Eusebio Leal Spengler ~ Historiador de la Ciudad de La Habana ~
Por: Eusebio Leal Spengler
Decanos y miembros del claustro universitario, jóvenes compañeros de la Federación Estudiantil Universitaria, alumnos y profesores del Colegio Universitario, venerables frailes de la Orden de Santo Domingo, queridas compañeras y compañeros:
En el día de hoy celebramos un aniversario de la fundación de la Real y Pontificia Universidad de San Gerónimo de La Habana. Fue una ardua tarea aquella que asumieron los Padres Predicadores para convencer a la Corona de la necesidad y urgencia de crear en la isla de Cuba una universidad propia, una institución académica permanente para la cultura, una institución capaz de crear en el país un fermento cultural y científico que marcase su destino futuro.
Aquel 5 de enero de 1728 fue finalmente establecida, con el pacto tácito de darle el nombre de San Gerónimo —no por el ilustre y grande hombre, heredero de Orígenes, sino para hallar conciliación con los intereses dispares de la mitra y la oposición presentada circunstancialmente por el obispo Gerónimo de Nosti y Valdés—, con el título de La Habana y con el carácter de Real y Pontificia a partir de las bulas expedidas por el pontificado, por el Papa reinante, para que esto fuese posible. Sus privilegios aparecen escritos en una lápida monumental con un peso de 8 toneladas que fue colocada en la fachada de este edificio en el momento en que la restauración se hizo una realidad.
Se buscaba entonces conciliar contenido y continente, de acuerdo con la expectativa planteada por las palabras del jefe de la Revolución, comandante Fidel Castro Ruz, que durante una memorable visita meditaba en qué hacer con este edificio surgido como un anacronismo en el corazón del Centro Histórico, proclamado ya Patrimonio de la Humanidad: no era posible demoler sin dejar un gran vacío en este espacio que se dañaría terriblemente con la evacuación de miles de toneladas de escombros, sin obtener ningún resultado positivo.
Quizás la metáfora de la crisálida y la mariposa fue lo más importante: considerar la reconstrucción virtual del espacio, sin mentir, sin aspirar a formas que ya no sería posible rescatar más que en la memoria, en los grabados y en los mapas y planos. Eran inútiles las excavaciones arqueológicas, porque el edificio, sólidamente construido con un fin profano, había borrado todas las huellas del pasado. Solo quedaba un nicho con unas piedras, donde se levantaron, con la autorización del ministro de Educación en aquel momento, dos columnas conmemorativas sobre las cuales se colocó la campana de la universidad, la llamada “campana de grado”, que la orden de Santo Domingo había cedido al alto centro de estudios a partir de la gestión permanente, firme y persuasiva del historiador, doctor Delio Carrera, nuestro querido académico y maestro.
De esa manera surgió aquella torre provisoria y aquellas piedras que buscaban en el pasado el fundamento. Tal vez ellas nos repetían el principio de que ha de rastrearse el futuro a partir del pasado, y que solamente queda negado per se lo inútil, lo perecedero, lo que no tiene importancia, lo que se lleva el viento, la hojarasca, pero las virtudes, la grandeza, la fuerza moral, la incontrastable virtud de los fundadores debía ser resaltada. Por eso colocamos en la sala algunos símbolos necesarios para hacer esta meditación: el primero, en el atrio o paraninfo del aula magna, la Palas Atenea, originaria de la casa de altos estudios, y, al pie suyo, el búho, símbolo de la sabiduría; un búho de plata que fuese como un exvoto de nuestra fe en el futuro.
Recuerdo aquel día en que en una obra de construcción aún inacabada, en medio del polvo y de una borrasca repentina, el magnífico rector en aquel momento, compañero Juan Vela Valdés, nos entregó el mandato por el cual la universidad podía constituir una facultad en este sitio: el Colegio San Gerónimo de La Habana. Aquello había sido el fruto de un largo debate, porque era fácil crear una determinada disciplina de estudios, pero muy difícil constituir una carrera nueva, una carrera que surgía al calor de aquel mandato del jefe de la Revolución: que se estudiase en ella lo que no se hacía en ningún otro lugar, que se buscase formar en disciplinas superiores a quienes han de cuidar por hoy y para mañana los bienes del patrimonio cultural, mueble e inmueble, tangible e intangible, los bienes espirituales, los que flotan sobre la conciencia de la sociedad, los que tomamos en forma de cosas físicas o aquellos elementos inmateriales.
De esa manera surgió el colegio, y se cumplió entonces el misterio: rompiose la crisálida, insólita en este conjunto de bellezas; desapareció virtualmente la memoria de una terminal de helicópteros anacrónica en una sociedad en que primaba el analfabetismo y en donde era tan difícil para las grandes mayorías acceder a la educación superior, y surgió el colegio como contenido perfecto que fue reuniendo en él todo aquello que era de valor, primero en cosas y luego en la condición humana de los que, venciendo las pruebas necesarias, indispensables para ingresar en la academia, forman parte hoy del alumnado del colegio y lucen por primera vez en el día de hoy sus togas de estudio, que llevan bordado el escudo de la Universidad de La Habana, el escudo histórico en el que aparece San Gerónimo clamando por la sabiduría y la perfección, golpeándose el pecho con una piedra y a sus pies, sedente, un león sometido por el talento. Es el antecesor de los otros símbolos universitarios, ya no presididos por el escudo real, sino pertenecientes a una casa convertida primero en universidad literaria, laica por naturaleza, luego en universidad nacional, y finalmente en la gloriosa Universidad de La Habana, la más antigua, primum inter pares de las universidades cubanas actuales.
¿Qué pedimos a la universidad?, me preguntó un día un profesor de mucho mérito. Pedimos a ella la sabiduría, la plenitud del conocimiento. Ella ha de darnos un camino, ha de otorgarnos un derrotero, aunque no solucionará todos los problemas de la insaciable necesidad de saber del hombre, pues eso será el fruto del esfuerzo individual, del trabajo de todos los días. La universidad traza caminos y quizás en ella esté escrito el apotegma que el famoso científico y sabio mayor de las ciencias sociales trazó a sus discípulos: “el que quiera seguirme debe saber ir de lo general a lo particular y viceversa”.
Esa búsqueda de la educación general e integral debe centrarse en la necesidad de saber, en la avidez de conocimiento, no solo para ocupar un espacio en la sociedad en el desempeño de una profesión, que es aspiración legítima, sino para poseer el elemento que verdaderamente libera al ser humano de cualquier esclavitud y cumplir la máxima aspiración de disfrutar la libertad suprema de cuerpo y de alma. Esa fue la respuesta: buscar en la universidad la sabiduría. No se ha de exigir para ingresar en ella otra cualidad —a una edad en que es propio estudiar y acogerse a los estudios superiores— que esa voluntad, y corresponde a la universidad, a sus instituciones políticas y académicas, a sus organizaciones estudiantiles, hacer lo que hicieron en todo tiempo en Cuba y en el mundo entero: forjar hombres y mujeres de virtud, como revolucionarios, porque todo joven lo es por naturaleza frente a sus padres, frente a la sociedad, frente al tiempo que le tocó vivir.
Sería equivocado invertir el principio y tratar de hallar, como en tiempos de la universidad confesional, una confesión para ingresar en ella. Lo más importante es la aspiración de ingresar, y luego, alcanzar la corona del saber. Dentro de la universidad tenemos el deber de enseñar virtud, rectitud, de guiar a los estudiantes por el pensamiento de los dos grandes maestros pedagogos que tienen asiento perenne en esta sala: José de la Luz y Caballero, el venerable, el padre de la educación cubana, el maestro de pedagogía, el doctor de doctores, y Enrique José Varona, el autor de la reforma, el que representa en sí mismo la evolución del pensamiento cubano, el que murió convertido en el adalid de la juventud de su patria, en el símbolo de la virtud que buscó en él Julio Antonio Mella, que buscaron en él aquellos que tuvieron el valor de seguir a quien Pablo Neruda llamó una vez el apolíneo de la juventud cubana, el discóbolo de la juventud cubana, el joven Mella, que fue algo más que el fundador de la FEU, fue un dirigente político. Fidel exclamó una vez que pocos hicieron tanto en tan poco tiempo, y es verdad. Ese fue su verdadero destino. A ese hermoso perfil, a esa hermosa figura, rinde culto permanente la juventud cubana. En el aula magna está encerrado el misterio de su vida, pues allí, junto al general del Ejército Libertador Eusebio Hernández y al profesor Rodríguez Lendián, defendió el cambio y la transformación de una academia caduca en una universidad moderna y atisbó un porvenir en que la juventud descendería por aquella escalinata, que en su tiempo era obra nueva, para convertirse en un símbolo de toda la América y del movimiento revolucionario mundial.
Serían los estudiantes en Cuba una parte de un proceso que hasta ese momento solo estaba reservado por los clásicos a la clase obrera y al campesinado. Ahora, además de los intelectuales, que serían el fruto de la educación, estaban los estudiantes, que en larga batalla descendieron en tantas ocasiones a librar sus querellas por la justicia social, por el cambio radical, por la transformación no solamente de Cuba, sino de América y del mundo. Por eso nos sentimos orgullosos de este campo universitario, por eso miramos con orgullo esa colina, que es para nosotros como el Ágora de Atenas, por eso conservamos ese paraninfo y lo tenemos como el lugar de honor desde el cual debemos partir, por eso todos nos sentimos abrazados por las manos extendidas del Alma Mater que Korbel esculpió para La Habana, y que levantado en su hermoso pedestal, es el símbolo de su abrazo perpetuo a todas las generaciones.
Nos acercamos ya al tercer centenario de la Universidad de La Habana. Es mucho tiempo, porque en breve, con la conmemoración por parte de la villa de Nuestra Señora de la Asunción de Baracoa de su quinto centenario, comienzan a cumplir cinco siglos de fundadas las distintas ciudades cubanas. No se trata de conmemorar que un grupo de conquistadores, al pie de un árbol o un río, fundaran una villa o un campamento militar sobre tierras indígenas. Se trata de conmemorar un acumulado de civilización, de batallas, de resistencias, de virtudes, de arquitectura, de arte, de pensamiento y de identidad. Si tomásemos una imagen de esta sala, veríamos cómo es ese pequeño universo que Bolívar representó y describió en Jamaica y en Angostura como un pequeño género humano. Así somos: están en nuestros rostros y en nuestros perfiles todos los acentos, todos los matices, todos los colores. Somos así: una diversidad en la unidad, y esa es precisamente la hermosura, el poder y la grandeza de este pequeño pueblo que se llama Cuba, el misterioso nombre que Cristóbal Colón escuchó en las aguas del Caribe, horas o días antes de llegar a la isla mayor de las que fueron llamadas Antillas. Fue inútil concederle otro nombre: Juana, Fernandina…. No, prevaleció el nombre breve, poético, importante y trascendental de Cuba, y gracias a eso nos sentimos cubanos y podemos asumir las hermosas palabras de José Martí: “¡Qué dulcísimo misterio tiene esa palabra: cubanos!”
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