ha caído de un balazo en la frente. Ante tal descalabro, el propio Arsenio Martínez Campos decide tomar personalmente el mando, e intenta recular hacia Bayamo bajo el hostigamiento incesante de los mambises, lo cual logra a duras penas.
El éxito es tremendo, pero Maceo se muestra furiosamente inconforme pues casi ha estado a punto de capturar al mismísimo Capitán General. En el futuro, al recordar ese combate, el Titán de Bronce se lamentaría una y otra vez de no haber tenido consigo a su hermano José, quien se encontraba en Oriente. «De haber estado José, seguro lo hubiéramos cogido», dicen que repetía.
Pero la victoria total no se conseguiría con una sola batalla o teniendo un millón de hombres sobre las armas, sino que había que iniciar cuanto antes la invasión a las provincias occidentales, según el proyecto largamente acariciado por Gómez desde la Guerra del 68, cuando Carlos Manuel de Céspedes le había hecho reparar en esa verdad que luego demostraría con creces la historia.
Ratificados por el Gobierno de la República en Armas como General en Jefe y Lugarteniente General, respectivamente, Gómez y Maceo se aprestan a emprender la invencible campaña invasora: mientras el primero prosigue rumbo a la provincia de Las Villas, en forma simultánea sale de Mangos de Baraguá el contingente oriental que, al mando del Titán de Bronce, avanza para encontrarse con aquel otro en el centro de la Isla. En su lugar, a cargo de la jefatura del Departamento Oriental, queda su hermano José.
Si bien coincidían plenamente en la importancia crucial de la invasión, que entre otras cosas neutralizaría el tan acendrado localismo de algunos patriotas, Maceo y Gómez diferían en algunos aspectos. Así, por ejemplo, el Titán de Bronce no era partidario de la destrucción de la economía, pues creía que lo más conveniente era cobrarles impuestos a los hacendados azucareros en los territorios ocupados, tal y como él ya había hecho en Oriente.
En cambio, el General en Jefe era partidario de destruir todas las fincas azucareras sin miramientos, salvo aquellas con las que ya se habían contraído compromisos en la zona oriental. Conocedor de los teatros de operaciones y de la psicología del enemigo, Gómez entendía que a los españoles había que «sacarlos como al macao», según el conocido dicharacho: o sea, dándole candela con la tea incendiaria. Por tanto, dictó esa medida irrevocable que buscaba —entre otros efectos— el reconocimiento de beligerancia por los Estados Unidos
Cruzan la trocha de Júcaro a Morón, primero un contingente, después, el otro. Y será casi en territorio villaclareño donde se abracen los dos colosos, el 29 de noviembre, en presencia de Salvador Cisneros Betancourt, Presidente de la República en Armas, mientras los soldados corean el Himno Invasor: ¡A Las Villas, valientes cubanos!/ A Occidente nos manda el deber / De la patria arrojar los tiranos/ ¡ A la carga: morir o vencer!
Su letra había sido compuesta unos días antes por Enrique Loynaz del Castillo cuando, durante su paso por tierra camagüeyana, la tropa guiada por Maceo había acampado en La Matilde, finca perteneciente al padre de Amalia Margarita Simoni, la novia amada y después esposa del mayor general Ignacio Agramonte. Allí habían pasado su luna de miel durante la Guerra Grande, cuando era todavía un nicho apacible.
Pero tras el paso de los soldados españoles, las puertas y paredes de esa casa estaban pintorreteados de décimas ofensivas e insultos a los libertadores. Al leerlos, tocado en su orgullo, Loynaz escribe unos versos improvisados a la par que tararea una música. Entonces se da cuenta que, sin proponérselo, ha concebido un himno: De Martí la memoria adorada/ nuestras vidas ofrenda el honor/ y nos guía la fúlgida espada/ de Maceo el avance invasor (…).
Procedió entonces a cantárselo a Maceo, con el propósito de dedicárselo y que llevara su nombre. Y tras escucharlo, el propio Lugarteniente General dispuso que se llamara Himno Invasor, así como que fuera llevado al pentagrama inmediatamente por el teniente coronel Dositeo Aguilera, jefe de la banda, para que en lo adelante fuese interpretado junto al Himno de Bayamo.
Para garantizar el éxito de la invasión, en su calidad de General en Jefe, Gómez toma una decisión trascendental: ratificar a Maceo en el puesto de Comandante en Jefe del Ejército Invasor, sin menoscabo de su condición de Lugarteniente General. Pero, además, lo nombra jefe del Departamento Militar de Occidente, lo que permite al Titán de Bronce disponer la movilización y trasiego de todas las fuerzas locales de las comarcas que fueran invadidas en Matanzas, Habana y Pinar del Río.
Tres meses después habían logrado lo imposible: acercarse a las grandes planicies occidentales. Para ello han debido ganar sucesivamente varias batallas importantes, entre las que se destaca la de Mal Tiempo (15 de diciembre), ya en territorio de Cienfuegos, considerada una clase maestra del Generalísimo por el uso que dio a la caballería —en plan de carga al machete— contra los batallones de infantería españoles, armados con el mejor fusil de repetición de aquella época.
El propio Gómez, a pesar de tener unos 60 años, se lanza al ataque y logra romper el más fuerte núcleo de los españoles. Cuentan que los caballos se clavaban en las bayonetas sostenidas por aquellos jóvenes soldados que, despavoridos, tratan de huir hacia los cañaverales. Al unísono, Maceo los golpea por el flanco izquierdo repartiendo machetazos a diestra y siniestra. «¡Espantosa mutilación!», define Miró Argenter el cuadro de esa batalla en vívida crónica.
La victoria de Mal Tiempo abrió las puertas de Occidente o, para decirlo con una frase del propio Maceo, significó que «¡…entró la nave en alta mar!» En lo adelante, bajo constante asedio, en movimientos zigzagueantes, las dos columnas invasoras avanzan aplicando la tea incendiaria por doquier, al punto que el humo producido por los cañaverales incendiados por Gómez sirve de guía a Maceo para indicarle la ruta que seguía aquél, y viceversa.
Alguna vez reflexionó Gómez hasta qué punto se justificaba moralmente ese proceder bélico «cuando la tea empezó su infernal tarea y todos aquellos valles hermosísimos se convirtieron en una horrible hoguera, cuando ocupamos a viva fuerza aquellos bateyes ocupados por los españoles (…)».
Pero su duda quedó despejada cuando, en contraste «con aquellas casas palacios, con aquel tanto portentoso laberinto de maquinarias (…)», conoció la terrible discriminación, la terrible pobreza del campesino sin escuelas, sin médicos. Entonces, a la vista de tan marcado como triste y doloroso desequilibrio, exclamó: «¡Bendita sea la tea!».
Hay un momento en que los contingentes invasores retroceden y todo parece perdido. Nadie sabe qué está ocurriendo: si renuncian a continuar la marcha y se repliegan, desorganizados, hacia sus lugares de origen, o si se trata de una maniobra para desembarazarse de los heridos y enfermos. Algunos enemigos apuestan con certeza de que bajan hacia la ciénaga; otros, que buscan un camino hacia la llanura provisoria escapando del cerco y la confrontación definitiva.
Lo cierto es que se trata de una contramarcha estratégica que confunde a Martínez Campos, quien ha sido sorprendido cuando las tropas cubanas entran en la provincia de Matanzas y, ante sus propios ojos, infligen otra costosa derrota a sus hombres en el combate de Coliseo. Después de apoderarse de la red de ferrocarriles, cruzan los invasores el río Hanábana y, de ahí en lo adelante, su avance resulta imparable hasta penetrar en las comarcas de La Habana.
Pueblos como Güines, Güira de Melena, Alquízar, Nueva Paz… se rinden uno tras otro sin apenas ofrecer resistencia. En las filas enemigas comienzan los casos de deserción y muchos soldados, sobre todo voluntarios, se pasan para el bando mambí. Una pareja de exploradores de la caballería cubana se aventura hasta Marianao —o sea, hasta la misma ciudad—, y enseguida cunde el pánico al correrse el rumor de que pronto va a llegar Quintín Banderas con los «negros insurrectos amarrados con narigones».
Y si bien el general Banderas se encontraba en esa fecha en las lomas de Trinidad, no es menos cierto que Maceo acarició la posibilidad de arremeter contra ese suburbio capitalino para que el estruendo de la fusilería mambisa llegara a oírse en el Palacio de los Capitanes Generales.
En sus habitaciones, Martínez Campos enfrentaba una situación crítica pues había caído totalmente en descrédito al no poder detener la campaña invasora. Era inminente que sería relevado por un Capitán General mucho más cruel: Valeriano Weyler y Nicolau, marqués de Tenerife.
Pero era materialmente imposible intentar un ataque por sorpresa sobre La Habana, en vista de lo cual Gómez toma la decisión de retroceder con su contingente hasta las fronteras de Las Villas para asegurar en Matanzas las conquistas de la Invasión, mientras Maceo y sus hombres seguirían su avance por la provincia de Pinar del Río hasta llegar al límite geográfico de la Isla.
Nadie puede creerlo, que Maceo vaya a pasar por la parte más angosta del país, donde apenas hay 40 kilómetros entre una orilla y otra; que se atreva a cruzar el llamado estrecho del Mariel, por cuyo puerto defendido hasta los dientes están a punto de arribar miles de hombres para capturarlo. «Si lo logra será más grande que Aníbal», se escucha entre los escépticos de uno y otro bando.
Pues lo logra. Atraviesa montañas y bosques, las sierras del Rosario y de los Órganos, pequeños pueblos habitados fundamentalmente por campesinos canarios que cultivaban el tabaco, muchos de ellos profundamente españolizados, aunque de esos mismos isleños surgieron varios generales del Ejército Libertador, entre ellos Cuquillo. Éste, que residía en Cabaiguán, Las Villas, justificaba su pase a las filas cubanas con esta frase: «Serví a España por deber, y a Cuba por amor».
Cabañas, Bahía Honda, Ceja del Negro, Las Taironas, Lomas del Rubí…y, por fin —el 22 de enero de 1896— llega el contingente invasor a Mantua, en el extremo occidental de Cuba, en la antigua Nueva Filipina, como se decía a Pinar del Río, también llamada Vuelta Abajo. Desde que partió de Mangos de Baraguá —el 22 de octubre de 1895—, en 90 días, en 78 jornadas, ha desandado 420 leguas, después de sostener 27 combates y ocupar 22 pueblos importantes al mando del Titán de Bronce.
Los pinareños se sorprenden al conocer a Maceo: un hombre que no bebe, que no fuma, de trato distinguido y gusto refinado. Salen las mujeres, incluso de la alta burguesía, a saludarlo. Celebrado por las sociedades antiesclavistas en Inglaterra, Italia, América del Sur… puede afirmarse que su figura no trascendió más en el orden político por causa de los prejuicios raciales, que siempre lo persiguieron tratando de achicar su estatura de líder popular.
No más desembarcar en Cuba, Weyler se dispone implementar su plan de campaña, consistente en dividir la Isla en tres regiones que quedarían totalmente incomunicadas entre sí por dos trochas inexpugnables, situadas en las mayores angosturas que, de norte a sur, ofrece la configuración geográfica del territorio cubano: la línea de Júcaro a Morón, aprovechada ya en la Guerra de los Diez Años, y la de Mariel a Majana, destinada esta última a aislar la provincia de Pinar del Río y, por ende, a Maceo.
Este último arde en deseos de irrumpir en La Habana para sabotear la llegada del nuevo Capitán General con un golpe de efecto. Con tal motivo, se traslada ansiosamente hacia los límites de esa provincia y Matanzas, donde se reúne con Gómez. En los días sucesivos, cada vez que sea posible, mantendrán contactos personales, aprovechando el poder de desplazamiento del Lugarteniente General. No hay un solo lugar habitado de los alrededores de La Habana que éste último no visite, desafiando a los veinte millares de soldados enviados en su captura por Weyler, quien ya ha comenzado a instrumentar su infame estrategia genocida contra la población civil, a la par que anuncia una falsa «pacificación» de las provincias occidentales.
Mientras tanto, como en ocasiones anteriores, el peligro de sedición amenaza con reaparecer entre las filas mambisas. De ahí que Gómez decida ir a Las Villas y Oriente, dejando al Titán de Bronce totalmente a cargo de la región occidental. Está consciente El Viejo —como solían llamar al Generalísimo— del peligro que corre Maceo, sobre quien pronto caerán miles de hombres recién llegados de España para acorralarlo en Vuelta Abajo.
Con ese objetivo, el enemigo fortifica la línea militar o Trocha de Mariel a Majana, concentrando allí la mayoría de los batallones de campaña. El Cuerpo de ingenieros españoles levanta trincheras, cava zanjas, construye fuertes y emplazamientos para las baterías de cañones Krupp. Tratan de impedir que el gran guerrero cubano vuelva a burlar ese enclave por tercera vez.
Maceo resiste, sin dejar un segundo de pelear, porque está consciente que el destino de la Guerra de Independencia gira alrededor de su accionar en Pinar del Río, cuya supuesta «pacificación» ha sido proclamada por Weyler para confundir a la opinión pública nacional e internacional, principalmente de los Estados Unidos. Hay rumores de una posible mediación de esa vecina potencia para buscar la paz, sin que ello signifique el abandono de Cuba por parte de España.
En esos instantes críticos, el movimiento revolucionario comienza a ahogarse en profundas contradicciones relacionadas con el ejercicio de los mandos militares y la actuación del poder civil, personalizadas en la animadversión que demuestran el presidente Salvador Cisneros Betancourt y otros miembros del Gobierno hacia el mayor general José Maceo, quien decide renunciar a la jefatura de Oriente. Pocos días después, este último se lanzaría a morir en el combate de Loma del Gato.
Sin tener constancia de tan sensible pérdida, el Titán de Bronce desborda entusiasmo cuando por fin arriba la tan esperada expedición de Rius Rivera que, proveniente de Estados Unidos, ha desembarcado en la costa sur de Pinar del Río, el 8 de septiembre, trayendo un valioso cargamento de armas y otros pertrechos.
Entre los recién llegados expedicionarios se encuentra aquel joven que había acompañado a Martí en su recorrido por Costa Rica, aquel joven que esperaba su turno para sumarse a la lucha y cuya proverbial modestia le impedía presentarse como el hijo del Generalísimo. Al verlo, Maceo lo abraza efusivamente y, desde ese instante, Francisco Gómez Toro pasa a integrar el Estado Mayor del Lugarteniente General. En pocos días tendrá Panchito su bautizo de fuego al recibir un balazo en el hombro.
Pero el júbilo de aquel encuentro da enseguida paso a un silencio penoso, cuando el general Rius Rivera pone en manos de Antonio el Boletín de Guerra que reportaba la caída de su hermano José y la sentida alocución que, en su honor, había hecho el general Gómez. Al darle personalmente el pésame, aquél también entregaba a Maceo los centenares de cartas de condolencia de sus amigos en el extranjero
Recuperado de la triste noticia, el Titán de Bronce emprendió una nueva campaña con las recientes fuerzas adquiridas. Ante el éxito de la misma, impotente, Weyler decretó el famoso bando del 21 de octubre de 1896 ordenando la reconcentración de los campesinos en Pinar del Río dentro de las líneas fortificadas españolas.
No tenía otra alternativa el Capitán General que tomar el mando en persona para intentar acabar con aquel mulato desafiante que, sin lugar a dudas, había subestimado con creces. De lo contrario —tal y como sucedió— sería acusado de inactividad por la prensa española.
Maceo intenta repetidamente franquear la trocha Mariel-Majana con el objetivo de trasladarse al centro de la Isla para dirimir las agudas contradicciones que ponen en peligro la Revolución. Esa operación era muy peligrosa pues requería acercarse a los atrincheramientos españoles a menos de veinte metros, al punto que podía escucharse los «quién vive» de los centinelas, las conversaciones de los soldados…
Durante uno de esos intentos fallidos, el Titán de Bronce cayó desplomado del caballo, como muerto, pero al poco tiempo abrió los ojos. Dijo que había sido un vahído, y se lo achacó a la humedad de la noche y a que había dormitado unos minutos después de haber chupado una caña. Alguien ha especulado que el motivo fue un sueño premonitorio en el que había visto a su esposa cubierta por un velo y a todos sus hermanos muertos en la guerra.
Según Miró y Argenter, la verdadera causa del desarreglo era «la pasión del ánimo, la inquietud y el temor de que no llegaría a tiempo al teatro de las ambiciones», entendiendo por éste el manejo de intrigas que, incubadas en el seno del Gobierno de la República en Armas, amenazaban con socavar su autoridad y la del general Gómez al frente del Ejército Libertador.
Tal era la temeridad de Maceo que, horas después, al detectar por la peste de los cigarros a un grupo de españoles que fumaba en una arboleda, avanzó hacia ellos en su caballo con el revólver amartillado y les disparó dos tiros. En respuesta recibió a cambio una descarga de fusilería, varios de cuyos proyectiles le agujerearon el impermeable y se incrustaron en el muñón de su montura, sin tocarle el cuerpo.
Por fin aparece una solución: hay un patriota que tiene un bote (ese bote se conserva en el Museo de la Ciudad) con el cual podría cruzarse la Trocha sin ser percibido por la vigilancia española. Escoge Maceo a los pocos que se arriesgarán con él y, tras despedirse de sus compañeros, se marchan bajo la lluvia rumbo al mar.
El tiempo seguía tempestuoso y el fuerte oleaje hacía peligrosa la travesía. Sin embargo, el Lugarteniente General ordena echar el bote al agua, no sin antes despojar al caballo de la montura para llevarla consigo: es la misma que lo ha acompañado desde Mangos de Baraguá hasta ese instante. Pero la rompiente devuelve la barcaza con violencia a la arena. Ante la insistencia de Maceo en cruzar las líneas españolas, el patrón propone atravesarlas por la misma boca del Mariel, cuyas aguas se mantienen tranquilas.
Ahora el peligro es otro, porque la bahía se encuentra vigilada por numerosas patrullas españolas, fortificaciones y trincheras a ambos lados, además de dos cañoneros anclados en el puerto. Serían las once de la noche cuando embarcan Maceo, cuatro oficiales y los tres boteros. En poco menos de una hora atracan en el otro lado, a poca distancia de un fuerte español bien guarnecido. En sucesivos viajes —cuatro— se terminó el traslado y, ya juntos todos, se dirigen al demolido ingenio La Merced, cerca de la playa de Mosquitos. Allí harán contacto a la mañana siguiente con dos combatientes enviados expresamente a recibirlos.
Quejoso de una dolencia intestinal y con fiebre, que le hacían tomar sólo leche como alimento, Maceo necesita caballos para trasladarse pues sus piernas sufren a causa de las viejas y recientes heridas. Y cuando comienza a anochecer y todavía no han llegado los corceles, comienza a desesperarse y le sube la temperatura hasta tal grado que dice algunas palabras incoherentes.
Cansados de tanto esperar —llevaban 32 horas en La Merced—, emprenden la marcha hasta que se tropiezan con el escuadrón que va a por ellos con los caballos. A las tres de la tarde, llegan al ingenio Lucía, donde al general Maceo le esperan Perfecto Lacoste y su esposa, matrimonio amigo.
Luego de interesarse por el estado de la opinión pública, de la cual su anfitrión le ofrece pormenores, Maceo acoge con beneplácito la recomendación de éste sobre la importancia de efectuar un ataque a cualquier barrio de las afueras para dar constancia de su presencia en La Habana y poner en descrédito a Weyler. Entonces, el Titán de Bronce decide que la noche del 7 de diciembre atacará a Marianao.
Ese día amaneció radiante, despejado todo vestigio del temporal que había arreciado la noche del 4. «¿Qué día es hoy?», preguntó Maceo, y le contestó Miró Argenter: «¿Hoy?… lunes, y mañana la Purísima Concepción». Entonces el Titán de Bronce, quien era un apasionado de todo lo bello, se acuerda de una joven que había conocido en Punta Brava, once meses atrás, durante su paso hacia Pinar del Río. De esa muchacha guardaba como recuerdo, anudado a su ancho cuello, un pañuelo que ella le había regalado el 7 de enero, junto a un ramo de flores. «Pero su nombre no era Concha, sino Margarita», le recuerda su fiel subordinado para quitarle el antojo repentino de visitar a la joven con motivo de celebrarse su santo y enseñarle la bufanda de estambre.
De 450 a 600 mambises jubilosos aguardan a Maceo en el campamento de San Pedro, que, si bien no era el más adecuado, se justificaba porque iban a permanecer allí poco tiempo. Ya en su cuartel general, situado cerca de las ruinas de una antigua casa de vivienda, el Lugarteniente General puntualiza su plan de atacar Marianao y otros suburbios capitalinos gracias a las informaciones suministradas por los jefes y oficiales de La Habana. Obsesionado con efectuar ese plan, después de lo cual marcharía hacia Las Villas a reunirse con Gómez, desestima temporalmente las quejas recibidas en torno a varias desuniones que hay en el seno de las filas habaneras
Después de almorzar, pidió el Titán de Bronce que Miró Argenter le leyera en voz alta la campaña de invasión y, al escuchar una descripción metafórica sobre la derrota de Martínez Campos en la batalla de Coliseo, exclamó: «¡Eso es lo a mí me gusta: el eclipse de mi compadre Martinete en aquel cielo tenebroso, cuando aún no era media tarde (…)».
Eran casi las tres de la tarde, y de pronto se escucharon voces: «¡Fuego en San Pedro!», seguidos de una nutrida balacera que provocó total desorden en el campamento. Habían sido inexplicablemente sorprendidos a pesar de que se habían dispuesto varias patrullas exploradoras para avizorar al enemigo. Sin dudas, éstas se habían descuidado, y las tropas españolas —al mando de Cirujeda— habían seguido el fresco rastro de los cubanos sin obstáculo alguno.
Sorprendido, Maceo trata de incorporarse de la hamaca y, al no poder hacerlo, le pide a su ayudante que le tienda la mano y ordena inmediatamente que traigan una corneta para ordenar la carga. En diez minutos, él mismo se viste y ensilla su caballo, tal y como acostumbraba a hacer en víspera del combate para estar seguro sobre los estribos.
Marchan junto al Titán de Bronce los generales Pedro Díaz y Miró Argenter; los coroneles Alberto Nodarse, Sánchez Figueras y Charles Gordon, el norteamericano de complexión robusta; sus cuatro ayudantes y el comandante Juan Manuel Sánchez, con una pequeña escolta hasta completar 45 hombres. No va en el grupo Panchito, a quien se ha ordenado permanecer en el Cuartel General por tener el brazo en cabestrillo a causa de la herida recibida en el hombro.
Aprovechando el factor sorpresa, el enemigo se ha parapetado detrás de unas cercas de piedra que le ofrecen sólida protección y desde allí dominan con su fusilería el espacio abierto que los separa de los mambises. De ahí que Maceo decida realizar un movimiento envolvente por ambos flancos para desalojarlos de ese parapeto y batirlos en el potrero aledaño. Pero una cerca de alambres se interpone, tratan de abrir sus portillos y ello le impide llegar a paso de carga hasta las posiciones españolas. La maniobra es descubierta y ocurre el fatal desenlace.
Pero dejemos que sea el general Miró Argenter quien relate ese duro momento, del cual fue testigo: «Delante del General, pero a muy pocos pasos de él, iba el brigadier Pedro Díaz con doce o quince hombres. Al lado de General, el que ahora describe este cuadro, a la derecha de él, porque al flanquear la cerca de piedras, la casualidad lo puso a la derecha del caudillo, y hacia el mismo lado la pequeña escolta de Juan Manuel Sánchez. En la faena de abrir más los portillos, los restantes combatientes que seguían a Maceo, quedaron atrás, pero a corta distancia: veinte o treinta varas. El general, observando la postura del comandante de la escolta, le dijo, tocándole con el machete en el hombro: ¡joven, hágame cargar a su gente! Y enseguida: ¡General Díaz, flanquee por la derecha. Una valla de alambre nos separa de los soldados españoles: ¡Joven —volvió a decirle a Sánchez— piquen la cerca! Y mientras éste se desmontaba, y con el diez o doce hombres más, cayéndole al parapeto de alambres, un aguacero de proyectiles no dejó terminar la faena. El general acababa de decirnos apoyando la mano en que sostenía la brida, sobre nuestro brazo izquierdo: ¡Esto va bien! Al erguirse, una bala le cogió el rostro. Se mantuvo dos o tres segundos a caballo; lo vimos vacilar: ¡corran que el General se cae! —gritamos cinco o seis al mismo tiempo—; soltó las bridas, se le desprendió el machete, y se desplomó. Cayeron también doce hombres de la escolta de Sánchez. Los españoles arreciaron el fuego para disolver el grupo, comprendiendo que allí ocurría algo muy grave e inesperado (…)».
Levantan a Maceo, moribundo. Le dicen, tratando de animarlo: «¿Qué es esto, General? ¡Eso no es nada! ¡No es nada!» Hasta que expira, y ya muerto, otro balazo le da en el pecho. Bajo el fuego incesante, ahora tratan de levantar el cuerpo, pero resulta imposible. Abandonan el cadáver y regresan al campamento, llevando la infausta noticia.
Al conocer el hecho, en el paroxismo del dolor, Panchito parte hacia el lugar. Junto al médico Máximo Zertucha tratan de levantar el cuerpo exánime, pero el primero recibe un tiro en la costilla derecha que lo desploma. Cae también el cadáver de Maceo y, sobre ellos dos, el caballo. Herido de gravedad, el hijo del Generalísimo tiene tiempo aún de escribir una nota que será como el epitafio de ambos:
«Mamá querida,
»Papá; hermanos queridos:
»Muero en mi puesto, no quiero abandonar el cadáver del general Maceo y me quedaré con él. Me hirieron en dos partes. Y por no caer en manos del enemigo, me suicido. Lo hago con mucho gusto por la honra de Cuba.
»Adiós seres queridos, los amaré mucho en la otra vida, como en ésta. Su Francisco Gómez Toro.
»En Santo Domingo. Sírvase, amigo o enemigo, mandar este papel de un muerto».
Él intenta el suicidio, pero no lo consuma; cae desvanecido. Al cabo del tiempo, una patrulla española se acerca a desvalijar los cadáveres: las botas, las polainas… todo lo que consideran valioso. Rematan a Panchito y se esfuman, llevando consigo varios objetos personales con las iniciales A.M.
En el seno de las tropas cubanas cunde el desánimo. Pero un joven, Juan Delgado, del Regimiento Santiago de las Vegas, que era un rebelde con causa, que no quería que lo mandara nadie y que solamente obedecía al General, se impone a gritos y convence a los otros que hay que ir a rescatar el cuerpo del héroe. Y en un lugar muy cerca de allí, la noria, encuentran los cadáveres. Recibirían como recompensa el fragmento mayor de la camiseta ensangrentada del Titán de Bronce; la otra parte sería enviada al general presidente Salvador Cisneros.
Los cuerpos fueron lavados, velados esa noche, y se tomó la decisión de que había que encontrar un lugar donde esconderlos. Durante esa madrugada —era tiempo breve— atravesaron prácticamente la provincia y llegaron a Santiago de las Vegas, que era el lugar que conocían, y allí, en un lugar alto, desde el cual se ve toda la comarca, pidieron a Pedro Pérez y a sus hijos —campesinos pacíficos y honrados— que les dieran sepultura. Nadie supo nunca ese secreto.
Ahora tenemos este monumento a los que juraron guardar silencio: un yunque hermoso dedicado a Antonio Maceo y a Francisco Gómez Toro, su ayudante, símbolo de la juventud cubana. Quizás sea éste el monumento más hermoso, quién sabe, que tiene Cuba.
Cae la lluvia nuevamente como reafirmando estas palabras mías, que siempre serán pálidas y en las cuales pueden escucharse incoherencias e inexactitudes propias de toda improvisación, pues he querido trasmitirles el recuerdo emotivo de una vida y de una gesta.
Llueve y se mojan una vez más las estrellas y los distintos recordatorios del nuevo monumento. Yo recuerdo siempre el primitivo, ese obelisco donde dos figuras estaban representadas abrazándose en la hora final: Antonio Maceo Grajales y Francisco Gómez Toro. Tenían apenas 51 y 21 años de edad.Asimismo, los holguineros conocen perfectamente quiénes son los generales Feria y Grave de Peralta… Todos esos veteranos combatientes fueron a Santiago de Cuba para encontrarse con Maceo. Aprovechando que era época de carnavales, tramaban organizar una acción en esa ciudad, apoderarse de los cuarteles y subir a la Sierra Maestra con las armas que lograsen tomar.
Vigilados de cerca por las autoridades españolas, ellos querían adelantar sus planes ante la inminencia de la llegada de un nuevo Capitán General, Camilo Polavieja, hombre de mano dura que no había vacilado en fusilar al doctor José Rizal, héroe de Filipinas.
Efectivamente, tan pronto llega a Cuba, Polavieja ordena la salida de Maceo, quien ya se había entrevistado varias veces con los anteriores jerarcas españoles en el Palacio de los Capitanes Generales, en la Plaza de Armas, para explicarles qué estaba haciendo en Cuba y así evitar sospechas. Pero esta vez, no tiene más remedio que partir, aunque alberga la convicción de que hay condiciones propicias para reiniciar la lucha.
Nos han permitido estos antecedentes abordar paralelamente los destinos de Gómez, Maceo y Martí para arribar más adelante al encuentro que sostendrán para iniciar —de mutuo acuerdo— la etapa final de la guerra por la independencia. En los años que restan hasta 1895 —fecha de su inicio— se suceden hechos diversos que convendría aquilatar en su justa medida para entender el aporte de esos patriotas inigualables al proceso revolucionario cubano, no exento de contradicciones y complejidades.
Sin dudas, será imprescindible la labor unificadora de Martí, quien no escatimará tiempo y esfuerzos para ganarse —si no la confianza— al menos la aquiescencia de los dos generales. Así, en 1892, después de entrevistarse con Gómez en República Dominicana, se traslada a Kingston, Jamaica, donde visita la residencia de la familia Maceo. De esa visita dejaría testimonio mediante una hermosa semblanza de Mariana Grajales y María Cabrales, madre y esposa, a quienes describe con ternura y respeto. Ve en la primera a «la viejecita gloriosa en el indiferente rincón extranjero, y todavía tiene manos de niña para acariciar a quien le habla de la patria», y en la segunda, a «la mujer, nobilísima dama», que «de negro va siempre vestida, pero es como si la bandera la vistiese (…)».
Publicado en Patria, ese escrito era como una mano tendida a Maceo, a quien Martí consideraba tan indispensable como Gómez para consolidar la unidad revolucionaria.
El encuentro personal entre Martí y el Titán de Bronce se produciría al año siguiente, cuando el primero le visita en Costa Rica luego de haber planeado con Gómez el llamado «Plan de Fernandina». Otra vez la pluma del Maestro atrapa las sutilezas de la entrevista con desbordante lirismo, como cuando dice: «Y hay que poner asunto a lo que dice, porque Maceo tiene en la mente tanta fuerza como en el brazo. No hallaría el entusiasmo pueril asidero en su sagaz experiencia. Firme es su pensamiento y armonioso, como las líneas de su cráneo».
Pero más allá del encuentro efusivo, Martí había logrado obtener del caudillo su aceptación plena al proyecto, sin reservas de ningún tipo. Y ello significaba, entre otras cosas, que Maceo reconocía la autoridad del Partido Revolucionario —que sólo en Cayo Hueso había logrado recaudar 30 000 pesos entre los obreros del tabaco—; la labor proselitista de Juan Gualberto Gómez dentro de Cuba, y la planificación militar elaborada por el general Gómez, a quien acepta como el principal jefe del Ejército Libertador.
Según carta que Martí enviara inmediatamente a Gómez con los resultados de esa entrevista, Maceo aceptó con beneplácito la participación de este último en la región de Oriente, a la cual pensaba arribar con un grupo de veteranos en una pequeña expedición y, luego allí, procurar el apoyo de los compatriotas que aguardaban su regreso.
Pero las difíciles circunstancias sociopolíticas en Costa Rica hicieron que se apresurara y, en una audaz acción, embarcará hacia Cienfuegos. Ya de manera clandestina en tierra cubana, so riesgo de ser capturado, Maceo trataría de sumarse a un alzamiento insurrecto en Las Villas, hasta que se da cuenta que es totalmente improvisado y sin conexiones con el previsto por Martí y Gómez.
De vuelta a Costa Rica, donde la situación política empieza a serle muy desfavorable, el Titán de Bronce recibe con honda tristeza la noticia de la muerte de su madre, a quien Martí dedica homenaje póstumo en Patria. Tras evocar su encuentro con Mariana Grajales, este último escribe cartas a Maceo para estimularlo a desempeñar cabalmente su papel en el proyecto independentista organizado por el Partido Revolucionario Cubano. A esas misivas, con el mismo fin, se suma una carta de Gómez en su carácter de General en Jefe.
Quizás sea éste el momento cuando tan álgidas figuras —disímiles en carácter, pero unidos por un sueño común— logren por fin tomar conciencia de cuán imprescindibles era cada uno de ellos para la causa revolucionaria y, al margen de desavenencias, enfrentar en lo adelante los momentos difíciles que se avecinaban, entre ellos, el descalabro del Plan de Fernandina.
Después de consultarlo con Máximo Gómez y recibir personalmente instrucciones de este último en Nueva York, Martí decidió poner a consideración de Maceo ese plan que había concebido secretamente, para lo cual viajó a Costa Rica en compañía de Panchito Gómez Toro, quien estaba a su lado desde hace algún tiempo. Fue el reencuentro, después de muchos años, entre este último y el padrino que lo había cargado en brazos cuando era apenas un niño. Ya lo sabemos: sellarían esa amistad con la muerte, el uno junto al otro, incapaces de separarse en la hora final.
Tres expediciones preparadas por el Delegado partirían desde Fernandina —un puerto de los Estados Unidos— en los vapores Baracoa, Amadís y Lagonda con supuestos útiles agrícolas, pero en realidad llevarían material de guerra suficiente para armar a 1 000 hombres. Una de esas naves se dirigiría a un puerto de la Florida, donde recogería un contingente encabezado por los generales Serafín Sánchez y Carlos Roloff. Otra embarcaría en Costa Rica a los Maceo (Antonio y José), Flor Crombet y Agustín Cebreco, más cientos de hombres. La tercera recogería en Santo Domingo a Máximo Gómez, Paquito Borrero, Ángel Guerra, José (Mayía) Rodríguez y los demás expedicionarios.
Con destino, respectivamente, a Oriente, Camagüey y Las Villas, esas expediciones —según estrategia de Gómez— desembarcarían en la forma más simultáneamente posible para lograr una invasión fulminante que tomara por sorpresa al ejército español y derrotarlo antes de que recibiese refuerzos de la metrópoli.
Orestes —que era el seudónimo de Martí— actuaba secretamente y con gran sigilo, informando, solamente por vía segura, lo que había pactado con Gómez y Maceo. Sin embargo, el 12 de enero de 1995, las naves y su cargamento de armas fueron incautados por las autoridades federales norteamericanas, alertadas por lo que pareció ser una presunta delación del comisionado Fernández López de Queralta.
Viéndose absolutamente sin nada, Martí cayó en un estado profundamente depresivo. Enviados por el general Gómez a pedirle cuenta del descalabro, Enrique Collazo, Mayía Rodríguez, Enrique Loynaz del Castillo y otros patriotas se reúnen con el Delegado en el Hotel Travellers, de Jacksonville. Pero más que increparlo, tratan de calmarlo, al verlo que «revolvíase como un loco en el pequeño espacio que le permitía la estrecha habitación», tal era su estado de desconsuelo
Pero lejos de producir desaliento, el fracaso del Plan de Fernandina agitó los ánimos de los emigrados cubanos, quienes quedaron asombrados de la magnitud del esfuerzo, así como convencidos del buen empleo de los fondos donados por ellos para propiciar el inicio de la Revolución. Así, el revés fue acicate para que se apresurara, sin más dilación y al margen de las discordancias, el ansiado levantamiento en armas dentro de la Isla. Bastó que Martí diera la orden a Juan Gualberto Gómez para que —el 24 de febrero de 1895— se rompiera el corojo independentista cubano.
El propio Juan Gualberto, que era civil, se alzó en Ibarra, Matanzas, cerca del lugar en que había nacido. Otros, como el general Julio Sanguily, son detenidos en su casa; en este último caso, inexplicablemente. Hay levantamientos en Manzanillo, Tunas, Bayamo, Santiago de Cuba… Entre los conocidos guerreros, aunque enfermo de tuberculosis, se levanta Guillermo Moncada, el Hércules de Oriente, arrastrando a sus viejos soldados. Dispersas, mal armadas, esas partidas insurrectas recorren los campos en espera de la llegada de los grandes líderes desde el exterior, principalmente de Maceo, el de mayor influencia en la zona oriental.
Pero el Titán de Bronce permanece en Costa Rica ante la imposibilidad de armar una expedición por falta del suficiente financiamiento, según él mismo transmite a Martí, quien ha partido apresuradamente hacia Santo Domingo para entrevistarse con el general Gómez y ofrecerle —por mandato del Partido— el cargo de General en Jefe.
En ese último país, ambos patriotas cubanos visitan al general Ulises Heureaux (Lilís), Presidente de la República Dominicana, en busca de ayuda financiera. Este hombre impresionante, negro, callado, los recibe y acepta prestarles auxilio, no sin antes alertarles que nunca podrá saberse que él los ha ayudado.
Parten entonces hacia Montecristi, donde Martí escribiría el trascendental Manifiesto, que iba a ser impreso y distribuido a todas las casas comerciales, a los periódicos — españoles, en primer lugar—, hablando del proyecto de la Revolución y de su verdadero significado.
En cuanto a Maceo, éste se muestra renuente a partir para Cuba si no se le confiere el apoyo financiero que él considera necesario, a lo cual responde Martí con una carta en la que ya se muestra a favor de Flor Crombet y su iniciativa de armar una expedición desde la misma Costa Rica con muchos menos recursos: «Vd. me dice una vez y otra, que requiere una suma que no se tiene. Y como la ida de Vd. y de sus compañeros es indispensable, en una cáscara o en un leviatán, y Vd. ya está embarcado, en cuanto le den la cáscara (…) decido que Vd. y yo dejemos a Flor Crombet la responsabilidad de atender ahí la expedición (…)».
Tal decisión es —a su vez— acatada por Gómez, quien en una epístola dictada a su hijo Panchito exhorta al Titán de Bronce con frases como ésta: «Después de la Fernandina, y después de lo que en este mismo instante, en que le dirijo estas líneas, nos comunica el cable, y es que ya hay humo de pólvora en Cuba y cae en aquellas tierras sangre de compañeros, no nos queda otro camino que salir por donde se pueda y como quiera».
Y, a manera de despedida, le recomienda: «Un consejo solamente y concluyo: que no le aturda su osadía, puesto que le conozco de muy viejo, y no olvide la sensatez del viejo aforismo, el de los denodados pero prudentes guerreros, que son los que meten miedo: Se debe vivir glorioso para la Patria antes que morir por la gloria, y nada más. Su General y amigo».
A fin de cuentas, Maceo embarcaría junto a Crombet y otros 21 expedicionarios en el navío de pasajeros Adirondack, cuyo capitán era un norteamericano de apellidos Sampson, de filiación masónica al igual que la mayoría de los patriotas cubanos. Es el inicio de un azaroso itinerario que los convertiría en la primera expedición revolucionaria en llegar a Cuba durante la última guerra de independencia.
El barco sale de Puerto Limón (Costa Rica) hacia Kingston (Jamaica), donde hace una corta escala para montar varias decenas de pasajeros con destino a Nueva York. Escondidos de la vista ajena, los combatientes cubanos esperan que la embarcación se acerque a las costas de su patria para echarse a la mar en lanchas, tal y como habían planeado con el capitán Sampson, pero éste no detiene la nave, temiendo que la maniobra sea descubierta.
Hay que tener en cuenta que, para ese momento, las autoridades españolas ya conocen la existencia de la expedición y, tras presionar al Gobierno costarricense, la noticia se ha hecho notoriamente pública. Barcos de guerra españoles comienzan a patrullar en el Caribe buscando sospechosos.
Evadiéndolos, el Adirondack arriba a Fortune Island, una de las Bahamas y colonia inglesa, donde los tripulantes cubanos son recibidos fraternalmente por el procónsul norteamericano, amigo de Sampson y también masón. Gracias a la ayuda de este último, al día siguiente Crombet, Maceo y los otros prosiguen su viaje a bordo de la goleta Honor, que los llevaría definitivamente al extremo oriental de Cuba: cerca de punta de Maisí.
En medio de la noche, desviado de su curso, el pequeño navío choca contra los arrecifes cerca de la desembocadura del río Baracoa y, antes de ser destrozado por la furia de las olas, los expedicionarios saltan al agua llevando las escasas armas; algunos, magníficos fusiles de caza Winchester; otros, sólo pistolas y machetes.
Poco tiempo después, la noticia sobre la presencia de Maceo se riega como la pólvora cuando, en una certera escaramuza, emprende su primera acción combativa y pone en desbandada a una tropa española que, tras sufrir dos bajas mortales, regresa a Baracoa llevando consigo el peso de la derrota y la evidencia de que el Titán de Bronce ha regresado.
La conmoción en España es tremenda. Hay un levantamiento en Cuba, ¿a quién mandar? Todos coinciden en que el único hombre que puede ir es el pacificador: Arsenio Martínez Campos. Éste enseguida embarca hacia la Isla, seguido por 20 mil hombres armados hasta los dientes con los mejores fusiles Máuser, alemanes; los mejores cañones, fabricados en Oviedo, Asturias; las primeras ametralladoras de enfriamiento con agua, reflectores y alambradas de púas…
En persecución de Maceo son lanzados un batallón del Regimiento Simancas, el 4to Batallón Peninsular, los Voluntarios de Yateras y varios grupos de guerrillas montadas, estos dos últimos conformados por campesinos conocedores de la zona. El acoso es terrible y, producto de una delación, los expedicionarios acaban dispersándose en el monte tras sufrir sensibles pérdidas, entre ellas la de Flor Crombet, quien es abatido por un balazo en el cráneo. Poco antes, el Titán de Bronce había reconocido los disparos del Winchester de su compañero de travesía. «Ése es Flor que se bate», aseveró.
Acosados y hambrientos, el resto de los combatientes llega a una casa vacía, repleta de víveres, y cuando se disponen a sacrificar un cerdo que había en el corral, resulta que es una celada tendida por los voluntarios. No tienen más remedio que desbandarse, quedando separados los Maceo: Antonio y José. Este último deambula en solitario, sin rumbo fijo por dentro de la maleza, protagonizando una verdadera odisea. Por su parte, Antonio escapa monte arriba, con dos compañeros sobrevivientes, hasta que finalmente logra unirse a las tropas de Guantánamo que han salido en su búsqueda.
Por esos mismos días, el 11 de abril, Gómez y Martí desembaron en Playitas, al este de Baitiquirí. No tuvieron mayores contratiempos pues las fuerzas españolas se mantenían concentradas en capturar a Maceo y Crombet. Aprovecho aquí para decir que, si bien la controvertida figura de Flor merece todo el respeto, su temprana desaparición concede al Titán de Bronce la primacía del mito, más allá de cualquier interpretación. Siempre he dicho que se puede escribir la historia de Cuba sin tener en cuenta a Flor Crombet, pero no así sin mencionar a Antonio Maceo.
De modo que, hacia abril de 1895, por fin se encuentran en tierra cubana los tres protagonistas de su lucha por la independencia, cuyos diferentes destinos parecerían atenerse a las desigualdades mismas de sus personalidades. Así, tanto Gómez —el estratega consumado— como Maceo —el guerrero mítico— eran partidarios de que Martí no regresara a la Isla, pues éste debía preservarse en Nueva York en su carácter de líder del Partido Revolucionario para seguir garantizando el sostenimiento de la insurrección.
Con apenas 40 años, con ese estilo tan suyo, el Delegado había logrado casi lo imposible gracias a su inmensa voluntad de unir y su tremendo poder de persuasión. Pero ello no lo eximía de las críticas mordaces que ahora cuestionaban su condición de intelectual y hombre de palabra, considerándolo incapaz de pasar a una acción armada. Alguno llegó a proferir la ofensa de llamarlo «capitán araña», insinuando que exhortaba a otros a marchar al combate, pero que él mismo no se atrevía a empuñar las armas.
Entonces, todavía en Santo Domingo, Martí decide integrarse a la lucha armada. Y cuando Gómez hace su última apelación, aquél se niega rotundamente, mostrándole un ejemplar de Patria con la noticia de que ya ambos se encuentran en tierra cubana, lo cual no era cierto todavía, pero el periódico se había adelantado irresponsablemente para exaltar los ánimos de los emigrados de Tampa. «Después de esto no hay razón que pueda detenerme —dijo a Gómez, según relatara este mismo—: voy a Cuba con usted».
Igual sucede a Gómez con su hijo mayor. Impartía el General las últimas instrucciones al resto de sus descendientes sobre cómo debían ayudar a su madre en la siembra del tomate y los frijoles para procurar el sustento, cuando se le atraviesa delante Panchito y le dice: «¿Y tú piensas que ustedes van a ir a Cuba, que es mi patria, dejándome a mí aquí como una vulgar mujerzuela? Yo tengo que ir». Entonces tuvo que intervenir Martí para convencerlo de que debía esperar, que su momento llegaría.
El encuentro personal entre los tres colosos tendría lugar, el 5 de mayo, en el ingenio La Mejorana. Martí narra la víspera de ese momento emocionante en su Diario, cuando describe la aparición del Titán de Bronce: «Maceo, con un caballo dorado, en traje de holanda gris: ya tiene plata la silla, airosa y con estrellas».
Los dos soldados geniales no se veían desde 1886, pero sus concepciones tácticas y estratégicas seguían siendo las mismas: dar al Ejército Libertador una sólida organización en Oriente, cuya disciplina ejemplar y suficiente vigor le permitiera desarrollar una rápida ofensiva antes de que España pudiera traer los refuerzos anunciados a la Isla.
Puestos de acuerdo en pocos minutos, entonces llaman a Martí. Aunque este último reconocía su impericia en las cosas de la guerra, había aceptado el grado de Mayor General que le anunciara Gómez, pocos días antes, el 15 de abril. Con ese motivo, escribe —agradecido— en su Diario: «Gómez, al pie del monte, en la vereda sombreada de plátanos, con la cañada abajo, me dice, bello y enternecido, que aparte de reconocer en mí al Delegado, el Ejército Libertador, por él su Jefe, electo en consejo de jefes, me nombra Mayor General (…)».
Pero Martí es, ante todo, un defensor de los valores cívicos y, como tal, propugna la organización inmediata del Gobierno republicano como garante del poder revolucionario. Para él la guerra había sido inevitable y, por ello, necesaria, pero el sacrificio que conllevaba debía dar paso —desde el primer momento— a la constitución de la República en Armas.
A lo que se opone Maceo, quien desde el inicio de la conversación se muestra francamente partidario del mando único en el Ejército, sin las interferencias civiles que tanto daño causaron en la Guerra del 68. Él mismo ha vivido en carne propia los desvaríos cometidos por los hombres sin experiencia militar mandando a soldados en una guerra donde hay que morir o triunfar.
Sólo tras su victoria en la batalla de Peralejo —13 de julio—, el Titán de Bronce se convencería de la imperiosa necesidad de crear ese Gobierno, que tan sólo unos dos meses antes le parecía «un lujo», según notifica en carta al mayor general Bartolomé Masó, quien sería Vicepresidente de la República en Armas una vez constituida ésta en la Asamblea de Jimaguayú, el 16 de septiembre de 1895. Dos años después, Masó relevaría a Salvador Cisneros Betancourt en el cargo de Presidente.
El poder civil fue uno de los temas álgidos discutidos en La Mejorana, a puertas cerradas, entre aquellos tres grandes hombres: Martí, Maceo y Gómez. Otro pudiera haber sido las causas del fracaso del Plan de Fernandina y, en una misma cuerda de reproches mutuos, el problema suscitado en rededor de la expedición de Costa Rica, el empleo del dinero y el encargo de la misma a Flor Crombet.
Nadie sabe lo que se habló dentro, pero por el propio Martí —que escribió la frase en su Diario— sabemos que Maceo le dijo: «Lo quiero menos de lo que lo quería». Como hemos explicado antes, el Apóstol había conquistado el corazón de Antonio, visitando a su madre en Jamaica y escribiendo una de las más bellas semblanzas de Mariana Grajales, publicada en Patria. Pero el Titán de Bronce no había podido olvidar el incidente con Flor, aunque aceptara venir en las condiciones impuestas. Era como una espina que tenía clavada en el pecho.
Llegó el altercado entre ellos a ser tan fuerte, que dijeron: «Esto tiene que resolverse por otra vía, como hombres». Entonces intervinieron los demás y levantaron un acta: «Cuando Cuba sea libre, dirimiremos nuestro problema; ahora no, ahora es Cuba».
El otro tema, no menos álgido, era el regreso del Delegado al exterior, que tanto Gómez como Maceo consideraban imprescindible para la causa revolucionaria, como ya se ha explicado. Pero Martí no aceptó. De hecho, en el Diario —en el que faltan tres páginas—, está clara su idea obsesiva de marchar a Camagüey, donde la juventud camagüeyana se levantaría en armas siguiendo al viejo caudillo, ex marqués de Santa Lucía, Salvador Cisneros Betancourt, quien era como el heredero de la tradición agramontina.
En verdad, el infortunio de Dos Ríos pudo haber sobrevenido en cualquier momento, luego de que concluida la reunión en La Mejorana, Gómez y Martí continuasen su marcha con escasas fuerzas. Estaban acampados en ese sitio donde confluyen el Cauto y el Contramaestre —de ahí su nombre—, cuando son sorprendidos por una patrulla española.
Otra vez vuelve a sentir el Delegado las palabras que no le agradan, que lo minimizan, cuando el General en Jefe le ordena que se aparte, seguramente con ánimo de protegerlo. Entonces, hace todo lo contrario, tal vez recordando la reunión de La Mejorana, dispuesto a demostrar que es capaz de enrolarse en el combate, su primer combate como Mayor General.
El Apóstol cabalgaba sobre un bello caballo que José Maceo le había regalado. Éste sentía veneración por Martí, pues cuando se encontraron en Costa Rica, José estaba recién casado, enamorado, y no estaba dispuesto a marcharse para Cuba, ni siquiera con su hermano Antonio, al que adoraba. Y entonces le pidió a Martí: «¡Convénzalo usted!». Años más tarde, antes de morir, José Maceo reconocería la influencia de Martí en su decisión de pelear por la independencia de Cuba.
Enardecido por los disparos, el General en Jefe ordena vadear el río, que está crecido pues transcurría el mes de mayo. El práctico le dice que «no, por ahí no», pero Gómez insiste con duras palabras y, a su orden, descienden abruptamente por el lodazal para luego subir al otro lado del río. Sobre una planicie aguardan los españoles, cuyos tiradores reciben a la avanzada cubana con una andanada de fuego. Ya nadie sabe dónde está nadie. Martí entra en ese triángulo, apenas acompañado de un muchacho llamado Ángel de la Guardia, un maestro de escuela que lo acompaña accidentalmente.
Hay una incongruencia: el Apóstol no lleva la ropa de todos los días, la ropa de combate que se había hecho: camisa y pantalón azul, zapatos o borceguíes… Iba elegantemente vestido en el brioso y blanco corcel que José Maceo le regalara, como quien va a otro destino: chaqueta larga y oscura, pantalón claro… en su diestra el revólver plateado con cachas de nácar, regalo de Panchito Gómez Toro. Así cae Martí.
Ángel de la Guardia es el único testigo de la muerte del Apóstol y, cuando Gómez lo encuentra de regreso y le pregunta, sólo atina a responder: «Quedó allá». Entonces el General en Jefe se lanza a buscar a Martí, y después se quejará con amargura que éste no le obedeció cuando le ordenó se pusiera a su lado e hizo todo lo contrario. Son palabras duras, porque era una responsabilidad enorme que había caído sobre su conciencia. A su lado, había muerto «el Presidente», como ya algunos empezaban a llamarle, aunque el propio Martí rehusara públicamente ese nombramiento anticipado.
Con la muerte prematura del Apóstol, se torna largo y doloroso el camino de la unidad nacional. Convertido en el jefe político y militar de la Revolución, el generalísimo Gómez se traslada inmediatamente a Camagüey, adonde llega enfermo y casi solo. Allí lo recibe, entre otros, el coronel Bernabé Boza, al que luego llamarían el «Cambronne camagüeyano», en referencia al valiente subordinado de Napoleón en la batalla de Waterloo.
Por su parte, Maceo se propone consolidar los éxitos iniciales de la Campaña de Oriente y casi está a punto de lograr la batalla soñada cuando, cerca de Bayamo, enfrenta en Peralejo a una gran columna española, comandada por el ya entonces general Fidel Alonso de Santocildes, aquél del encuentro en la librería de la calle Obispo. Sorprendido, el enemigo es acorralado a tal punto que tienen que recurrir al empleo de armas blancas en el cuerpo a cuerpo.
De pronto, en medio del espantoso tiroteo, se escucha un toque de corneta y las tropas españolas comienzan a retirarse escalonadamente en medio de las alambradas de púas, los piñales y los árboles de «peritas», abundantes con ese tipo de fruto en esa zona, de ahí el nombre de Peralejo. Y es que Santocildes ha caído de un balazo en la frente. Ante tal descalabro, el propio Arsenio Martínez Campos decide tomar personalmente el mando, e intenta recular hacia Bayamo bajo el hostigamiento incesante de los mambises, lo cual logra a duras penas.
El éxito es tremendo, pero Maceo se muestra furiosamente inconforme pues casi ha estado a punto de capturar al mismísimo Capitán General. En el futuro, al recordar ese combate, el Titán de Bronce se lamentaría una y otra vez de no haber tenido consigo a su hermano José, quien se encontraba en Oriente. «De haber estado José, seguro lo hubiéramos cogido», dicen que repetía.
Pero la victoria total no se conseguiría con una sola batalla o teniendo un millón de hombres sobre las armas, sino que había que iniciar cuanto antes la invasión a las provincias occidentales, según el proyecto largamente acariciado por Gómez desde la Guerra del 68, cuando Carlos Manuel de Céspedes le había hecho reparar en esa verdad que luego demostraría con creces la historia.
Ratificados por el Gobierno de la República en Armas como General en Jefe y Lugarteniente General, respectivamente, Gómez y Maceo se aprestan a emprender la invencible campaña invasora: mientras el primero prosigue rumbo a la provincia de Las Villas, en forma simultánea sale de Mangos de Baraguá el contingente oriental que, al mando del Titán de Bronce, avanza para encontrarse con aquel otro en el centro de la Isla. En su lugar, a cargo de la jefatura del Departamento Oriental, queda su hermano José.
Si bien coincidían plenamente en la importancia crucial de la invasión, que entre otras cosas neutralizaría el tan acendrado localismo de algunos patriotas, Maceo y Gómez diferían en algunos aspectos. Así, por ejemplo, el Titán de Bronce no era partidario de la destrucción de la economía, pues creía que lo más conveniente era cobrarles impuestos a los hacendados azucareros en los territorios ocupados, tal y como él ya había hecho en Oriente.
En cambio, el General en Jefe era partidario de destruir todas las fincas azucareras sin miramientos, salvo aquellas con las que ya se habían contraído compromisos en la zona oriental. Conocedor de los teatros de operaciones y de la psicología del enemigo, Gómez entendía que a los españoles había que «sacarlos como al macao», según el conocido dicharacho: o sea, dándole candela con la tea incendiaria. Por tanto, dictó esa medida irrevocable que buscaba —entre otros efectos— el reconocimiento de beligerancia por los Estados Unidos
Cruzan la trocha de Júcaro a Morón, primero un contingente, después, el otro. Y será casi en territorio villaclareño donde se abracen los dos colosos, el 29 de noviembre, en presencia de Salvador Cisneros Betancourt, Presidente de la República en Armas, mientras los soldados corean el Himno Invasor: ¡A Las Villas, valientes cubanos!/ A Occidente nos manda el deber / De la patria arrojar los tiranos/ ¡ A la carga: morir o vencer!
Su letra había sido compuesta unos días antes por Enrique Loynaz del Castillo cuando, durante su paso por tierra camagüeyana, la tropa guiada por Maceo había acampado en La Matilde, finca perteneciente al padre de Amalia Margarita Simoni, la novia amada y después esposa del mayor general Ignacio Agramonte. Allí habían pasado su luna de miel durante la Guerra Grande, cuando era todavía un nicho apacible.
Pero tras el paso de los soldados españoles, las puertas y paredes de esa casa estaban pintorreteados de décimas ofensivas e insultos a los libertadores. Al leerlos, tocado en su orgullo, Loynaz escribe unos versos improvisados a la par que tararea una música. Entonces se da cuenta que, sin proponérselo, ha concebido un himno: De Martí la memoria adorada/ nuestras vidas ofrenda el honor/ y nos guía la fúlgida espada/ de Maceo el avance invasor (…).
Procedió entonces a cantárselo a Maceo, con el propósito de dedicárselo y que llevara su nombre. Y tras escucharlo, el propio Lugarteniente General dispuso que se llamara Himno Invasor, así como que fuera llevado al pentagrama inmediatamente por el teniente coronel Dositeo Aguilera, jefe de la banda, para que en lo adelante fuese interpretado junto al Himno de Bayamo.
Para garantizar el éxito de la invasión, en su calidad de General en Jefe, Gómez toma una decisión trascendental: ratificar a Maceo en el puesto de Comandante en Jefe del Ejército Invasor, sin menoscabo de su condición de Lugarteniente General. Pero, además, lo nombra jefe del Departamento Militar de Occidente, lo que permite al Titán de Bronce disponer la movilización y trasiego de todas las fuerzas locales de las comarcas que fueran invadidas en Matanzas, Habana y Pinar del Río.
Tres meses después habían logrado lo imposible: acercarse a las grandes planicies occidentales. Para ello han debido ganar sucesivamente varias batallas importantes, entre las que se destaca la de Mal Tiempo (15 de diciembre), ya en territorio de Cienfuegos, considerada una clase maestra del Generalísimo por el uso que dio a la caballería —en plan de carga al machete— contra los batallones de infantería españoles, armados con el mejor fusil de repetición de aquella época.
El propio Gómez, a pesar de tener unos 60 años, se lanza al ataque y logra romper el más fuerte núcleo de los españoles. Cuentan que los caballos se clavaban en las bayonetas sostenidas por aquellos jóvenes soldados que, despavoridos, tratan de huir hacia los cañaverales. Al unísono, Maceo los golpea por el flanco izquierdo repartiendo machetazos a diestra y siniestra. «¡Espantosa mutilación!», define Miró Argenter el cuadro de esa batalla en vívida crónica.
La victoria de Mal Tiempo abrió las puertas de Occidente o, para decirlo con una frase del propio Maceo, significó que «¡…entró la nave en alta mar!» En lo adelante, bajo constante asedio, en movimientos zigzagueantes, las dos columnas invasoras avanzan aplicando la tea incendiaria por doquier, al punto que el humo producido por los cañaverales incendiados por Gómez sirve de guía a Maceo para indicarle la ruta que seguía aquél, y viceversa.
Alguna vez reflexionó Gómez hasta qué punto se justificaba moralmente ese proceder bélico «cuando la tea empezó su infernal tarea y todos aquellos valles hermosísimos se convirtieron en una horrible hoguera, cuando ocupamos a viva fuerza aquellos bateyes ocupados por los españoles (…)».
Pero su duda quedó despejada cuando, en contraste «con aquellas casas palacios, con aquel tanto portentoso laberinto de maquinarias (…)», conoció la terrible discriminación, la terrible pobreza del campesino sin escuelas, sin médicos. Entonces, a la vista de tan marcado como triste y doloroso desequilibrio, exclamó: «¡Bendita sea la tea!».
Hay un momento en que los contingentes invasores retroceden y todo parece perdido. Nadie sabe qué está ocurriendo: si renuncian a continuar la marcha y se repliegan, desorganizados, hacia sus lugares de origen, o si se trata de una maniobra para desembarazarse de los heridos y enfermos. Algunos enemigos apuestan con certeza de que bajan hacia la ciénaga; otros, que buscan un camino hacia la llanura provisoria escapando del cerco y la confrontación definitiva.
Lo cierto es que se trata de una contramarcha estratégica que confunde a Martínez Campos, quien ha sido sorprendido cuando las tropas cubanas entran en la provincia de Matanzas y, ante sus propios ojos, infligen otra costosa derrota a sus hombres en el combate de Coliseo. Después de apoderarse de la red de ferrocarriles, cruzan los invasores el río Hanábana y, de ahí en lo adelante, su avance resulta imparable hasta penetrar en las comarcas de La Habana.
Pueblos como Güines, Güira de Melena, Alquízar, Nueva Paz… se rinden uno tras otro sin apenas ofrecer resistencia. En las filas enemigas comienzan los casos de deserción y muchos soldados, sobre todo voluntarios, se pasan para el bando mambí. Una pareja de exploradores de la caballería cubana se aventura hasta Marianao —o sea, hasta la misma ciudad—, y enseguida cunde el pánico al correrse el rumor de que pronto va a llegar Quintín Banderas con los «negros insurrectos amarrados con narigones».
Y si bien el general Banderas se encontraba en esa fecha en las lomas de Trinidad, no es menos cierto que Maceo acarició la posibilidad de arremeter contra ese suburbio capitalino para que el estruendo de la fusilería mambisa llegara a oírse en el Palacio de los Capitanes Generales.
En sus habitaciones, Martínez Campos enfrentaba una situación crítica pues había caído totalmente en descrédito al no poder detener la campaña invasora. Era inminente que sería relevado por un Capitán General mucho más cruel: Valeriano Weyler y Nicolau, marqués de Tenerife.
Pero era materialmente imposible intentar un ataque por sorpresa sobre La Habana, en vista de lo cual Gómez toma la decisión de retroceder con su contingente hasta las fronteras de Las Villas para asegurar en Matanzas las conquistas de la Invasión, mientras Maceo y sus hombres seguirían su avance por la provincia de Pinar del Río hasta llegar al límite geográfico de la Isla.
Nadie puede creerlo, que Maceo vaya a pasar por la parte más angosta del país, donde apenas hay 40 kilómetros entre una orilla y otra; que se atreva a cruzar el llamado estrecho del Mariel, por cuyo puerto defendido hasta los dientes están a punto de arribar miles de hombres para capturarlo. «Si lo logra será más grande que Aníbal», se escucha entre los escépticos de uno y otro bando.
Pues lo logra. Atraviesa montañas y bosques, las sierras del Rosario y de los Órganos, pequeños pueblos habitados fundamentalmente por campesinos canarios que cultivaban el tabaco, muchos de ellos profundamente españolizados, aunque de esos mismos isleños surgieron varios generales del Ejército Libertador, entre ellos Cuquillo. Éste, que residía en Cabaiguán, Las Villas, justificaba su pase a las filas cubanas con esta frase: «Serví a España por deber, y a Cuba por amor».
Cabañas, Bahía Honda, Ceja del Negro, Las Taironas, Lomas del Rubí…y, por fin —el 22 de enero de 1896— llega el contingente invasor a Mantua, en el extremo occidental de Cuba, en la antigua Nueva Filipina, como se decía a Pinar del Río, también llamada Vuelta Abajo. Desde que partió de Mangos de Baraguá —el 22 de octubre de 1895—, en 90 días, en 78 jornadas, ha desandado 420 leguas, después de sostener 27 combates y ocupar 22 pueblos importantes al mando del Titán de Bronce.
Los pinareños se sorprenden al conocer a Maceo: un hombre que no bebe, que no fuma, de trato distinguido y gusto refinado. Salen las mujeres, incluso de la alta burguesía, a saludarlo. Celebrado por las sociedades antiesclavistas en Inglaterra, Italia, América del Sur… puede afirmarse que su figura no trascendió más en el orden político por causa de los prejuicios raciales, que siempre lo persiguieron tratando de achicar su estatura de líder popular.
No más desembarcar en Cuba, Weyler se dispone implementar su plan de campaña, consistente en dividir la Isla en tres regiones que quedarían totalmente incomunicadas entre sí por dos trochas inexpugnables, situadas en las mayores angosturas que, de norte a sur, ofrece la configuración geográfica del territorio cubano: la línea de Júcaro a Morón, aprovechada ya en la Guerra de los Diez Años, y la de Mariel a Majana, destinada esta última a aislar la provincia de Pinar del Río y, por ende, a Maceo.
Este último arde en deseos de irrumpir en La Habana para sabotear la llegada del nuevo Capitán General con un golpe de efecto. Con tal motivo, se traslada ansiosamente hacia los límites de esa provincia y Matanzas, donde se reúne con Gómez. En los días sucesivos, cada vez que sea posible, mantendrán contactos personales, aprovechando el poder de desplazamiento del Lugarteniente General. No hay un solo lugar habitado de los alrededores de La Habana que éste último no visite, desafiando a los veinte millares de soldados enviados en su captura por Weyler, quien ya ha comenzado a instrumentar su infame estrategia genocida contra la población civil, a la par que anuncia una falsa «pacificación» de las provincias occidentales.
Mientras tanto, como en ocasiones anteriores, el peligro de sedición amenaza con reaparecer entre las filas mambisas. De ahí que Gómez decida ir a Las Villas y Oriente, dejando al Titán de Bronce totalmente a cargo de la región occidental. Está consciente El Viejo —como solían llamar al Generalísimo— del peligro que corre Maceo, sobre quien pronto caerán miles de hombres recién llegados de España para acorralarlo en Vuelta Abajo.
Con ese objetivo, el enemigo fortifica la línea militar o Trocha de Mariel a Majana, concentrando allí la mayoría de los batallones de campaña. El Cuerpo de ingenieros españoles levanta trincheras, cava zanjas, construye fuertes y emplazamientos para las baterías de cañones Krupp. Tratan de impedir que el gran guerrero cubano vuelva a burlar ese enclave por tercera vez.
Maceo resiste, sin dejar un segundo de pelear, porque está consciente que el destino de la Guerra de Independencia gira alrededor de su accionar en Pinar del Río, cuya supuesta «pacificación» ha sido proclamada por Weyler para confundir a la opinión pública nacional e internacional, principalmente de los Estados Unidos. Hay rumores de una posible mediación de esa vecina potencia para buscar la paz, sin que ello signifique el abandono de Cuba por parte de España.
En esos instantes críticos, el movimiento revolucionario comienza a ahogarse en profundas contradicciones relacionadas con el ejercicio de los mandos militares y la actuación del poder civil, personalizadas en la animadversión que demuestran el presidente Salvador Cisneros Betancourt y otros miembros del Gobierno hacia el mayor general José Maceo, quien decide renunciar a la jefatura de Oriente. Pocos días después, este último se lanzaría a morir en el combate de Loma del Gato.
Sin tener constancia de tan sensible pérdida, el Titán de Bronce desborda entusiasmo cuando por fin arriba la tan esperada expedición de Rius Rivera que, proveniente de Estados Unidos, ha desembarcado en la costa sur de Pinar del Río, el 8 de septiembre, trayendo un valioso cargamento de armas y otros pertrechos.
Entre los recién llegados expedicionarios se encuentra aquel joven que había acompañado a Martí en su recorrido por Costa Rica, aquel joven que esperaba su turno para sumarse a la lucha y cuya proverbial modestia le impedía presentarse como el hijo del Generalísimo. Al verlo, Maceo lo abraza efusivamente y, desde ese instante, Francisco Gómez Toro pasa a integrar el Estado Mayor del Lugarteniente General. En pocos días tendrá Panchito su bautizo de fuego al recibir un balazo en el hombro.
Pero el júbilo de aquel encuentro da enseguida paso a un silencio penoso, cuando el general Rius Rivera pone en manos de Antonio el Boletín de Guerra que reportaba la caída de su hermano José y la sentida alocución que, en su honor, había hecho el general Gómez. Al darle personalmente el pésame, aquél también entregaba a Maceo los centenares de cartas de condolencia de sus amigos en el extranjero
Recuperado de la triste noticia, el Titán de Bronce emprendió una nueva campaña con las recientes fuerzas adquiridas. Ante el éxito de la misma, impotente, Weyler decretó el famoso bando del 21 de octubre de 1896 ordenando la reconcentración de los campesinos en Pinar del Río dentro de las líneas fortificadas españolas.
No tenía otra alternativa el Capitán General que tomar el mando en persona para intentar acabar con aquel mulato desafiante que, sin lugar a dudas, había subestimado con creces. De lo contrario —tal y como sucedió— sería acusado de inactividad por la prensa española.
Maceo intenta repetidamente franquear la trocha Mariel-Majana con el objetivo de trasladarse al centro de la Isla para dirimir las agudas contradicciones que ponen en peligro la Revolución. Esa operación era muy peligrosa pues requería acercarse a los atrincheramientos españoles a menos de veinte metros, al punto que podía escucharse los «quién vive» de los centinelas, las conversaciones de los soldados…
Durante uno de esos intentos fallidos, el Titán de Bronce cayó desplomado del caballo, como muerto, pero al poco tiempo abrió los ojos. Dijo que había sido un vahído, y se lo achacó a la humedad de la noche y a que había dormitado unos minutos después de haber chupado una caña. Alguien ha especulado que el motivo fue un sueño premonitorio en el que había visto a su esposa cubierta por un velo y a todos sus hermanos muertos en la guerra.
Según Miró y Argenter, la verdadera causa del desarreglo era «la pasión del ánimo, la inquietud y el temor de que no llegaría a tiempo al teatro de las ambiciones», entendiendo por éste el manejo de intrigas que, incubadas en el seno del Gobierno de la República en Armas, amenazaban con socavar su autoridad y la del general Gómez al frente del Ejército Libertador.
Tal era la temeridad de Maceo que, horas después, al detectar por la peste de los cigarros a un grupo de españoles que fumaba en una arboleda, avanzó hacia ellos en su caballo con el revólver amartillado y les disparó dos tiros. En respuesta recibió a cambio una descarga de fusilería, varios de cuyos proyectiles le agujerearon el impermeable y se incrustaron en el muñón de su montura, sin tocarle el cuerpo.
Por fin aparece una solución: hay un patriota que tiene un bote (ese bote se conserva en el Museo de la Ciudad) con el cual podría cruzarse la Trocha sin ser percibido por la vigilancia española. Escoge Maceo a los pocos que se arriesgarán con él y, tras despedirse de sus compañeros, se marchan bajo la lluvia rumbo al mar.
El tiempo seguía tempestuoso y el fuerte oleaje hacía peligrosa la travesía. Sin embargo, el Lugarteniente General ordena echar el bote al agua, no sin antes despojar al caballo de la montura para llevarla consigo: es la misma que lo ha acompañado desde Mangos de Baraguá hasta ese instante. Pero la rompiente devuelve la barcaza con violencia a la arena. Ante la insistencia de Maceo en cruzar las líneas españolas, el patrón propone atravesarlas por la misma boca del Mariel, cuyas aguas se mantienen tranquilas.
Ahora el peligro es otro, porque la bahía se encuentra vigilada por numerosas patrullas españolas, fortificaciones y trincheras a ambos lados, además de dos cañoneros anclados en el puerto. Serían las once de la noche cuando embarcan Maceo, cuatro oficiales y los tres boteros. En poco menos de una hora atracan en el otro lado, a poca distancia de un fuerte español bien guarnecido. En sucesivos viajes —cuatro— se terminó el traslado y, ya juntos todos, se dirigen al demolido ingenio La Merced, cerca de la playa de Mosquitos. Allí harán contacto a la mañana siguiente con dos combatientes enviados expresamente a recibirlos.
Quejoso de una dolencia intestinal y con fiebre, que le hacían tomar sólo leche como alimento, Maceo necesita caballos para trasladarse pues sus piernas sufren a causa de las viejas y recientes heridas. Y cuando comienza a anochecer y todavía no han llegado los corceles, comienza a desesperarse y le sube la temperatura hasta tal grado que dice algunas palabras incoherentes.
Cansados de tanto esperar —llevaban 32 horas en La Merced—, emprenden la marcha hasta que se tropiezan con el escuadrón que va a por ellos con los caballos. A las tres de la tarde, llegan al ingenio Lucía, donde al general Maceo le esperan Perfecto Lacoste y su esposa, matrimonio amigo.
Luego de interesarse por el estado de la opinión pública, de la cual su anfitrión le ofrece pormenores, Maceo acoge con beneplácito la recomendación de éste sobre la importancia de efectuar un ataque a cualquier barrio de las afueras para dar constancia de su presencia en La Habana y poner en descrédito a Weyler. Entonces, el Titán de Bronce decide que la noche del 7 de diciembre atacará a Marianao.
Ese día amaneció radiante, despejado todo vestigio del temporal que había arreciado la noche del 4. «¿Qué día es hoy?», preguntó Maceo, y le contestó Miró Argenter: «¿Hoy?… lunes, y mañana la Purísima Concepción». Entonces el Titán de Bronce, quien era un apasionado de todo lo bello, se acuerda de una joven que había conocido en Punta Brava, once meses atrás, durante su paso hacia Pinar del Río. De esa muchacha guardaba como recuerdo, anudado a su ancho cuello, un pañuelo que ella le había regalado el 7 de enero, junto a un ramo de flores. «Pero su nombre no era Concha, sino Margarita», le recuerda su fiel subordinado para quitarle el antojo repentino de visitar a la joven con motivo de celebrarse su santo y enseñarle la bufanda de estambre.
De 450 a 600 mambises jubilosos aguardan a Maceo en el campamento de San Pedro, que, si bien no era el más adecuado, se justificaba porque iban a permanecer allí poco tiempo. Ya en su cuartel general, situado cerca de las ruinas de una antigua casa de vivienda, el Lugarteniente General puntualiza su plan de atacar Marianao y otros suburbios capitalinos gracias a las informaciones suministradas por los jefes y oficiales de La Habana. Obsesionado con efectuar ese plan, después de lo cual marcharía hacia Las Villas a reunirse con Gómez, desestima temporalmente las quejas recibidas en torno a varias desuniones que hay en el seno de las filas habaneras
Después de almorzar, pidió el Titán de Bronce que Miró Argenter le leyera en voz alta la campaña de invasión y, al escuchar una descripción metafórica sobre la derrota de Martínez Campos en la batalla de Coliseo, exclamó: «¡Eso es lo a mí me gusta: el eclipse de mi compadre Martinete en aquel cielo tenebroso, cuando aún no era media tarde (…)».
Eran casi las tres de la tarde, y de pronto se escucharon voces: «¡Fuego en San Pedro!», seguidos de una nutrida balacera que provocó total desorden en el campamento. Habían sido inexplicablemente sorprendidos a pesar de que se habían dispuesto varias patrullas exploradoras para avizorar al enemigo. Sin dudas, éstas se habían descuidado, y las tropas españolas —al mando de Cirujeda— habían seguido el fresco rastro de los cubanos sin obstáculo alguno.
Sorprendido, Maceo trata de incorporarse de la hamaca y, al no poder hacerlo, le pide a su ayudante que le tienda la mano y ordena inmediatamente que traigan una corneta para ordenar la carga. En diez minutos, él mismo se viste y ensilla su caballo, tal y como acostumbraba a hacer en víspera del combate para estar seguro sobre los estribos.
Marchan junto al Titán de Bronce los generales Pedro Díaz y Miró Argenter; los coroneles Alberto Nodarse, Sánchez Figueras y Charles Gordon, el norteamericano de complexión robusta; sus cuatro ayudantes y el comandante Juan Manuel Sánchez, con una pequeña escolta hasta completar 45 hombres. No va en el grupo Panchito, a quien se ha ordenado permanecer en el Cuartel General por tener el brazo en cabestrillo a causa de la herida recibida en el hombro.
Aprovechando el factor sorpresa, el enemigo se ha parapetado detrás de unas cercas de piedra que le ofrecen sólida protección y desde allí dominan con su fusilería el espacio abierto que los separa de los mambises. De ahí que Maceo decida realizar un movimiento envolvente por ambos flancos para desalojarlos de ese parapeto y batirlos en el potrero aledaño. Pero una cerca de alambres se interpone, tratan de abrir sus portillos y ello le impide llegar a paso de carga hasta las posiciones españolas. La maniobra es descubierta y ocurre el fatal desenlace.
Pero dejemos que sea el general Miró Argenter quien relate ese duro momento, del cual fue testigo: «Delante del General, pero a muy pocos pasos de él, iba el brigadier Pedro Díaz con doce o quince hombres. Al lado de General, el que ahora describe este cuadro, a la derecha de él, porque al flanquear la cerca de piedras, la casualidad lo puso a la derecha del caudillo, y hacia el mismo lado la pequeña escolta de Juan Manuel Sánchez. En la faena de abrir más los portillos, los restantes combatientes que seguían a Maceo, quedaron atrás, pero a corta distancia: veinte o treinta varas. El general, observando la postura del comandante de la escolta, le dijo, tocándole con el machete en el hombro: ¡joven, hágame cargar a su gente! Y enseguida: ¡General Díaz, flanquee por la derecha. Una valla de alambre nos separa de los soldados españoles: ¡Joven —volvió a decirle a Sánchez— piquen la cerca! Y mientras éste se desmontaba, y con el diez o doce hombres más, cayéndole al parapeto de alambres, un aguacero de proyectiles no dejó terminar la faena. El general acababa de decirnos apoyando la mano en que sostenía la brida, sobre nuestro brazo izquierdo: ¡Esto va bien! Al erguirse, una bala le cogió el rostro. Se mantuvo dos o tres segundos a caballo; lo vimos vacilar: ¡corran que el General se cae! —gritamos cinco o seis al mismo tiempo—; soltó las bridas, se le desprendió el machete, y se desplomó. Cayeron también doce hombres de la escolta de Sánchez. Los españoles arreciaron el fuego para disolver el grupo, comprendiendo que allí ocurría algo muy grave e inesperado (…)».
Levantan a Maceo, moribundo. Le dicen, tratando de animarlo: «¿Qué es esto, General? ¡Eso no es nada! ¡No es nada!» Hasta que expira, y ya muerto, otro balazo le da en el pecho. Bajo el fuego incesante, ahora tratan de levantar el cuerpo, pero resulta imposible. Abandonan el cadáver y regresan al campamento, llevando la infausta noticia.
Al conocer el hecho, en el paroxismo del dolor, Panchito parte hacia el lugar. Junto al médico Máximo Zertucha tratan de levantar el cuerpo exánime, pero el primero recibe un tiro en la costilla derecha que lo desploma. Cae también el cadáver de Maceo y, sobre ellos dos, el caballo. Herido de gravedad, el hijo del Generalísimo tiene tiempo aún de escribir una nota que será como el epitafio de ambos:
«Mamá querida,
»Papá; hermanos queridos:
»Muero en mi puesto, no quiero abandonar el cadáver del general Maceo y me quedaré con él. Me hirieron en dos partes. Y por no caer en manos del enemigo, me suicido. Lo hago con mucho gusto por la honra de Cuba.
»Adiós seres queridos, los amaré mucho en la otra vida, como en ésta. Su Francisco Gómez Toro.
»En Santo Domingo. Sírvase, amigo o enemigo, mandar este papel de un muerto».
Él intenta el suicidio, pero no lo consuma; cae desvanecido. Al cabo del tiempo, una patrulla española se acerca a desvalijar los cadáveres: las botas, las polainas… todo lo que consideran valioso. Rematan a Panchito y se esfuman, llevando consigo varios objetos personales con las iniciales A.M.
En el seno de las tropas cubanas cunde el desánimo. Pero un joven, Juan Delgado, del Regimiento Santiago de las Vegas, que era un rebelde con causa, que no quería que lo mandara nadie y que solamente obedecía al General, se impone a gritos y convence a los otros que hay que ir a rescatar el cuerpo del héroe. Y en un lugar muy cerca de allí, la noria, encuentran los cadáveres. Recibirían como recompensa el fragmento mayor de la camiseta ensangrentada del Titán de Bronce; la otra parte sería enviada al general presidente Salvador Cisneros.
Los cuerpos fueron lavados, velados esa noche, y se tomó la decisión de que había que encontrar un lugar donde esconderlos. Durante esa madrugada —era tiempo breve— atravesaron prácticamente la provincia y llegaron a Santiago de las Vegas, que era el lugar que conocían, y allí, en un lugar alto, desde el cual se ve toda la comarca, pidieron a Pedro Pérez y a sus hijos —campesinos pacíficos y honrados— que les dieran sepultura. Nadie supo nunca ese secreto.
Ahora tenemos este monumento a los que juraron guardar silencio: un yunque hermoso dedicado a Antonio Maceo y a Francisco Gómez Toro, su ayudante, símbolo de la juventud cubana. Quizás sea éste el monumento más hermoso, quién sabe, que tiene Cuba.
Cae la lluvia nuevamente como reafirmando estas palabras mías, que siempre serán pálidas y en las cuales pueden escucharse incoherencias e inexactitudes propias de toda improvisación, pues he querido trasmitirles el recuerdo emotivo de una vida y de una gesta.
Llueve y se mojan una vez más las estrellas y los distintos recordatorios del nuevo monumento. Yo recuerdo siempre el primitivo, ese obelisco donde dos figuras estaban representadas abrazándose en la hora final: Antonio Maceo Grajales y Francisco Gómez Toro. Tenían apenas 51 y 21 años de edad.
Compartir