Eusebio Leal Spengler ~ Historiador de la Ciudad de La Habana ~
Palabras de Eusebio Leal Spengler, Historiador de La Habana, en la Sesión Solemne de la Asamblea Municipal del Poder Popular, por el 500 aniversario de la fundación de la Villa de San Salvador del Bayamo. (5 de noviembre de 2013).
Bayameses y bayamesas; queridos todos:
Con profunda emoción, y en la medida en que los días precedentes nos acercaban a este instante, sentí el temor que acompaña al que va a lanzarse a una aventura, pues no es otra cosa tratar de recorrer 500 años de historia.
Pero ese no será mi propósito, y tampoco conmemorar un acontecimiento notable como lo fue el poblamiento de las islas, particularmente el de las Antillas Mayores y el de Cuba, cuya segunda villa fundada, luego de la primada, Nuestra Señora de la Asunción de Baracoa (1511), lo fue San Salvador del Bayamo un día como hoy, hace medio milenio.
Como miembro del Comité Central del Partido Comunista de Cuba, al conocer el honor que me confería la Asamblea Municipal, a través de la delegación que me visitó en La Habana, me vi en la necesidad disciplinaria de solicitar la autorización a mi superior, el General Presidente Raúl Castro Ruz. La concedió gustoso, dejando para este día un lauro a mi modesta historia: el poder pronunciar estas palabras.
Quisiera comenzar con una confesión, tal vez perturbadora, pero sincera: más me emociona la historia de Bayamo y lo que aconteció después, que el suceso mismo que hoy evocamos, histórico, sin lugar a dudas, de gran trascendencia.
Y es que estuvo esta ciudad entre las primeras fundadas por los europeos en el continente americano —sobre un territorio aborigen, como en casi todos los casos—, con la presencia de una comunidad sorprendida y hasta dolorida que tuvo como precedente del arribo a las costas de la expedición conquistadora, la llegada en sus canoas de un grupo numeroso de indígenas provenientes de la vecina isla Quisqueya, la mayor después de Cuba, que hoy comparten dos naciones: República Dominicana y Haití.
Vendría también el cacique Hatuey con la noticia de lo que estaba ocurriendo allá, en sus tierras montañosas, aldeas y poblados. De alguna manera este advertía que, por su naturaleza, el choque de culturas y civilizaciones era un hecho dramático cuando ellos, los vulnerables, se enfrentaban por vez primera a la tecnología, al conocimiento de la artes de guerra, al supremo desarrollo de la maquinaria militar europea…
Todo eso traía aparejada una expansión del mundo que había comenzado con el primer viaje de Cristóbal Colón, en 1492, cuando precisamente, luego de jornadas de densa espera, se toparon con un peñón intrascendente en medio del Caribe que, sin embargo, sirvió para alentar su esperanza a tal extremo que llamaron a aquella tierra San Salvador.
Reconfortaba invocar al Santísimo Salvador después de la larga y casi mortal travesía preñada de incertidumbres, del desaliento generalizado entre la tripulación, del Mar de los Sargazos, de la creencia todavía vigente de que se abriría ante ellos un abismo infinito, porque aún las teorías antiguas sobre la redondez de la Tierra estaban por demostrarse, y este viaje sería un elemento definitorio para tal empeño.
Durante su segunda travesía, iniciada en Cádiz el 25 de septiembre de 1493, y mientras se recorrían en horas interminables los humedales del sur de Cuba, bordeando las islitas que, como jardines y jardincillos, se avistaban hasta llegar al actual poblado y Puerto de Cortés, donde desiste y emprende el tornaviaje, el avezado marino genovés consideraría a la Isla como parte de un continente inhóspito; no sentiría aquella alegría jubilosa que experimentara frente a la costa de Bariay, en la provincia de Holguín, cuando en su primer contacto con esta tierra aseverara que «… nunca tan hermosa cosa vio…».
En 1509 el gallego Sebastián de Ocampo completa el bojeo y demuestra la insularidad del archipiélago cubano, cumpliendo órdenes del bailío y Gobernador de Santo Domingo, el Comendador de Lares, Nicolás de Ovando. Pero fue su sucesor, Diego Colón, hijo menor del Almirante, el que nombrado Gobernador determina el poblamiento de Cuba y designa a Diego Velázquez, natural de una villa noble de Segovia llamada Cuéllar, para que al frente de un puñado de castellanos avance sobre la profunda y selvática Isla de Cuba.
A partir de ese momento comienza la Conquista, un sistema perfecto que debía extenderse a todo lo largo del territorio con la fundación de las siete villas que son parte del Patrimonio Nacional cubano, entre ellas San Salvador del Bayamo.
Si bien es cierto que ni Diego Velázquez ni su cruel comandante Pánfilo de Narváez hicieron méritos para erigirles en Cuba monumento alguno, sí lo merece fray Bartolomé de las Casas, un hombre que se encargó de desacralizar la conquista, de quitarle el manto y el velo de religiosidad para otorgarle su verdadero y profundo significado: dominio y riqueza.
Despojado de las encomiendas que lo hacían también explotador de indígenas, en su obra Brevísima relación de la destrucción de las Indias recogió el diálogo que sostuvieran Hatuey y el fraile franciscano Olmedo, aquel que en Yara trató de persuadirlo, en el último minuto de su vida, de convertirse en cristiano para alcanzar el bien celestial.
De entonces a acá, una leyenda sobrevuela a Yara, a Bayamo, a Granma y a todo el Oriente de Cuba: la Luz de Yara[1], esa que era precursora de los magnos acontecimientos. Se dice que esa llama inextinguible no era luz de mal, sino de bien, de promesa, de esperanza… Es por eso que Carlos Manuel de Céspedes reclama y legitima el título de Yara para su levantamiento, porque fue allí, según escribe en 1871, donde «se le arrojó el guante al enemigo de las libertades de Cuba (…)».[2]
Pero no fue solamente el final de Hatuey, sino además lo que ocurriría a Anacaona, compañera de Caonabo, quien, encadenado, es conducido a España a bordo de la flota de Bobadilla, hundida a consecuencia de una tempestad; también el destino incierto, en Cuba, de Guamá, Caciguaya, Habaguanex y otros caciques.
Sería el ya aludido testigo y defensor de los nativos quien condenaría la matanza indiscriminada de indios en Caonao, el que hablaría de las persecuciones con perros, que años después hicieron exclamar a José Martí:
«Con Guaicaipuro, Paramaconi, con Anacaona, con Hatuey hemos de estar, y no con las llamas que los quemaron, ni con las cuerdas que los ataron, ni con los aceros que los degollaron, ni con los perros que los mordieron».[3]
La realidad histórica se impone; hay hechos que son inexorables, y no podemos pretender reescribirlos o matizarlos a conveniencia; podemos solo interpretarlos y, dialécticamente, situar los acontecimientos en su momento justo, en el tiempo y en el espacio.
Mientras esto transcurría en esta latitud del mundo, ¿qué sucedía al otro lado del Atlántico? Para España terminaba la Edad Media; el 2 de enero del propio 1492 tiene lugar la rendición del Reino Nazarí —último estado musulmán en la península ibérica— y la toma de la ciudad de Granada; los judíos son también expulsados en el mes de agosto, casi en la misma fecha en que Colón inicia su viaje, el día 13; eran hechos de capital importancia.
En Italia comenzaba y se desarrollaba el movimiento renacentista: pintores, músicos, arquitectos, ingenieros, escultores, cosmógrafos, humanistas… revolucionaban la sociedad imperante. Hombres como Miguel Ángel Buonarroti, Rafael Sanzio, Sandro Botticelli, Tiziano, Donatello, León Battista Alberti… Empero, la etapa pudiera sintetizarse, tal vez, en la actividad creativa de uno de los mayores genios que vio jamás la humanidad: Leonardo da Vinci.
El mundo comenzaba a ser redondeado, y en ese nuevo panorama unos ganarían y otros, circunstancialmente, perderían. Tendrían entonces estos últimos el deber de escribir la Visión de los Vencidos, como tituló su libro el admirado antropólogo e historiador mexicano Miguel León Portilla, quien en 1959, con la publicación de esa crónica de la Conquista en su país, marcó el inicio de una nueva forma de historiografía.
El tiempo pasó y pasó…; ya en 1608, hecha híbrida la comunidad, entremezclados los españoles por pasión o por amor con las mujeres indias, emergía en la tierra ocupada una nueva descendencia. En Santiago de Cuba, por ejemplo, al pie de su Catedral, está la lápida de Miguel Velázquez, aquel joven mestizo criado en la casa del conquistador, quien en carta al Obispo Sarmiento, fechada en Santiago de Cuba en 1547, expresó: «Triste tierra, como tierra tiranizada y de señorío».[4]
Y como refiere Cintio Vitier en su memorable opúsculo Ese sol del mundo moral, esa «dolida exclamación del maestro de música y gramática (…) fue quizás el primer chispazo de conciencia moral autóctona en los comienzos de una historia dominada por la codicia y la crueldad».[5]
Paralelamente, también de esa hibridación fue naciendo, como en toda América, un nuevo lenguaje, una forma de expresión, un color de piel distinto.
Mucho antes Colón se quejaba y recomendaba a los que debían mandar provisiones, que no incluyeran pan de Castilla porque aquí se agusanaba. «Aquí tenemos un pan con que nos remediamos», advertía; era el casabe de Oriente.
Asimismo, hacían su entrada la gallina de Castilla, el toro, el buey, la vaca, la oveja insaciable, la cabra… Ingresaba el cerdo, cuya pareja compró Colón en Sevilla e introdujo en La Española; se trajeron y plantaron las primeras cepas de plátano; comenzaba el intercambio de frutos y especies a escala planetaria.
Porque resulta que lo que es nuestro es universal: el arroz venía de China por el camino de Acapulco, o de Santo Domingo, cuando no lo sembraban los árabes en Valencia, por orden de Ovando; los frijoles negros fueron «descubiertos» en el mercado en México, donde también se encontró el chocolate como moneda de cambio; el café era una referencia distante, no estaba siquiera introducido; los primeros canutos de caña que se diseminaban, viniendo de la India, Mesopotamia y quizás mucho más allá, llegaban a Sevilla primero, a Las Canarias después, luego a Santo Domingo y finalmente a Cuba. Entonces, repito, lo que hoy llamamos «nuestro» comenzó a ser fruto del encuentro con el mundo.
Por otra parte, agotados los indígenas en las minas, sufriendo por la crueldad de las enfermedades, vinieron los hombres de África, que fueron también parte de nuestra sangre y dolor. No tuvieron ni los unos ni los otros la posibilidad material de escapar hacia ninguna parte; tenían que quedarse. Alejandro de Humboldt contó cómo se dijo que algunos esclavos huían hacia el Oriente tratando de hallar una ruta que los condujera de regreso. Habiendo llegado en el vientre de las naves esclavistas y negreras, ignoraban que jamás podrían volver a la Tierra Prometida.
Ciertamente, de la España militar e inmigrante, de los esclavos africanos que fueron arrancados de su suelo, y de nuestros padres indígenas que permanecieron en estas comarcas fértiles durante milenios, se formó el pueblo que está reunido en esta sala: el pueblo cubano.
Y brotó Cuba, el sonoro y breve nombre que le dieron a Colón los que venían en una canoa, cerca de sus naves, en aguas del Caribe. No se aceptó, o no prendió el nombre de Juana, ni el de Fernandina; se llamó solo Cuba. De esa manera germinó un misterio profundo: un pueblo.
Un país es un paisaje, una patria es una aspiración, una nación es un conjunto de leyes por las cuales hay que luchar, es un estado de derecho…, es casi un sueño. Todo eso comenzó a ser acariciado.
Cuando en 1604 un pirata francés, descendido presumiblemente por algún punto de la zona costera de Manzanillo, se apoderó del obispo Juan de las Cabezas y Altamirano, fue necesario un lance, primero de los bayameses que, rescatando al prelado, llevaron consigo a un negro colosal, Salvador Golomón, quien de un solo machetazo arrancó la cabeza al despiadado Gilberto Girón. De tal suerte, en Santa María del Puerto del Príncipe —hoy Camagüey—, pero sobre un suceso acaecido en Bayamo cuatro años antes, apareció en 1608 la primera obra literaria de Cuba, el Espejo de paciencia.
Fue también este el territorio magnífico que, adornado de gentes tan particulares, fue cimentando una identidad propia en eso que llamamos con orgullo el Oriente cubano; cuando cruzamos el Jobabo, que es como el Rubicón, viniendo de las tierras del gran Camagüey que, al margen de la división político-administrativa comienza cuando se atraviesa el Jatibonico, entramos en las tierras gloriosas de Oriente, donde se alza una estrella sobre la alta montaña, tal y como lo dibujaron quienes trazaron su escudo.
¡Fueron muchos los que en estas tierras se rebelaron!; ¡fue arduo el trabajo en pro de configurar esa identidad! Papel fundamental en esa historia tuvieron el ingenio azucarero; la intensa ganadería en estas praderas; los bosques, proveedores de maderas preciosas resistentes al fuego, como el fragmento glorioso de horcón que, cual joya sagrada, encabeza hoy, junto a la espada de ceremonias del presidente Céspedes, la sesión solemne 500 años después, cuando se fue realizando el misterio de Cuba y elaborándose un perfil para esto que llamamos Bayamo, Parque Nacional y Patrimonio de la Humanidad.
No podemos prescindir de una sola parte de la Patria. Allá, cerca de Manzanillo, frente al Golfo de Guacanayabo, están las ruinas del ingenio La Demajagua, el más hermoso monumento que alzó la naturaleza en Cuba, bendecido cuando el jagüey se encargó de elevar la rueda y el haz, atravesándolos, dándoles sombra y levantando la esperanza.
Un día, cien años después, se pronunciaron allí las más definitorias palabras; pero mucho antes de aquel instante —que bien merece un punto y aparte en la recordación—, otras tantas cosas ocurrieron.
En 1797 nació aquí en Bayamo uno de los más grandes economistas y humanistas criollos. No creyó en la Revolución, es cierto; confió en la evolución y en el paso del tiempo; estudió profundamente la esclavitud, el drama de la vagancia; murió en el exilio, en 1879. Pero no queriendo ver implicado su nombre en algún tipo de conspiración que convirtiese a Cuba en parte de una nación ajena, mandó a escribir como epitafio de la tumba que tiene en el Cementerio de La Habana: «Aquí yace José Antonio Saco, que no fue anexionista, porque fue más cubano que todos los anexionistas».
Hoy, cuando caminábamos apresuradamente por las calles de la ciudad y hacíamos una parada en la plaza, veíamos el perfil de los monumentos, y en definitiva de los hombres, y pensaba en todo lo que Bayamo atesora como un relicario: la casa del Padre de la Patria, remozada; aquella otra de las columnas, que tanto quiso; la ciudad de sus padres y de sus abuelos; de Pedro Figueredo, su amigo entrañable, aquel que dijo, cuando lo llevaban descalzo al proceso que culminaría con su ejecución: «Yo acompañaré a Carlos Manuel de Céspedes a la gloria o al cadalso». Él estuvo junto al precursor el Diez de Octubre y también el día 20, cuando la obra persuasiva de este permitió la rendición de la ciudad; él hizo desfilar a su hija Candelaria vestida con los atributos republicanos de Cuba en la mañana de la victoria; él había tenido el valor de hacer la composición del himno para ser cantado en la Parroquial Mayor de Bayamo…Y ciertamente, cuando Pedro Figueredo, sobre la montura del caballo, según la tradición, escribió esa letra y melodía donde todavía se mezclaban La Bayamesa autóctona con La Marsellesa francesa —el himno más subversivo y revolucionario que recorría entonces la faz de la Tierra—, estaba naciendo un género y estaba naciendo el Himno para una patria que estaba por constituirse.
¡Ah, Bayamo, tan hermosa, tan bella! Con cuánta razón, al pie del balcón de Luz Vázquez, fue entonado aquel bello romance convertido en género y que es historia, obra de Céspedes, José Fornaris y Francisco Castillo:
¿No te acuerdas, gentil bayamesa,
que tú fuiste mi sol refulgente,
y risueño, en tu lánguida frente,
blando beso imprimí con ardor?
¿No recuerdas que un tiempo dichoso
me extasié con tu pura belleza
y en tus senos doblé la cabeza
moribundo de dicha y amor?
Ven y asoma a tu reja sonriendo,
ven y escucha amorosa mi canto,
ven, no duermas, acude a mi llanto.
Pon alivio a mi negro dolor.
Recordando las glorias pasadas
disipemos, mi bien, la tristeza
y doblemos los dos la cabeza
moribundos de dicha y amor.
Pero volvamos al hilo del acontecer. Fue Bayamo la primera capital de la Revolución. Y antes quemada que rendida, cuando el Conde de Valmaseda penetró en la llanura que veíamos esta mañana desde el avión, solo vio pavesas, y en la plaza un cartel que decía: «Plaza de la Revolución». Fue en Bayamo donde por vez primera, por mandato del fundador, noble y rico de cuna, pero desprendido de todo bien material y poder, convertido en padre de todo un pueblo, se constituyó un ayuntamiento con hombres libres: blancos, españoles y negros.
¿Qué significación tuvo ese hecho? Consumábase, como aspiración, la unión imposible hasta el momento, pero que debía cristalizar. Solamente la gloriosa Revolución encabezada por Fidel le dio el privilegio a Cuba de alcanzar la unidad nacional que ni siquiera el Padre de la Patria, caído solo y con gloria el 27 de febrero de 1874 en San Lorenzo, ni su ínclito discípulo, Ignacio Agramonte, caído en El Camagüey, ni el Titán de Bronce, Antonio Maceo, ni el Apóstol de Cuba, José Martí, pudieron lograr.
A Fidel le fue reservada la creación de la unidad de la nación cubana, unión política indestructible, «as de bastos», como esos que sostienen el escudo de la nación, bajo el gorro frigio de la República libre constituida en Francia en 1789, con su tricolor, con los laureles y los acantos, símbolos de la gloria de Cuba.
Esa fue la verdad: un pueblo peregrino, una Numancia cubana, no pudieron, ni las bisoñas tropas de Donato Mármol, detener en el cruce del río a las columnas españolas que venían por dos puntos. Se le encargó a un dominicano: Máximo Gómez, aquel vecino del Dátil al que hoy la Asamblea ha recordado, al recibir el facsímil de su nombramiento, obtenida la independencia, como Hijo Adoptivo de Bayamo.
Fue él quien suscribió la sentencia justiciera, hecha realidad:
«A Bayamo seguramente reservará la Historia una página tan honorable como gloriosa. Aquel pueblo no se reservó nada: todo, absolutamente todo lo ofrendó a la Revolución. Sin distinciones de clases ni categorías, la población en masa, sin quejas y sin esfuerzos, más bien con altanero orgullo y satisfacción extraña y digna a la vez, abandona el campo al enemigo poniendo fuego a sus hogares».[6]
Fue él, entonces un desconocido, al que el gran poeta bayamés José Joaquín Palma llevó ante el General Donato Mármol y lo presentó como un hombre que tenía experiencia militar. Donato, que moriría poco tiempo después de fiebres, también sacrificado a la propia lucha, después de responder que para «mandones» se sobraban en el campamento, le asignó un montón de hombres y le indicó que buscara el lugar de su acción.
Preguntaba hace un rato, y me respondía mi hermano Salvador Valdés Mesa: fue en el camino. El 4 de noviembre de 1868, en los Pinos de Baire, cerca de Palma Soriano, Gómez empleó aquí por vez primera el machete: se atravesó en medio de la columna del coronel Quirós y la derrotó, dándoles al ejército y al pueblo una tradición de lucha que resultaría inmortal para nuestra propia Historia.
Bayamo de los poetas, Martí le dice en carta a José Joaquín Palma:
«Lloren los trovadores de las monarquías sobre las estatuas de sus reyes, rotas a los pies de los caballos de las revoluciones; lloren los trovadores republicanos sobre la cuna apuntalada de sus repúblicas de gérmenes podridos; lloren los bardos de los pueblos viejos sobre los cetros despedazados, los monumentos derruidos, la perdida virtud, el desaliento aterrador: el delito de haber sabido ser esclavo, se paga siéndolo mucho tiempo todavía. Nosotros tenemos héroes que eternizar, heroínas que enaltecer, admirables pujanzas que encomiar: tenemos agraviada a la legión gloriosa de nuestros mártires que nos pide, quejosa de nosotros, sus trenos y sus himnos».[7]
Mucho debemos a Bayamo en la historia. Habéis honrado al primer campesino símbolo, en el seno de nuestro Partido y de la nación, de la lealtad del hombre de la tierra a esta tierra, el primero que llevó un pan y un sorbo de agua a los recién llegados que venían del extravío del mar, los que desembarcaron por Playa Las Coloradas.
Se ha mencionado también el nombre inolvidable —y particularmente dilecto para mí— de Celia, tan martiana, tan cespediana, tan bayamesa de espíritu…. Y pensando en ella, me voy a Medialuna, hacia Niquero, rumbo a los lugares donde hizo tanta e importante labor, junto a su padre, el doctor Sánchez Silveira.
Hoy es un día grande para recordar, pero no solo por aquel campamento de conquistadores que se armó hace 500 años, sino por la historia que construisteis, bayameses, a lo largo de medio milenio.
Detrás de cada uno de ustedes, hombres y mujeres, hay generaciones; hay generaciones hacia atrás de mambises, de labradores, de maestros, de científicos, de artistas, de mujeres heroicas, como todas aquellas que supieron acompañar a sus hombres, convertirse en leyendas, como Rosa la bayamesa.
Feliz día por todo cuanto hemos hecho y por todo cuanto hay que hacer. No basta con la enumeración cuántica de cualquier sacrificio. Ahora, más que nunca, patriotas cubanos, la Patria requiere de nosotros la suprema consagración. Hace falta salir hacia adelante aunque sea por el filo de una navaja, como si tuviésemos delante el Paso de las Termópilas; creo que solo el pueblo cubano estaría dispuesto a cruzar con esa virtud que la nación ha acumulado, con gente como ustedes, con personas como ustedes.
¡Que produzca la tierra!, ¡que comamos lo que seamos capaces de producir!, ¡que se mueva la industria!, ¡que aseguremos al soldado que tiene la espada y el escudo de la nación la certeza de que no nos faltará el pan cuando llueva o cuando no llueva!
Y mientras que así sea, por siempre brillará el sol sobre este pedazo de tierra que tiene el orgullo de llamarse Granma. A la patria, amados hermanos y hermanas, dedicamos todo cuanto hemos podido hacer 500 años después. ¡Viva Cuba!
[1] Aunque no hay fundamentos científicos que la avalen, ha perdurado por más de quinientos años en la cultura popular.
[2] Portuondo, Fernando y Hortensia Pichardo: Carlos Manuel de Céspedes. Escritos. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana 1982, Tomo II, p. 114.
[3] Martí, José: Obras completas. La Habana, Editorial Nacional de Cuba, 1965. t. 22, p. 27.
[4] En: Vitier, Cintio: Ese sol del mundo moral, Ediciones Unión, 1995, p. 11.
[5] Ibídem, p. 13.
[6] «El viejo Eduá o mi último asistente»; en Gómez Báez, Máximo: Revoluciones… Cuba y Hogar (compilación de Bernardo Gómez Toro). Imprenta y Papelería de Rambla, Bouza y Cía, La Habana 1927, p. 37.
[7] Martí, José: Obras Completas, tomo 5, La Habana, Editorial Nacional de Cuba, 1963 pp. 93-96
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