Eusebio Leal Spengler ~ Historiador de la Ciudad de La Habana ~
Distinguido Ministro de Cultura de la República;
Distinguidas autoridades cubanas;
Su Excelencia Jean-Pierre Bel, Presidente del Senado de la República Francesa;
Su Excelencia el embajador Jean Mendelson;
Distinguidos amigas y amigos;
Queridísima Alicia;
Queridos todos:
Constituye un momento de particular emoción este que hoy nos reúne. Lo es porque, sin lugar a dudas, pienso que, como todo ciudadano de esta tierra, depositamos esta condecoración amorosamente a los pies de Cuba, que lleva en su vestuario -como aquel día que conmemoramos la cultura cubana, el 20 de octubre-, en una figura femenina que encarnaba la imagen de la revolución victoriosa, los colores de la Revolución y de la República Francesa; aquella joven, hija del autor del Himno Nacional, unos meses antes había tomado la marcha más subversiva que recorría entonces la tierra, La Marsellesa, para unirla a los acordes de un himno que muy pronto se percató la opinión pública de que no era en forma alguna un himno de religión sino un himno de combate, de batalla.
Es un azar también del destino que la heroína primordial de la Revolución cubana, Mariana Grajales, madre de una dinastía de héroes, lleve precisamente el nombre de Marianne, la heroína de la Revolución Francesa.
No es extraño que en las imágenes de la República, que aparecen en nuestros monumentos, estén la unión de bastos, las coronas de laureles y de acantos, y el gorro frigio que llevaron los jóvenes apasionados de la Revolución Francesa.
Siento, además, que en este día me acompañan en la memoria los cubanos que fueron distinguidos por Francia a lo largo de la historia, con esta y con otras distinciones; pero particularmente la amada Legión creada en años de pasión y de gloria fue, sin lugar a dudas, el más hermoso y más alto reconocimiento, más allá de las fronteras de mi propia patria.
Llevar la Legión supone pensar en Claudio José Domingo Brindis de Salas, en Carlos J. Finlay, en Joaquín Albarrán, glorias del pensamiento, de la ciencia, de las artes de Cuba; es pensar en aquellos mis contemporáneos, algunos de los cuales nos acompañan, que llevan también distintos grados de la Legión, y que han recibido con este homenaje el reconocimiento de una patria universal. Patria que tanto aportó a las letras, a la dignidad humana, al culto a la razón pura, que supo conmover los cimientos de la sociedad universal cuando aquel día de 1789 se derrumbaron los muros de la Bastilla y comenzó uno de los episodios más sangrientos, dolorosos y esperanzados de la historia.
A Víctor Hugo, a cuya lectura me consagré muy pronto, debo el relato, nunca concluido, de su obra cumbre, Los Miserables, de aquellos años terribles, y particularmente del drama de un hombre que significaba la esperanza, la justicia, la perseverancia, la búsqueda de lo sublime en una criatura humana. Pienso también en su descripción inolvidable, mientras volaban las páginas que escribía de la batalla inmortal, en la cual se selló un poco el destino del hombre en cuya casa nos reunimos hoy.
Los más severos historiadores han considerado que tanto el paso de 1776 como lo que ocurrió, primero en Norteamérica, con el apoyo resuelto de los revolucionarios franceses, lo que ocurriría en Francia en 1789, la gloriosa Revolución Haitiana, que tanto significó para América y para el mundo, aunque aportase una contradicción sustancial al análisis de la historia y de la sociedad misma, son parte de un legado que no solamente nos pertenece sino que nos enorgullece.
Pienso que escogimos un lugar idóneo donde vienen tantas y tantas personas a meditar en los momentos que el arte describió en formas diversas, desde el cruce de Los Alpes, atrevido paso solo igualable o comparable al Paso de Aníbal, hasta las grandes gestas que tuvieron, además, puntos de inflexión en campañas que debilitaron el poder absoluto de los Reyes. Desde el corazón de Europa y los Estados alemanes, hasta la Rusia zarista o la España, Patria espiritual nuestra, en la cual provocó el renacimiento de potencias y fuerzas del pueblo español, que se alzó para luchar contra lo que consideraría una ocupación de su territorio, y que sin embargo no puede apartar de su historia el momento en el cual, al conjuro de aquella dura prueba, hizo renacer las instituciones democráticas que brillaron en la Constitución gloriosa de Cádiz, que se escribió en los momentos en que ya el continente americano llevaba dos años en insurrecciones y guerras. Desde la planicie mexicana, en el altiplano, hasta los confines del sur, donde los cabildos abiertos repetían la palabra que los revolucionarios de la época habían aprendido del Contrato Social de los apasionados filósofos franceses y, desde luego, de aquellas duras y nostálgicas palabras pronunciadas por Saint-Just en la prisión, cuando dice a Robespierre, herido de muerte y en vísperas de su propio deceso: “Algo hemos hecho”, contemplando sobre la pared del muro el acta donde aparecían los Derechos del Hombre y del Ciudadano.
Esa Francia, la del Contrato Social, la Francia de Rousseau, de Descartes, la Francia en la cual todos bebimos, la Francia que nos dio colores y luces, fue la que me permitió en un día memorable acompañar al jefe del Estado, Comandante en Jefe Fidel Castro, a visitar los lugares de París, la Plaza Vendome, el Hostal de los Inválidos, la tumba donde aparecía la Obra Perpetua, la que no terminó en las batallas, la que quedó después; la Universidad Nacional y Laica, el Consejo de Estado, el Código de Derecho —que ilumina la fuente del Estado en toda Latinoamérica– y, desde luego, aquella imagen siempre sobrecogedora, acaecida en la Catedral de Notre Dame, cuando un joven latinoamericano, Simón Bolívar, asistía a una coronación en medio de un júbilo de una multitud, que le llenó de una emoción inmensa.
Es por eso que en el día de hoy asumimos esa historia con toda su belleza y hermosura.
Y quiero que trasmita, excelentísimo señor, al Presidente de la República, Su Excelencia François Hollande, mi gratitud por haberme dado hoy esta excepcional condecoración.
También le pido que agradezca a mi entrañable amigo, Sergi Sorio, aquí presente, siempre en solidaridad y amistad con Cuba; a los excelentísimos señores Senadores que nos acompañan, y a todo el pueblo francés, nuestra gratitud.
Y ahora permitidme, asumiéndolo como tema de Cuba y como palabra de Cuba, decir: “Juro por mi honor que me consagraré al servicio de la República de Cuba, a la consagración de su territorio y de su integridad, a la defensa de sus leyes y de lo que en ella está consagrado, a combatir por todos los medios que la justicia, la razón y las leyes autoricen, toda empresa que tienda a restablecer el régimen feudal y pasado. En fin, a contribuir con todo mi poder al mantenimiento de la libertad y la igualdad, base de nuestra Constitución y de la esencia misma de la República.”
¡Viva Francia!, ¡Viva Cuba!
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