Eusebio Leal Spengler ~ Historiador de la Ciudad de La Habana ~
Por: Eusebio Leal Spengler
Dicen que nunca segundas partes fueron buenas.
Recuerdo que en una Convención del Turismo, – un poco intrusivamente porque no es el campo de mi especialidad, pero sí el de mi memoria personal -, traté en mi conferencia el tema de la necesidad y urgencia de desarrollar, en nuestra acción de hospitalidad hacia las personas que nos llegan de otros sitios de Cuba y de cualquier parte del mundo, el carácter cubano de nuestras ofertas.
Esto no quiere decir de ninguna manera que se desconozca el valor universal de la gastronomía, ni se desconozca que el carácter insular de Cuba ha promovido y ha permitido que lleguen a nosotros influencias de todas partes del mundo, que son positivas y se incorporan de manera natural al qué somos y al qué queremos ser.
Cuando se habla de lo cubano, surge la duda de qué es lo cubano. Y partíamos de los componentes fundamentales de nuestra alimentación. Algunos tenemos cierta idea a veces preestablecida de lo que fue la dieta o el consumo de determinados pueblos antiguos del mundo.
Voy a referirme a la civilización clásica, quiere decir al mundo greco-latino, que es una de las fuentes de nuestra cultura. Los romanos, por ejemplo, tenían un gran problema: a pesar de su enorme expansión por el Oriente, carecían de algunos condimentos fundamentales y de algunas formas modernas de la alimentación como, por ejemplo, del vino mismo. De ahí que generalmente se requería la presencia de un licuador para aclarar un mosto, que es lo que los romanos preparaban, un caldo espeso, que era el fruto de una vid que no tenía las mismas características de la actual –es la misma, pero la actual ha evolucionado— y necesitaban que, con una varilla de cristal, los sommeliers de la época preparasen al gusto del cliente, del patricio romano que podía permitirse esto, o de los contrayentes en una boda, el vino para ellos. De ahí que se usasen enormes ánforas de barro, que se encuentran dispersas por todo el Mediterráneo, en algunas colecciones, entre ellas la nuestra; en el gabinete arqueológico se muestra una de estas ánforas milenarias en las cuales venía el vino.
Se dio el caso de que los fenicios, en su comercio mediterráneo, y también los romanos después en el sur de España, preparaban, teniendo como elemento fundamental una sardina que elaboraban en salmuera, una especie de escabeche; plato que preferían por sobre todas las cosas. Se recorría todo el mundo del Mediterráneo nada más que para probarlo allí en Gabón. Algunos consideran que se trataba de una anchoa preparada en salmuera; un plato delicioso.
Lo cierto es que existen muchos condimentos que conocieron los antiguos. Por ejemplo, Alejandro Magno, en su aventura a la India, supo de la existencia de los condimentos que hacen famosa la mesa de la India y de las distintas naciones y culturas que integran ese gran país. Quiere decir, siempre estamos ante una síntesis del conocimiento culinario y gastronómico en todas partes.
Si escogiésemos algún país de nuestra América con una mesa premiosa de productos muy originales, iría en primer lugar a México, cuya gastronomía es imponderable; incluso para nosotros a veces, cuando logramos vencer el tabú a ciertas cosas, que lo tenemos. Por ejemplo, a los cubanos no les gusta comer ni comen, y botan con desprecio, la cabeza de la langosta, que en Europa es lo más preciado; siempre y cuando la langosta sea fresca. Y en España, cuando se va a comer una centolla, ese gran cangrejo, resulta ser que se abre el carapacho y todo el contenido del cuenco del crustáceo se prepara, se condimenta y así se sirve. Debo confesar que es delicioso.
Nosotros pasaríamos días, si sabemos el arte –tal y como se interpreta en Cuba— de cocinar cangrejo criollo, en la labor ímproba de limpiarlo, prepararlo y hacer una cangrejada cubana, como se comería en Cárdenas, o se comía en el mercado antiguo de La Habana.
Volviendo a la antigüedad, encontramos los ricos condimentos del Oriente y en México, resulta ser que comen los huevos de determinadas hormigas. En los restaurantes más prestigiosos de la nación azteca, una vez al año y en algunos lugares muy específicos, se hace ese plato incomparablemente delicioso con los huevos de esas grandes hormigas. Es una tradición prehispánica. Y se les llama escamoles, que es como se nombran estos huevos.
También comen algo que despreciamos nosotros, que lanzamos con asco al basurero cuando hay maíz tierno y vamos a deshojarlo; esa parte negra que es el hongo del maíz.
En México hoy hasta se enlata y debo decir que el hongo del maíz es uno de los platos más deliciosos de la cocina mexicana.
Otros pueblos antiguos comen los saltamontes, los grillos y uno puede ser invitado en alguno de ellos, como en Michoacán, a comer un plato enorme de grillos fritos; como en algún lugar de La Habana se pueden comer pechitos o cabezas fritas de camarones, que en otros lugares se botan al basurero.
Pero no sólo eso: tienen infinitas variedades de maíz, infinitas variedades de calabacines. Comen con deleite las flores de la calabaza; nosotros ni siquiera nos imaginamos eso. Uno va al Mercado Nuevo en México, e inmediatamente encuentra las montañas de flores amarillas para preparar un caldo delicioso, o un rebozado de las flores de la calabaza.
¿Y qué decir del universo de los dulces mexicanos?
Podemos atravesar el continente, y nos vamos a Lima, en Perú. En todo el mundo, la comida peruana es hoy un suceso, y los grandes chefs de Perú son acogidos entre los más significativos.
¿En qué se basa ese éxito? Bien, existen una mezcla de elementos, como en México, donde por vez primera el hombre europeo, quiere decir el conquistador, encontró por ejemplo el cacao puro. La cocoa pura, como se tomaba, era amarga, y fueron las monjas en los monasterios las que, agregando leche, canela, almendras molidas, construyeron las diversas variedades de chocolate, todas las que uno quiera comer, y que se pueden consumir, digamos, en Oaxaca, donde hay tiendas especializadas que, al gusto del consumidor, preparan la mezcla del cacao con la canela, con las almendras o con lo que sea.
En Perú, una influencia china modificó la comida y creó la chifa, la más deliciosa interpretación de la comida china en esa latitud del mundo y que los chinos ni se imaginan. Son los chinos los maestros de la cocina peruana, en su mayoría de segunda o tercera generación, como son los japoneses en Lima o en Sao Paulo en Brasil, donde en sus grandes barrios sirven los platos que se han mezclado con la comida indígena.
Ingredientes en nuestros días universales, hace cinco siglos no se conocían. Por ejemplo, el tomate, que es de Centroamérica; el ají, que proviene de la meseta mexicana; el maíz, que es americano; la papa, que es del Perú; el cacao, que es americano. Todo eso enriqueció la mesa europea; y de entre todos ellos, dos fundamentales cambiaron la historia: la papa y el maíz.
Nosotros somos productores de papa. En el Valle de Güines se producen dos cosechas anuales de ese delicioso tubérculo. Sin embargo, en el Perú se cuentan por cientos las variedades; existe un instituto de investigaciones dedicado a la papa. Y es que los antiguos andinos, como no tenían forma de conservarla en el frigorífico, la deshidrataban sobre la base de un proceso de congelar y descongelar, y la convertían en chuño, que son esas papas ennegrecidas o blanquecinas, que vienen como petrificadas cuando entran en contacto con el agua clara y no contaminada de la montaña.
Ellos preparan otro plato sabroso con el chuño y otros elementos, como la carne y la grasa de la llama, – el más grande animal de su género que existía en el continente.
Nosotros no tenemos acceso a la llama, pero sí a la papa. Resulta que en el Perú fue grande la influencia china, y la chifa, lo mismo para el desayuno que para la tarde o para la noche en la cena, es fundamental.
En China no imaginarían, fundamentalmente los cantoneses, que sus arroces tan severos y perfectos podrían haber sufrido una modificación tan extraordinaria como la que atravesaron, en su paso hacia América.
El arroz frito tal y como se consume en La Habana, como nos gusta, no se conoce en China. Es nuestro gusto. Y el nuestro no se parece en nada al de Perú, porque carece del condimento fundamental que los peruanos utilizan esencialmente en sus comidas y que a nosotros nos es bastante ajeno: el culantro o cilantro. De tal suerte, uno puede llegar a una cocina peruana, con los ojos cerrados, y por el aroma de cilantro ya sabe que está en el Perú.
Con el trazado culinario podemos construir la historia de la humanidad.
Se dice que Cristóbal Colón realizó su viaje buscando una ruta más corta para llegar a la India. Y es que los venecianos se habían atravesado en el camino, en la ruta de las especias y controlaban el comercio en todos los enclaves de la zona mediterránea y más allá. El viaje de Colón trataba precisamente de desbancar ese monopolio veneciano de los condimentos y de otras tantas cosas más. ¿Qué buscaban? La pimienta, el laurel de la India y otros condimentos que solamente eran propios de aquella zona.
En Egipto, recuerdo que en los grandes mercados se vendía lo que es precioso para la comida árabe, que evoca el paso de las caravanas por el Oriente, y que se hace más sutil y precioso todavía en España. ¿Cómo se llama el frasquito que venden en los aeropuertos? El azafrán, como le llaman los italianos, el zazafrán.
Se dice que Marco Polo, en su largo viaje a la India, llevaba como regalo y presente tabletas de azafrán, que las iba obsequiando y enloquecían a los orientales cuando descubrieron lo que era tan importante para la Turquía moderna, la España toda y el mundo; a tal punto que el azafrán tiene precio de oro en el mercado. Se pasa un trabajo tremendo para sacar los pistilos de la flor y poder reunir un gramo de azafrán.
De ahí la importancia de la comida, ¡la importancia tremenda de la comida!
Cuando era niño, se hacía un cuento en la escuela: un rey tenía tres hijas, y les preguntó a las tres ¿cómo me quieren? Y se paró una, que era mística, y le dijo: “Yo te amo como a la música.” Y él le dijo: “Es maravilloso, es un sentimiento muy elevado, verdaderamente me amas mucho.” Le preguntó a la segunda: “¿Y tú cómo me quieres?” Y ella le dijo: “Yo te quiero como a la belleza de los campos, como a las flores.” Y él le dijo: “No hay nada más hermoso que la naturaleza, me amas mucho.” Y habló con la tercera, que era la que se ocupaba de la intendencia del hogar, y le dijo: “¿Y tú cómo me amas?” Y ella le dijo: “Te amo como a la sal.” Y él dijo: “¡Qué vulgaridad, qué horror! ¿Cómo es posible que me compares a mí con lo más vulgar que existe, con lo que está metido en cuencos en la cocina, con lo que traen los pescadores de la orilla del mar y de lugares remotos? ¡Ordeno que se quite la sal del reino, que desaparezca la sal de las cocinas, que se eche al mar la sal, y que se devuelva a su elemento!”
A los pocos días, el reino entró en crisis: no se podían conservar las carnes porque no había refrigeración, la comida era insípida a pesar del esfuerzo de los cocineros. Hasta la propia Sagrada Escritura, en un determinado momento, señala que la sal es el elemento esencial, y que si se elimina la sal, se quita la sal de la vida.
Si eso es verdad, apreciamos entonces por qué en el mundo moderno, entre otros comercios que llamaríamos exquisitos, o para emplear un lenguaje internacional establecido, un comercio gourmet, se habla entonces de los distintos tipos de sales que vienen de las montañas, de ciertas remotas cuevas del Tíbet, o de la sal del Atlántico, que dicen es maravillosa; las sales cristales, que prefieren los maestros de cocina para sazonar las carnes, más pura y deliciosa que ninguna otra.
Por ahí anda la cosa, todo ese largo viaje, que es para llegar a nosotros y hacer la pregunta: ¿Qué es la cocina cubana? Dice uno: “Los cubanos no podemos comer sin arroz.” ¡Y tiene razón, a los tres días entramos en crisis, dondequiera que estemos, si no hay arroz! Si estamos en Italia y subimos a la Lombardía, nos encontramos que allí tenemos un placer, porque allí está el risotto milanés, que usa el arroz como elemento: riso-arroz. ¡Pero hasta ahí! De ahí para abajo, a los italianos, pueblo tan singularizado por su gastronomía, no puede faltarles en la mesa ni el parmesano, ni el aceite de oliva. Por eso un restaurante de mucha clase no se puede permitir el lujo de poner otro aceite que no sea extra virgen, sea español o griego o turco o italiano.
No voy a descubrir mi preferencia para no ofender, porque me encanta el aceite de oliva, y es fundamental. Cuando éramos niños, repito –vuelvo de nuevo a la memoria–, no faltaba en la cocina de los pobres una latica de aceite Carbonell. ¿Para qué era? Para los dolores de estómago: una cucharadita de aceite de oliva puro, o para los frijoles negros, que era indispensable también una cucharadita. Lo demás era lujo y había que resolverlo con el aceite de girasol, magnífico; todavía aquí está la fábrica, con su gran torre de ladrillos, cuando uno cruza el Puente de Hierro.
El arroz, sin el cual no podemos vivir, no es cubano. Llegó por dos caminos. Se dice que el Virrey, Capitán General de Santo Domingo, Nicolás de Ovando, Comendador de Lares, ordena que se plante el arroz en La Española, y esa es una vía para llegar el arroz al continente. La segunda, viene por el galeón de Acapulco, que ya en el siglo XVI desembarca en ese puerto y pasa por todo México hasta Veracruz, La Habana, Sevilla. Es el arroz que viene del Oriente, de Filipinas y la China.
En las Filipinas estaban los sangleyes, los chinos que eran llevados especialmente a ese sitio para desarrollar distintas artes: el bordado de los mantones que llamamos de Manila, que son los mantones de la China; los rugosos marfiles y también los que plantaban el arroz.
El arroz se convirtió entonces en parte de nuestra dieta. Y efectivamente, los cubanos no podemos comer sin el arroz oriental, que los árabes cultivaron en España, fundamentalmente en la huerta valenciana. Por eso los valencianos tienen como elemento fundamental su paella y arroz en todas sus variaciones, aunque la más deliciosa, la más apreciada, además de la de conejo, es la paella con los caracoles de la albufera, a las puertas de Valencia ciudad.
También nosotros miraríamos con mucho reparo los caracoles; los tenemos en Cuba, pero no los comemos, no nos gustan los caracoles. Y esos prejuicios fueron retirados cuando el hombre necesitó, por grandes carestías, por guerras, revoluciones, sitios, bloqueos, hambrunas, comer de todo. Como se decía de China: todo lo que vuela menos el avión, y todo lo que anda por tierra menos el tren, se come. No estoy haciendo un llamamiento a lo que otros podrían considerar detestable, pero estoy hablando con claridad de lo que hay.
El segundo elemento: los frijoles negros. En esa simplificación de lo cubano, se dice: “Lo cubano es arroz y frijoles negros.” Así que el frijol negro es también americano. Pero como todo en nuestra América es diferente, en Venezuela se llama caraotas; en Cuba, frijoles. Arroz y frijoles negros. Ese frijol lo conocieron los conquistadores en México, en el mercado más organizado jamás imaginado, visto precisamente en aquel año auspicioso de 1519. Hernán Cortés, en México, asiste a la visión de la ciudad de Tenochtitlán, que le recuerda Venecia a los conquistadores que habían estado en Italia con el gran capitán, como también el palafito sobre las aguas les recuerda a los que llegan al Lago Maracaibo, aquello que vieron en torno al puente de Rialto en Venecia, y por eso le llamaron a esa parte una Venezuela, que es un término peyorativo, “una especie de Venecia”, Venezuela.
De esas confusiones surgimos, somos el fruto de ellas. Esta sala es un gran plato de arroz con frijoles. Y esa es Cuba.
Falta un elemento fundamental. Algún cocinero se asombra cuando le pido sencillamente un plato delicioso, elemental, esencial: arroz blanco del bueno, de grano largo, con un gran huevo frito arriba. Ya la calidad del huevo, que sea de Pitu de Caleya, como dicen los asturianos ─quiere decir pollo de corral–, o criollo, como decimos en Cuba, o un huevo uniforme, igualitario, y punto. De todas maneras, olvidada ya la comparación, el que existe, que me comí ayer, me parece delicioso.
Entonces, arroz blanco, frijoles negros y huevo.
Aquí no había gallinas; los huevos que comieron los indígenas eran los de las aves migratorias. Pero la gallina viene con los castellanos. Si los primeros 36 caballos se plantaron hace 500 años ─como decía el periódico hace unos días─ con la caballería que bajo la bandera de Castilla trajo a la isla a Diego Velázquez de Cuéllar, la gallina vino con ellos o detrás. Y desde luego, el gallo jerezano, que trajo también con él la tradición de la pelea de gallos, la lidia pequeña, que es la suerte nuestra, que ya los árabes cultivaron y cuidaron.
En Italia, por ejemplo, dentro de un mes más o menos ya los gallos están gordos, porque es necesario comer el capón, quiere decir, un gran gallo engordado y capado, el gallo capón que es el que se come por Navidad en todo el norte de Italia. Nosotros no comemos el gallo, nos parece demasiado duro e ignoramos la maravilla de su carne.
La gallina de Castilla trajo el huevo que conocemos, y atrás desembarcó la gallina de Guinea, cuyos huevos no gustan mucho porque son pintados y además dicen que son un poco más duros. Los he comido, y me parecen, como los de pato, excelentes, pero el más mórbido, el más agradable, es el huevo de la gallina castellana. Ninguna de las tres cosas que he mencionado son cubanas.
Y por último, una costumbre muy cubana es incorporar lo dulce a lo salado, cosa que también hacían los árabes con sus deliciosos platos. Por ejemplo, postres árabes: colocaban las naranjas dulces con aceite de oliva –quién lo diría–, con un poco de lo que llamaríamos nosotros un buen vinagre, más bien un vino seco, o un vino de jerez que usaban los árabes, y ponían, además, miel de abejas, y con eso comían. ¡Delicioso! Nosotros pondríamos un platanito manzano, arqueología cubana que solamente puede
encontrarse en algún punto de la carretera en una u otra dirección.
Los niños más pequeños no están acostumbrados al deleite de un platanito manzano, que los chinos vendían a tres por un medio. Tres por un medio un platanito manzano, y era el deleite supremo: frijoles, arroz, huevo y un platanito.
Pero falta el elemento de los elementos: el ave nacional. ¿Quién es el responsable de eso? Cristóbal Colón. Los italianos lo llamaron il maiale, pero tiene muchos nombres: el chancho, el cabeciagachao, el cerdo –que es su nombre–, el puerco. Ah, y algo que no comemos en Cuba, salvo en algunos lugares, porque somos muy humanitarios y nos da espanto, nos parece un crimen: el lechoncito que está mamando todavía y tiene a lo mejor veinte libras.
El verdadero lechón, el que Cándido rompía con un plato de porcelana allá al pie del puente romano en Segovia, es ese, o el que ha hecho célebre a Botín de Cuchillereos, citado en las novelas del siglo XIX, donde, si se juntasen todos los lechones que han sacrificado, habría que hacer un puente o una manifestación de lechoncillos desde España hasta cualquier punto del continente americano.
Cristóbal Colón introduce en Santo Domingo la primera pareja de cerdos, comprados en el mercado de Sevilla, que gracias a Dios se multiplicaron. El puerco marca inclusive en Cuba el valor del dinero. ¿A cómo está en pie? Responden: está a 27, y ese es el valor del dinero, el precio en el mercado. Porque es fundamental en nuestra comida.
En las plazas más lindas de Roma, están los sardos que vienen trayendo sus lechones, que los cocinan completos, redondos, en puyas, los desvisceran, los limpian y hacen algún arte particular que les permite asarlos y allí uno lo compra en ruedas grandes, il maiale. Y después están todas las formas con que se ha cocinado en Cuba, pero es plato de los cubanos, y ya vemos que lo trajo Cristóbal Colón.
Por eso, el término o concepto de lo nuestro es lo universal; la patria es una, pero el concepto de patria es americano y universal. Dije en aquella conferencia: ¿qué seríamos sin el maíz? Lo que pasa es que lo hemos olvidado. Es el gran desterrado de nuestra cocina, no hay un guiso de maíz, no se puede comer una buena fritura de maíz que no sea mantecosa, ni una tortilla de maíz… lo sabroso que es comer un tamal, sea en hoja o en cazuela. Pero cuántas variaciones hay del tamal y la cazuela. Habría que ir a Baracoa en Cba o Michoacán en México para ver ese maíz en leche, blanco, del cual se hace el puche, y que sirven con leche y cuajadas de queso.
Los platos del maíz son incontables: el atole para los niños, el maíz poxole ─que ya lo está diciendo su nombre, es mexicano─, el majarete, el tamal en cazuela, el tamal en hojas, el tamal con cerdo o con puerco, el tamal con cangrejo.
Y no vamos a pedir ahora que todo el mundo diga que solamente nos dedicaremos a cocinar lo cubano, porque haríamos impopulares nuestros restaurantes, aun para nosotros mismos. Pero aquí sí tienen que existir, y muchas veces lo he repetido, lugares donde la especialidad se cultive y donde se convoque a certámenes anuales de cocina, dándose cita los mejores chefs y cocineros que preparen los platos cubanos ancestrales.
Recuerdo la ceremonia que se hace con lo que sobra del cerdo al día siguiente de Navidad o de Año Nuevo. A eso se le llama hacer la montería. Algo muy español y que viene de Extremadura donde, cuando se produce la matanza de los animales se da un verdadero festejo. Como en nuestra antigua casa en el campo estaban las señoras limpiando con un cepillo las tripas y preparando la sangre del cerdo en la cazuela de hierro condimentada con clavos, aceitunas y todo lo inimaginable para preparar morcillas, butifarras…Todo se utilizaba, ¡absolutamente todo!
Muchos no conocen siquiera lo que es un buen plato con patas de cerdo, ni saben que la mejor gelatina se saca de las patas del cerdo. En algún restaurante nuestro hemos preparado el queso de cabeza, que es el fruto de la cachetada del cerdo, de las patas, y de todo aquello.
No es solamente asar el cerdo, porque a veces lo asan y el pellejito, que es lo que más les gusta a los cubanos, se pone blando. ¿Y por qué razón en Ecuador, en México, en cualquier lugar, uno ve con un bombillo por la noche solo la piel colgada, crocante, y uno llega y dice: “Deme una peseta” y vienen con un cuchillo y le cortan un chicharrón.
El arte de cocinar, el arte de condimentar adecuadamente gusta tanto a los cubanos, que nosotros establecimos una tienda en el Centro Histórico, precisamente en el edificio que evoca al mercado del Oriente, y allí van las personas a comprar los condimentos a granel. Y hay que ver cómo vienen las señoras para comprar tres hojas de laurel, o un gramo de comino, o una pimienta blanca que, como decía el maestro Gilberto Smith no debe ser nunca pimienta negra, sino pimienta blanca.
En Turquía se encuentran los pimenteros, en los cuales se compra la pimienta de todos los colores: roja, verde, blanca, negra, gris; pero la nuestra debe ser blanca, dado el clima de Cuba, y porque en Cuba no se come casi nada enchilado, salvo el enchilado de langostas y camarones.
En Cuba no suele comerse mucho el picante, y eso tiene su explicación quizás en el clima húmedo, vaporoso y por las consecuencias posteriores que tiene el picante en el sistema digestivo. Pero todavía, en algunos lugares, sirven algo cubano y dicen que es picante. Por lo general los cubanos cuando piden picante, piden tabasco o un ají picante muy fuerte que se da en nuestras tierras.
No cabe la menor duda de que todo lo tenemos que estudiar, y hay cosas esenciales de la comida popular cubana que no se encuentran en ningún lado. Por ejemplo, una minuta, un bistec bien empanizado, algo tan sencillo como eso, que es comida casera cubana. Y así podríamos confeccionar una colección.
Exactamente igual sucede con los postres. No hay excusas para no tener un buen boniatillo en un restaurante como un plato hasta elegante, porque lo que ayer como el bacalao, fue popular en el mundo, hoy es comida de ricos. Por eso, ¿a quién puede ofenderle, si hay un buen boniatillo con polvo de canela, bien puesto en un lugar, y con una cáscara de naranja para saborizarlo? ¿Quién que venga del norte de España, de Asturias fundamentalmente, puede no agradecer un arroz con leche cubano? La crema catalana se diferencia de nuestra natilla, porque la nuestra es más ligera. ¿Y dónde puede encontrarse, a pesar de que tenemos la guayaba cotorrera, un buen postre de cascos de guayaba con un queso fresco? Todo eso virtualmente ha desaparecido.
¿Dónde encontrar un buen dulce de naranja, o de cidra? Entonces, si esto es así, tenemos que trabajar, retomar los recetarios de la cocina casera cubana, escuchar el consejo de los sabios. Los tenemos entre nosotros. Ellos han trabajado sin descanso para que la comida cubana prevalezca y para que incorpore a ella, lo que de todas partes del mundo llega y se convierte en algo maravilloso.
Alguien me preguntaba el otro día: ¿cuál de todos los crustáceos usted prefiere? Le dije: Yo prefiero, por sobre todas las cosas, lo que conocí como cangrejo moro, el de muela grande aunque, cuando llegaba un par de docenas de cangrejos de esos azules, que venían de Cárdenas amarrados con unos ariques y en mancuernas, mi mamá con un cuchillo grande o un machete, ahí mismo les cortaba todas las patas y las muelas, y una vez que hacía ese doloroso sacrificio para los cangrejos, colocaba todo eso para que le corriese agua y después con un cepillo iba limpiando cada una de esas piezas para quitarles la más mínima huella y contaminación del pantano. Después, abría los cuescos y separaba en agua la grasa de la excreta y sacaba la grasa flotante, la llevaba a la cazuela y ahí iba preparando los condimentos con el aceite de oliva. Luego metía dentro de la cazuela todo aquello que ya tenía separado y machacado y lo cocinaba a fuego lento durante la noche. A las tres de la mañana los cangrejos con su aroma no dejaban dormir a todo el barrio. Y al día siguiente, la comelata. Es un plato que hay que disfrutarlo en familia; los hombres preferentemente en calzoncillo y camiseta, sentados a la mesa con una cerveza, que es bebida de Cuba y con un pan bueno, ¡con un pan bueno! Y subrayo mucho este tema.
Respeto a nuestros padres que nos trajeron el pan. Uno de los monumentos más bellos que tiene Roma, desde la antigüedad, es la tumba del panadero, que reproduce un horno de pan. Está en la principal oración y en la única que enseñó Jesucristo: Panem nostrum quotidianum da nobis hodie, “El pan nuestro de cada día dánoslo hoy”, pero por favor, que sea un pan que no se ponga verde al segundo día y que cuando se corte no se convierta en polvo, porque las migas hay que utilizarlas para la salsa, sin pena ninguna.
La Reina de Inglaterra en su protocolo no podrá hacer eso, pero a mí me encanta coger la miga del pan y limpiar el plato con la salsa que me gusta y comerla, o ponerle al pan aceite, un pedazo de ajo y con un poquito de sal buena.
Nuestros padres españoles nos trajeron el pan, pero no hay derecho a que algunos sigan todavía tratando de importar de España pan congelado para hacerlo en Cuba, lo cual me parece una aberración. Aquí se trajo a un panadero gallego, de pueblo, que lloró porque nunca había estado en un hotel, y estuvo días dando las clases. Finalmente, me mostró el fruto de su trabajo, e invitó aquí a muchos compañeros a comer aquel pan, y era un pan maravilloso el que preparó. Y le dijeron: “No, no, porque hace falta la harina cero uno…” Y él dijo: “Yo nunca he conocido esa harina allá donde estoy. ¿A qué hora empiezan a trabajar ustedes en la panadería? Porque en el pueblo de donde yo vengo, que es un pueblo de la provincia de Orense en Galicia que se llama Feá, donde se hace el mejor pan del mundo y a las cuatro de la mañana todo el pueblo huele a pan, no hay forma de conseguir una libra de pan durante el día porque ya está todo encargado. Vienen de todas partes de Galicia para buscar el pan en casa de María, de Antonia, de la que sea, y se llevan las hogazas de pan, las mismas que los labradores cargan al campo para cortarlas con el cuchillo y comer la comida que les toca.
Recuerdo que allá arriba, en las montañas españolas, preparaban en cuencas el morteruelo, que se hace con el hígado, los riñones, el corazón, que es lo que podía comer el labrador, pues el conejo bueno era el plato de la mesa del señorío. Preparaban el morteruelo, y ese morteruelo se untaba al pan.
Hay que hacer el pan, y para eso están los hornos de pan de San José, que son los mejores y más antiguos de Cuba, hechos por el maestro Ricardo Soler, que vivió todavía para disfrutarlos restaurados.
Recuerdo las muchas pruebas en que nos presentaron el pan con su tirita de hoja de plátano, como tiene que hacerse según la tradición cubana. Y que cuando se rompa el pan esté humeante, como estaba en la famosa Esquina de Toyo, adonde iban de todas partes de la Habana porque continuamente producían el pan fresco. Lo que sucede es que ciertas servidumbres y dependencias las ha impuesto ese espíritu genuflexo y esa permanente tabulación de lo que nos toca, lo que nos dan. Aquí, si no creamos, nos equivocamos; ¡tenemos que ser capaces de crear!
Concluyo haciendo un llamamiento para que estudiemos la cocina universal y conozcamos la comida de cada pueblo. Los norteamericanos, que están a la puerta, vienen continuamente y son nuestros clientes; llegarán por millones a Cuba cuando se levante el inicuo bloqueo. Ellos no pueden desayunar sin hojuelas de maíz porque ya eso fue inventado en Norteamérica en el siglo pasado por el señor Kellogg y a partir de ese momento no hay un solo norteamericano que pueda desayunar sin hojuelas de maíz, pero tampoco puede desayunar sin tocineta frita, quiere decir, lo que llaman ellos beicon y nosotros tocino.
Y los italianos no se pueden sentar a ninguna mesa a comer una pasta innoble que no sea su pasta bien hecha, con el tomate de América, que es nuestro privilegio. ¿Quién diría en Italia que el pomodoro es de nuestra América? ¿Quién diría en Suiza, en Bélgica o en Alemania, que viven hoy del cacao, que el cacao es nuestro, y que Ecuador es el primer productor de cacao del mundo? ¿Y que en Baracoa, de Cuba, que acaba de cumplir 500 años, la gente buena y hospitalaria, lo que le regalaba a uno prácticamente, sotto voce, era una bola de cacao después de haberlo preparado el cacao en casa? Los cubanos le hicieron un genérico al cacao llamándole péter, porque era el nombre de la fábrica baracoense que producía esa delicia.
Debemos entonces buscar lo nuestro, profundizar en lo nuestro. Estoy evocando un arte que no ha de perderse. Dentro de lo universal, lo particular; y dentro de lo particular, lo cubano.
En el mundo de la competencia que se avecina y de la que ya está, aun en nuestro país, una pequeña compañía turística como Habaguanex, solamente puede conquistar el éxito más rotundo y total en su capacidad de ser original, exclusiva y diferente.
Bolívar lo enseñó –y creo que San Martín también, la anécdota se repite–, cuando le preguntaron por dónde pasar al otro lado, le dijeron: hay un camino que llevan solo los arrieros para pasar por un puesto de montaña –estoy hablando de Los Andes, como Aníbal atravesó Los Alpes–; hay otro muy difícil, es un camino de cabreros que suben solamente a buscar a miles de metros de altura el hielo fósil que cortan en el Chimborazo. ¿Cuál es el otro camino, pensando que no nos descubran, que no nos destruyan? El otro camino no existe. Valen entonces las palabras del poeta: “Caminante, no hay camino; se hace camino al andar”. Subieron, pasaron la montaña, cayeron sobre el opresor y obtuvieron la gran victoria que libertó a América.
¡Seamos capaces también de obtener la libertad de la cocina buscando nuestro propio camino, recordando que lo más cubano es siempre lo más universal!
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