Eusebio Leal Spengler ~ Historiador de la Ciudad de La Habana ~
Fotos: Alexis Rodríguez
Con sincera gratitud, deseo expresar en este momento mi reconocimiento al Jurado, presidido por mi distinguida amiga, compañera Ana, Anita, Andrea Cairo Ballester; también a Aisnara, a Wanchy, a María Isabel y a Lidia, a todos los cuales quise agradecer personalmente, pero no me fue posible: apenas unas llamadas telefónicas cuando me sorprendieron con esa grata noticia. Lo hice también a Juanito, Presidente del Instituto Cubano del Libro, con sorpresa, y al mismo tiempo no invocando aquello de que no lo merezco, no lo quiero, porque sería un insulto al Jurado; más bien agradeciéndoles profundamente porque, en un momento muy importante para mí, me llegaba esta noticia, que tiene mucho que ver, un poco, con mi desempeño en el mundo profesional.
Cuando una vez trabajaba en el Diario Perdido de Carlos Manuel de Céspedes, y después de haber anunciado la buena nueva a Hortensia Pichardo y a Fernando Portuondo, mis amigos queridos, resultó que, buscando una clave interpretativa de la historia y de los conflictos humanos que se producen en la gesta de las grandes y verdaderas revoluciones, llegué al antiguo cementerio de Puerto Príncipe, en Camagüey. Allí una losa, solemne, toda ella honrada con los escudos de nobleza de los marqueses de Santa Lucía, cuyo último protagonista en la saga fue Salvador Cisneros, decía un epitafio: “Mortal, ningún título te asombre; polvo y solo polvo, cualquier hombre.”
De ahí que, a partir de cierto momento, cuando se recitan todos estos títulos y cosas que se acumulan a lo largo de la vida, y que han sido ciertamente fruto de esfuerzos, de cariño y amistad hacia mí y hacia otros, uno siente un cierto reposo interior, y no le asaltan ninguna de las dos grandes serpientes que acechan al pie de todo ser humano: la vanidad y la envidia. Primero, porque he sentido una gran admiración por mis contemporáneos, no solamente por los que me precedieron en el tiempo; y segundo, porque fui curado de espanto al comienzo de esta historia.
Recuerdo cuando mi mala conducta en la escuela, hija de tantas y tantas problemáticas en que vivíamos, me sacó un día del aula sin haber concluido siquiera el quinto grado, apenas lo había comenzado. Mi mamá, preocupada por mi destino, me llevó a don Rogelio Hevia, un asturiano generoso que era dueño de la bodega del barrio, y le dijo: “Como si fuera un padre, se lo entrego.”
Allí aprendí los más modestos menesteres. Y así, de una cosa en otra, la vida fue llevándome, hasta que finalmente ocurrió un acontecimiento que no era ajeno a mí y que provocaba el derrumbe de la antigua sociedad cubana: el triunfo, la victoria rotunda de la Revolución, un hecho inédito en la historia de América Latina: por vez primera un ejército revolucionario quebrantaba la columna vertebral de uno profesional, a la vez que se proponía transformar la sociedad desde el poder.
Convocado al acto del 26 de Julio de ese año en la plaza de la antigua Normal para Maestros, me escucharon hablar varios dirigentes de la Revolución. Yo procedía de las filas juveniles del Movimiento 26 de Julio. Allí, en aquel acto, uno me preguntó que dónde trabajaba, y le respondí que en ninguna parte, todos los menesteres habían sido muy humildes; pero, además, estaba absolutamente impreparado para otros mayores. Me dijo: “No importa. Veme a ver el lunes.” Era agosto de 1959 e ingresé en el gran Palacio de los Capitanes Generales. Tenía apenas 16 años.
Cuando un anciano me dio la bienvenida, me dijo cuáles eran mis atribuciones intelectuales. Le dije que no tenía prácticamente ninguna, y la primera señal fue la Educación Obrero-Campesina, la cual culminé prácticamente unos días antes de comenzar el gran proceso de la Alfabetización, a la cual me sumé en los barrios más pobres periféricos y miserables de La Habana, en los cuales, sin embargo, personas maravillosas me acogieron, y sentí el grato placer de transmitir mis modestos conocimientos –que no eran muchos– a una anciana y a otras más, que pudieron asistir al magnífico acto luego en la Plaza de la Revolución.
En una carta bella de Henry Reeve a Manuel Sanguily, le dice que lo lleve al Occidente, porque en definitiva él irá a donde la marea de la Revolución lo lleve. Pues bien: sobre la cresta de esa marea, choqué en un lugar llamado la Oficina del Historiador de la Ciudad, con una figura pétrea, elegantemente vestido de dril blanco, con inseparable corbata negra; estaba sentado. Antes, había alcanzado el favor de su esposa y fiel colaboradora, María Benítez, la cual me flanqueó el encuentro, y me vi ante él, hablando por vez primera con el que sería mi maestro.
Allí solían recompensar a los verdaderos lectores con libros que la Oficina regalaba, pagados muchos de ellos no del presupuesto municipal, sino de lo que el Dr. Roig acumulaba para eso. Allí, con gran humildad, comencé a asistir a sus conferencias, a sus charlas, y unos tras otros se acumularon en mi modesto lugar de trabajo los Cuadernos de Historia Habanera y los tan deseados tres tomos de los Monumentos Nacionales de la República de Cuba, que era un libro inconquistable.
Roig fue muy generoso. Junto a él aprendí, y junto a sus seis colaboradores, el oficio del trabajar diariamente, mientras que, afortunadamente, el trabajo como Inspector del Departamento de Ingresos concluía a la una de la tarde. Era un inspector de los impuestos y, por tanto, debía visitar las casas de todos los morosos y de los que no cumplían con la ley, fundamentalmente el impuesto romano territorial: la casa es suya, pero el territorio pertenece al Estado. Y entonces iba a todas las casas.
Choqué con nobles sorprendidos con una demanda de un joven; choqué con uno de los más grandes tribunos de Cuba de aquella época, que me recibió no sin cierta sorpresa, José Manuel Cortina; Finalmente, comencé el lento ascenso, a partir de leer los libros, solamente de leer con pasión los libros: las ciencias naturales, la geografía, la historia como pasión, la oratoria como forma de comunicación, huyéndole siempre a la temida realidad de mis innumerables faltas de ortografía. Tenía que ir venciéndolas.
Me acuerdo de que al llegar a ser el secretario del Dr. Eduardo Martín Balbín, me entregó, en el Departamento Legal, el libro de Antónimos y Sinónimos, tratando de que me ayudara a comprender un poco la realidad del lenguaje; un abogado sapiente me llevó más tarde al Dr. Rafael González de las Peñas, al cual auxiliaba en su oficina moviendo papeles, y al Dr. Manuel Fernández de la Paradela, un gran amigo al que recuerdo hoy.
Un día me llamó el Dr. Castillo, secretario de la Administración, abogado, desde luego. Blanco, de piel cetrina, pelo blanco, elegantemente vestido; un abogado de la Revolución. Y me dijo: “Joven, a partir de hoy venga usted todos los días a verme, y conversaremos de algunos temas de historia que me interesan.”
Cuando terminé las largas lecciones de Castillo y la tolerancia que tendría a partir de ese momento para escapar de la oficina donde me habían encerrado y en la cual iba reuniendo ladrillos, clavos antiguos, tejas, para escándalo y mortificación del Dr. Aristides Guevara, que era el director del departamento y primo del que sería luego mi gran amigo Alfredo, me dijo el Dr. Castillo: “Joven, usted necesita una titulación, porque con conocimientos solamente no llegará nunca; ahora se impone eso. Por eso usted no tiene un mejor salario, tiene que estudiar más aún de lo que ha hecho hasta ahora. Yo sueño para usted –escúcheme bien– verlo sentado en el teatro al menos en la segunda fila. Digo en la segunda, porque usted no debe olvidar nunca que en la primera fila hay un solo asiento.” Y así me despidió.
Años después conocería al que estaba en el primer asiento. Fue una situación impresionante.
Un día, el Alcalde me comunicó que se marchaba, y que me dejaba en el Palacio, que debía convertirse, de acuerdo con el sueño de mi predecesor, muerto en 1964, en un Museo de la Ciudad de La Habana. Y para eso, debía sumergirme, con ocho o nueve obreros, en una obra de construcción inacabable, que demoró once largos años.
Roig ya había muerto, pero quedaba María. Y María, a pesar de lo que cantó una vez, en un poema cantado, mi amigo Amaury Pérez, “cuando un ángel cae, todo se pone oscuro”, a pesar de la oscuridad, me acompañó. Tenía una gran autoridad moral, y conocía a los amigos del Dr. Roig.
Un día me dijo: “Hay que convocar a una reunión de legitimación de tu trabajo. No olvides que eres su discípulo.”
Accedieron a venir a la reunión Juan Marinello, Carlos Rafael Rodríguez, Ángel Augier, Sarah Isalgué, Pedro Cañas Abril y el esposo de Sarah, José Massip; estaban todos allí. Estaba también Raquel Catalá, teósofa, la que fue durante tanto tiempo secretaria de Emilito. Y todos firmaron un acta, en la cual reconocían que había una continuidad en la obra de Roig, aunque de mí –como diría Carlos Rafael veinte años después– se podía esperar cualquier cosa.
Pues bien, aquello se convirtió en un polígono cultural. En medio de sacos de arena y de cemento, conocí a la clase trabajadora más de cerca. Ya, en su momento, Lázaro Peña me había entregado el carné de sexto grado; pero hubo un hombre determinante, cuya amistad me brindó su casa, en la calle Loma, Juan Marinello y Pepilla. Todavía me parece escuchar la voz grave de aquel gran orador que fue Juan, de aquel gran pensador martiano y marxista.
Juan era un hombre elegante y distinguido, un caballero, y me apoyó enormemente. Un día me llamó, y me dijo: “Cuando yo me muera, te dejaré el trono de los Capitanes Generales, que lo tengo yo; me lo regaló Conrado Masaguer. Y no te lo doy ahora porque la viuda pensaría que no he valorado su presente. Te lo entrego con mucho gusto ahora. Pero ahora te voy a entregar lo que hice una vez en la cárcel: un venado saltarín, hecho en alambre y madera, que hicimos en la cárcel, en los días en que estábamos juntos, Pablo de la Torriente Brau, Roa y otros más.”
Me entregó el venado, y el encargado de hacer el elogio en la prensa de aquel regalo fue el que sería mi gran amigo y gran maestro bolivariano, Francisco Pividal Padrón.
Pividal me embulló a ir a ver a la Universidad al Rector, que era el Dr. Miyar. Conocí allí a Chomy y a su esposa encantadora, profesora Marina. Y Chomy me dijo: “Tenemos que vencer un gran obstáculo, porque para ingresar a la Universidad hay que ser bachiller, y tú no tienes el bachillerato ni tampoco la secundaria básica. Esta es una situación sin precedentes. Hay que llamar a un grupo de abogados universitarios.”
Ahí conocí a Delio Carreras, a Tirso Clemente y al grupo de abogados de la Universidad. Y dijeron: “Hay un solo camino: un tribunal y un examen.” Ese tribunal libra al Rector de considerar que a pesar de que la Universidad está abierta a todos hoy, trabajadores, tienen que entrar por examen. Y entonces se convocó a la prueba en un tribunal presidido por Sergio Aguirre.
Sergio Aguirre fue un poco inflexible en el interrogatorio. Lo primero que me preguntó fue: “¿Qué buscas en la Universidad?” Y como yo sabía eso de la Iglesia y de la fe de bautismo, le respondí: “Busco la sabiduría.” Ya la vida eterna la tenía prometida. “Busco la sabiduría.” Le pareció bien la respuesta, y comenzó el interrogatorio.
Pocos días después dieron su veredicto, firmaron el acta; pero pidieron una prueba más: tenía que traer las cartas de un grupo de profesores y académicos que limpiaran al Rector y al claustro de ningún amiguismo de ninguna suerte. La primera carta la firmó manuscrita Juan Marinello; la segunda, Raúl Roa; la tercera, Antonio Núñez Jiménez; la cuarta, Pedro Cañas Abril; la quinta, Mariano Rodríguez Solveira, cada uno por una determinada acción académica; la otra, el que sería mi gran amigo, José Luciano Franco. Inolvidable.
Me presenté con las cartas, y dije: ¡aquí están! Se unieron al expediente, e ingresé en la Universidad, teniendo por compañeros a Raidamara Suárez, a quien había conocido impartiendo yo conferencias en su lugar, adonde yo iba con mucho interés; no el interés de Raidamara, sino el interés de que en ese laboratorio donde ella trabajaba se producía una cosa llamada agua amoniacal, que me pedían los restauradores. Raidamara, a su vez, me dijo que tenía un amigo médico, cuyo padre dirigía una fábrica de alcohol en Luyanó. Me dijo: “Da una conferencia, y te entregarán un galón de alcohol para los restauradores del Museo.” La historia había comenzado. Nadie que no la conozca podrá apreciar lo que existe hoy.
De más está decir que, a la muerte de Roig, ocurrió una dramática partición: su biblioteca pasó íntegramente al Instituto de Historia, excepto cien libros; la colección facticia, fruto de su trabajo personal, heredada de otros intelectuales, se redujo para mí a once libros. Años después, Jorge Enrique Mendoza, al llegar yo junto a María, me entregó en el Instituto de Historia el resto de la colección.
Y así comenzó la historia de la búsqueda de las cosas. Algunas ideas muy revolucionarias produjeron ciertas confrontaciones innecesarias. Por ejemplo, un día me dijeron: “¿Con qué habilitaremos este Museo? No puede ser solamente un museo de anécdotas de La Habana; lo que pide el país ahora es Cuba. Hagamos un museo cubano, adecuando el museo a ese palacio que se restaura.
En el Archivo Nacional trabajaba un joven que había enloquecido, escolta de Roa y héroe de la Revolución, Segundo Pérez. Me dijo: “Aquí, en un almacén del archivo, hay siete cajas e incontables cuadros donde están las mejores banderas de Cuba, que se llevaron del Palacio de Bellas Artes cuando se instaló la exposición china; nunca más regresaron. Mi propuesta es hablar con el director, Mario Averoff, y llevarnos las cajas para el Museo. Es un acto revolucionario.
Llegamos a ver a Mario Averoff, que se aterrorizó totalmente. Y Segundo le dijo: “Nos las llevamos.” Bajamos al almacén y abrimos las cajas. ¡Sorpresa!: el machete de Maceo, el revólver de Calixto García, ¡Y aquello era inconcebible! Y veinte banderas como mínimo, todo lo cual fue retratado.
Pero había comenzado una gran campaña: la Zafra de los Diez Millones. Y dije: esto está caliente, hay que hacer algo más importante. Rápidamente recorramos los cañaverales llevando el machete de Maceo a los cañaverales para que este país se levante.
Y un día comenzó el Museo al Campo, allá en Sandino; luego, durmiendo en los caminos o en los campamentos; luego, en la Trocha de Júcaro a Morón –recuerdo que esa noche pasó un cometa por el cielo–, en la periferia de La Habana, y así, hasta encontrar una columna, que venía hasta Mal Tiempo, en la provincia de Las Villas, llevando todas las noches el machete, hasta la extenuación.
Apareció entonces un artículo en Granma: “¡El Museo al campo: la Revolución!”
En ese momento me llamó Celia. Y ahí aparece la piedra clave en el juego. Me llamó Celia. Hace unos días, la Dra. María Antonia Figueroa me ha dado su testimonio por escrito. Me llamó Celia, y me entró y me dijo: “Siéntate ahí y espera, que te llamaré. Vengo al momento.” Sale y entra. Cuando entró, me dijo: “Aquí está la bandera del 10 de Octubre, que se quitó del Capitolio, y también la bandera del 19 de mayo, que se quitó también del Capitolio, y está el machete curvo de Máximo Gómez y la espada de diamantes que hizo para él Tiffany. Todo eso te lo llevas. Entonces le dije: “Celia, estoy bajo su amparo.” Y me dijo entonces: “Fidel lo sabe.” Yo no lo conocía. Y entonces así comenzó la historia. Y sería imposible repetirla hasta hoy,
Cuando un día por fin pude ver a Fidel de cerca, de pronto apareció a las puertas del Museo. Se tiró uno a arreglar –la imagen que recuerdo– el bajo del pantalón, y se acercó a mí y me preguntó: “¿Tú eres Leal?” Le digo: “Sí, soy.”
Cuando se despidió, me dijo delante de Chomy: “¿Qué necesitas de mí?” Le dije: “Nada, porque si empiezo a pedirle usted no volverá nunca más.” (RISAS) No le pedí absolutamente nada, y volvería después muchas veces. Y ahora, cuando ya no está, vuelve en sueños.
Entonces, debo todo a la Revolución.
Un día defendí, con el diario de Céspedes en la mano, mi título de Doctor en la Universidad. Para que no fuera manigüiti, asistieron tres Rectores, en primera fila, siendo Rector el Dr. Vela Valdés, el mismo que me trajo un día la resolución autorizando el nacimiento del Colegio Universitario, cuando estaba demolida el aula e iba a comenzar a hacerse allí la obra docente, que es importante.
¿Qué cosa creo yo que es lo que pude haber hecho de mérito? Bueno, primero, recuperar fuentes. La Oficina perdió todos sus libros, perdió todos sus papeles. Hoy tiene un yacimiento documental, patriótico y cubano, de decenas de miles. La biblioteca se quedó con ese centenar de ejemplares; hoy la biblioteca Francisco González del Valle es, junto a la biblioteca de la Sociedad Económica de Amigos del País, una de las más importantes. Nuestra fototeca, que no existía, ya que todas las fotos de cubanos ilustres se fueron al Archivo Nacional, hoy tiene más de 250 mil fotografías. Se escanean los documentos, y se crea un fondo informativo útil a los historiadores y a todos. Hoy, en el mismo edificio del Colegio, está hospitada la Academia Cubana de la Lengua, que renació y preside nuestro ilustre amigo Eduardo Torres Cuevas, y aquí en el público, entre ellos, está el que fuera mi profesor, el profesor Zanetti, resulta que tienen un fondo impresionante ambas Academias, y están allí para servir a los estudiantes del Colegio Universitario con la sola presencia de esas grandes figuras que las conforman.
Todo lo debo a mi tiempo y a la Revolución generosa y magnánima. No vio ella mis defectos ni mis limitaciones, sino buscó cuanto podía ser útil en mí para hacer lo que he hecho.
Caminé incansablemente por las calles, conduciendo a miles y miles de trabajadores; conduje a incontables reyes y jefes de Estado. Los acompañé para mostrarles un proyecto que no existía, un palacio y una plaza, hasta un día en que salí fuera. Y cuando se firmó el Decreto-Ley 143 aquella noche de octubre, después de que, volando desde Cartagena de Indias, me dijo Fidel: “¿Qué podemos hacer por La Habana Vieja?”, se ha hecho al menos un poco, y me complace que en este castillo, que era una prisión, un tribunal, y además de todo eso el Castillo del Morro, que lo era también, en seis años de trabajo, a partir de la orden del entonces Ministro de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, mi querido compañero Raúl, se levantó lo que hoy permite realizar la Feria del Libro. Rompimos rejas, abrimos espacios, montamos un Museo. Se creó, para la fantasía del pueblo y para su alegría, el Cañonazo de las Nueve, a lo cual hoy acuden miles y miles.
Me complace haber contribuido a todo eso. Me complace también haber comprendido errores y que otros los comprendieran también.
Cultivé amistades difíciles, pero importantes. Los últimos seis años de la vida de la Directora Nacional del Patrimonio, compañera Marta Arjona, cuyo duelo despedí, fueron de amistad y concordia. Eso lo debo a Armando Hart Dávalos que, cuando se hizo cargo del Ministerio, nos llamó a ambos y nos dijo: “No es tiempo de querellas; es tiempo de unidad.”
Armando fue un ejemplo para mí. Es como el Job de esta historia, un hombre al que sostienen los principios, al que sostiene Martí; un hombre que ha tenido infinito sufrimiento, y sin embargo nunca he escuchado de su boca una palabra de odio, de rencor, de resentimiento. Fue un restañador de heridas como Ministro, un excelente dirigente como miembro del Partido en todas sus instancias, y uno de los hombres históricos en la Revolución a quien la Feria reverencia.
Me alegro mucho, Presidente, de que me honre el jurado y me honren ustedes.
Gracias, Anita. Y gracias a todos ustedes.
Ahora, cuando el tiempo suena ante mí señalando que es conveniente hacer meditación, reflexión, no me anima nada. No tengo enemigos, más que los enemigos del Estado, no tengo otra amistad más grande que la Patria mía.
Muchas gracias.
(APLAUSOS)
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