Eusebio Leal Spengler ~ Historiador de la Ciudad de La Habana ~
Amigos de distintas latitudes del mundo, cubanos y cubanas presentes:
Me alegro muchísimo poder disfrutar de esta tarde, en la cual se pone a prueba, como ha explicado el señor Cardenal (Jaime Ortega Alamino. Cardenal de Cuba y Consejero de la Pontificia Comisión para América Latina), esa voluntad expresada por el Santo Padre en sus alocuciones en Cuba. Debo significar que no es fácil tratar de encontrar el punto del equilibrio donde ha de situarse alguien que, como yo, tributa a dos instituciones aparentemente opuestas en sus propósitos, aunque no tenga que ser siempre así: la Iglesia y el Estado.
Hace muchos años sentí la gran tribulación de seguir —o no— el consejo de mi director espiritual, un hombre venerable a quien siempre recuerdo con entrañable afecto y gratitud. Él me dijo: “Si tú consideras que debes irte, hazlo; si consideras que debes permanecer aquí, hazlo también”. Pesaba sobre mí, como sobre otros jóvenes de mi generación, el gran dilema de no encontrarme preparado para los cambios sociales trascendentales que nos tocaba vivir. Claro que no convertiré estas palabras en una lección autobiográfica, ni en una lección siquiera. Pero si fuese útil conocer las razones de aquella duda, así como de nuestra esperanza y determinación, tendría que empezar por destacar que fuimos formados para vivir en unas circunstancias donde la Iglesia mancomunaba a la mayoría de los cubanos. Al menos así lo establecían, si bien técnicamente, las estadísticas y encuestas: los sucesivos anuarios de Cuba, por ejemplo.
Para la Iglesia cubana de aquellos tiempos y de mis días, el valor de la permanencia en su seno era la vida sacramental, entendida también como una orientación que definía —y define— el campo de apostolado de los laicos en torno a lo secular. Sin esa vida sacramental orientada a lo social y político, entendíamos que no florecería el don en nosotros. Fue así que nuestro camino, al menos el mío, se consuma en la asociación Acción Católica, la cual estaba formada por diversas ramas: estudiantil, universitaria, obrera y una juventud parroquial, de la que formé parte. Todavía no se había producido el Concilio Vaticano II, de manera que la doctrina católica en el orden social estaba dictada por dos grandes encíclicas que marcaron el epílogo del siglo XIX y el intermedio del siglo XX: la encíclica Rerum novarum (“Renovación de todas las cosas”), de León XIII, y la que Pío XI, en ocasión del 40 aniversario de la anterior, denominó Quadragesimo anno (“En el cuadragésimo año”).
Basada en los ideales de justicia y solidaridad, esa doctrina señalaba la posibilidad de una conciliación entre el capital y el trabajo, además de propugnar el apostolado seglar hacia el interior de la sociedad; de ahí que fueran fundadas las Juventud Católica Obrera y Juventud Estudiantil Católica, con el objetivo de evangelizar a partir de cada realidad concreta, confrontándolas a la luz de la fe. Sin embargo, en el caso de la primera, no pasaría de ser un grupo minoritario dentro del movimiento proletario cubano, el cual contaba con el antecedente legendario de aquellos líderes comunistas que habían luchado por las reivindicaciones al precio de sus vidas: Jesús Menéndez, quien había logrado el diferencial azucarero; los dos Iglesias: Margarito, representante de los obreros fabriles en la lucha antimachadista, y Aracelio, el adalid de los braceros portuarios; Manuel Fernández Roig, el tabacalero… por solo citar algunos ejemplos.
Los miembros de Juventud de Acción Católica nos ateníamos a la idea de ser “sal y sol del mundo”, que en el caso del apostolado parroquial se expresaba en los planes misionales y educativos para mitigar el sufrimiento de los pobres y marginados. Siguiendo ese sentimiento altruista, nos afiliaríamos a aquella ala —creo yo, más radical— de jóvenes católicos que vieron con suprema esperanza los cambios que prometía la revolución social, la revolución liberadora… Contenidos en el alegato del Moncada, esos parámetros de justicia fueron abrazados por la Agrupación Católica Universitaria, algunos de cuyos miembros habían intentado alzarse y fueron asesinados por la dictadura batistiana, el 9 de abril de 1958, después de ser detenidos en El Vedado, en una casa de la calle 19, donde actualmente hay una tarja que recuerda sus nombres: Luis Morales, Ciro Hidalgo y Juanito Fernández.
Ellos eran nuestros héroes, como lo fueron también René Fraga Moreno y José Antonio Echevarría, quien en la iglesia de San Francisco de la Habana Vieja había preparado su espíritu para una cita sin regreso: su caída en combate tras el asalto al Palacio Presidencial, el 13 de marzo de 1957. O también el ejemplo de Raulín González, joven cristiano que fuera asesinado cuando iba en camino para incorporarse a la lucha en el Escambray; hoy lleva su nombre la facultad de odontología. Fui secretario de su padre, quien había colocado sobre la mesa de su escritorio las siguientes palabras: “El que ha muerto, entró en la paz; víctima es aquel que vive muchos años, por más que haya dejado su alma en la tragedia”.
Debo mencionar también a los que conocí personalmente, como Sergio González (El Curita), a quien en una ocasión fui a entregarle cierto mensaje en la plaza del Vapor, cercana a la iglesia de Nuestra Señora de la Caridad, donde tenía las rotativas de su modesta imprenta. Entre las obsesiones de aquel cristiano combativo y recto estaba imprimir el pensamiento martiano con sus propios medios.
En aquella conflagración de ideas, estuvimos nosotros entre los encargados de distribuir a las puertas de los templos aquella pastoral del Episcopado cubano, firmada por todos los obispos, según la cual el marxismo y el comunismo eran intrínsecamente perversos y, por tanto, irreconciliables con el proyecto espiritual de la Iglesia Católica. Dentro de aquel torbellino, vimos derrumbarse a nuestro alrededor la sociedad en que nacimos. No quedó piedra sobre piedra. Recuerdo que a nuestra parroquia del Carmen comenzaron a llegar las alarmantes noticias de los que se iban. Cuando se realizó la famosa operación Pedro Pan, fuimos como el epicentro de una gran partida, de una inmensa diáspora; nunca imaginamos que algunos regresarían una y otra vez.
Los sacerdotes que nos atendían eran, en su mayoría, españoles. Cuando celebraban misa y pedían en sus oraciones por el jefe de Estado y por la nación, en realidad pensaban en su tierra, pues apenas habían pasado 20 años de la caída de la Segunda República, o lo que es decir: todo les parecía que había ocurrido ayer. Como ahora a nosotros también nos pasa cuando se conmemora la derrota de la expedición contrarrevolucionaria en las arenas de Playa Girón; o por lo menos así le sucede a muchos de los que participaron o fueron testigos en aquellas acciones.
Cuando se inicia la Revolución, el primero de enero de 1959, hacía escasamente poco más de 70 años que se había decretado la abolición de la esclavitud en Cuba, ya que esto se produjo en 1886. Al colapsar la gesta independentista del 95, la naciente República de 1902, privada de todos sus atributos de soberanía por la Enmienda Platt, heredaría los problemas de la sociedad esclavista, mientras que la Iglesia se enfrentaba al hecho de que la mayoría de sus prelados habían acompañado al ejército español, bendiciendo sus tropas sobre la base de la lealtad al Concordato y el Patronato Regio, diligentemente ejercido este último por los capitanes generales.
De modo que no debe resultarnos extraño que, al término de la colonia, haya predominado un fuerte ánimo anticlerical, sobre el que influiría el ideario de la masonería criolla, sobre todo si tenemos en cuenta que ya existía un sentimiento republicano, no monárquico, en el corazón de los libertadores cuando, en 1869, proclamaron la constitución de Cuba como una constitución laica, con la separación tácita entre la Iglesia y el Estado.
Sin embargo, el Padre de la Patria, Carlos Manuel de Céspedes y del Castillo, no había vacilado en ingresar, bajo el título de capitán general del Ejército Libertador de Cuba, en la iglesia de Bayamo, hoy sede de de una cátedral episcopal, para impetrar el favor del Ser Supremo ante la imagen de la Virgen de la Caridad. Habiendo convocado a la lucha por la independencia, aunque él fuera masón, venerable maestro de la Logia Buena Fe, pidió asistencia religiosa de carácter público para bendecir la bandera que simbolizaba su lucha por la libertad. Bastaría este precedente para que la Iglesia republicana hubiera encontrado su camino en las nuevas circunstancias; sin embargo, diferentes factores contribuyeron a que esto se dificultara, como ha demostrado brillantemente el historiador jesuita cubano Manuel Maza Miguel S. J., residente hoy en República Dominicana, quien ha visitado con frecuencia nuestro país. Entre sus obras más sobresalientes sobre este tema, destacaría El alma del negocio y el negocio del alma y El clero cubano y la independencia.
Será, a fin de cuentas, en el venerable presbítero Félix Varela y Morales que la Iglesia encuentre a la figura más íntegra y reconocida de su sacerdocio como antecedente de las supremas aspiraciones del pueblo cubano. Él encabeza la ensombrecida memoria de no pocos que lucharon por la libertad de nuestra patria, sufriendo la persecución y el exilio. Condenado a muerte y sin poder regresar a Cuba, fallece en San Agustín de la Florida, donde sus restos yacieron hasta que fueron exhumados y devueltos. Pero no fue la Iglesia, sino un grupo de intelectuales el que se ocupó de su retorno. Es por eso que el santo de los cubanos no está en una catedral o un templo, sino en el Aula Magna de la Universidad de La Habana. Sin haber renunciado a su irreductible voluntad de ser cubano y habanero, el Padre Varela muere en 1853, el mismo año en que nació José Martí; ambos fueron bautizados coincidentemente en la pila de la iglesia del Santo Ángel Custodio, una de las más antiguas de la Habana Vieja.
Vienen a la mente estas cuestiones cuando ya no somos aquellos muchachos de 16 y 17 años que nos reuníamos con el hermano Adelino en el colegio La Salle de Marianao. Una noche la policía detuvo el automóvil en que regresábamos, que no era entonces un almendrón sino un lujoso carro de la época, perteneciente a uno de nuestros compañeros de fe. Entonces se apeó el hermano, vestido con su hábito, y dijo: “¡No!, a estos muchachos no se les puede tocar; estos son míos”. Algunos siguieron el camino del seminario diocesano; otros, practicamos la fe como seglares.
Creímos en ese apostolado con tanta fuerza que puedo entender la importancia de esta reunión que hoy celebramos. Recuerdo con afecto a monseñor Evelio Díaz, arzobispo de La Habana, quien me invitaba a menudo a su palacio en las calles Habana y Chacón. Había sustituido al anciano cardenal y arzobispo Manuel Arteaga, cuyo estado de salud se había quebrantado desde que recibiera un golpe en la cabeza, propinado durante un registro nocturno por miembros de los cuerpos de inteligencia batistianos, un hecho que tuvo amplia cobertura en la prensa de la época. Ya en abril de 1960, lo vi una mañana cuando, vestido de civil, era llevado hasta su Cadillac impecable, al cual el chofer había borrado con un estropajo el escudo que identificaba a su viajero en una de las puertas laterales. Se suponía que caería sobre la Iglesia una cruel persecución, tal y como decían algunos sacerdotes españoles, evocando lo que había ocurrido en 1936, tras comenzar la sublevación contra la Segunda República.
Como dijo el abate Sieyès cuando alguien le preguntó: “¿Y usted qué hizo durante la Revolución?” Respondió: “Yo, sobreviví a ella”. Estas palabras no las digo aquí con un carácter subversivo; las dije en la UNEAC cuando se constituyó su actual Consejo Nacional. En esa alocución, por primera vez fue tratado en público por un intelectual el tema de la emigración, que ya no tocaba a nuestros amigos que habían partido, sino que tocaba ahora a nuestros propios hijos. En una conferencia muy reciente en la escuela de Medicina, dije: “Pude persuadir a muchos, menos, a mis propios hijos”. Ellos decidieron hacer su destino y acogerse también a eso que llamamos nosotros la diáspora. Quiere decir: ir a cualquier parte del mundo.
Jesús dijo a sus discípulos: “¿Queréis acaso iros también vosotros?”, pero también en algún momento dijo: “Ni uno solo de estos gorriones es olvidado por Dios”. Algunos pagaron un altísimo precio por su permanencia y por su discernimiento. Confundidos por las circunstancias, o creyendo hacer lo justo, pagaron con lágrimas y heridas que aún no han sanado. Como ese duro tránsito del que hablan los viajeros al cosmos, también ellos sintieron las crepitaciones de la nave cuando, atravesando la atmósfera, ingresa en una capa más alta.
Entre esas trepidaciones estaba, lógicamente, el temor. Recuerdo nuestro último retiro espiritual en el Calvario, en el Seminario de San Estanislao de Kostka, de la Compañía de Jesús. Estábamos reunidos en presencia de uno de los sacerdotes jesuitas más elocuentes, el padre José Francisco Arnais, actualmente obispo auxiliar de la diócesis de Santo Domingo. Él dijo palabras tan terribles que las recuerdo todavía; nosotros, que éramos demasiado jóvenes para tan áspero discurso, nos agarrábamos a las butacas. Nos dijo cosas como ésta: Aquí no hay otro camino. Cristo requiere todo de ustedes, y no piensen que se puede separar el Cristo hombre del Cristo Dios. Si no creemos en la unión de ambas naturalezas, que es una sola, entonces debemos decir que él engañó a sus compañeros, que él mintió a sus apóstoles, mintió a su madre, a sus amigos…, porque él lo dijo de sí mismo, y, por haberlo dicho, fue perseguido todo el grupo de hombres que él escogió: todos martirizados; unos, quemados vivos; otros, despedazados; Pedro, crucificado de cabeza, creyéndose éste que era indigno de morir como su maestro… Entonces, no hay más remedio: creemos o no.
Recuperados de aquel discurso dramáticamente duro, salimos al mundo a conquistar a los demás, para lo que creíamos más permanente y más real, que era la Fe. Pero ya también sabíamos que una Fe sin obras era imposible; que era necesario realizarlas. La gran discusión nuestra con los compañeros de generación fue quizá parecida a la de Pedro y Pablo sobre las costumbres judías y los alimentos. Ellos decían: “Esto no ha de tocarse porque es impuro”; y nosotros decíamos: “Comed cualquier cosa porque lo que pierde al hombre no viene de afuera, sino que viene de adentro”. Aquí permanecimos, porque algunos decidimos que era posible conciliar la Fe y la Revolución.
De esta manera, hemos llegado al día de hoy, cuando palabras nuevas se pronuncian. La Iglesia sobrevivió, pero Cuba también. No sería posible desconocer que Cuba existe; aquí está a pesar de todos los intentos por subvertir violentamente su derrotero social. Su Eminencia decía que el Papa, tal y como había hecho su ilustre predecesor, Juan Pablo II, se pronunció sobre la necesidad de un movimiento en la estructura básica de la sociedad cubana; así, lo que hasta ayer no parecía conveniente, se hace hoy prudente y necesario. Estamos en el momento en que el país tiene que salir, una vez más, hacia adelante. De no ser así, serían terribles nuestras circunstancias, las de todos los que estamos aquí y de los demás. ¡Pobres de nosotros si fuese derrotada la esperanza!
Esto es muy importante. Ahora bien, no voy ahora a endilgarles un discurso antiimperialista ni antinorteamericano, pero es verdad que ellos son indelicados en cuanto a su formar de actuar. Ayer fui a recibir mi visado en la embajada de Estados Unidos, a cumplir la invitación formulada por la Biblioteca Pública de Nueva York y otras instituciones de ese país. No reclamo para mí ningún privilegio, pero como acostumbro a recibir en la puerta de mi casa a quienes me visitan, porque creo en esas prácticas caballerescas, estaba incómodo en la cola, afuera, bajo el sol. El único consuelo es que estaba acompañado de los demás cubanos: los que iban, pero regresarían, y los que irían para quedarse. Estábamos todos allí. Después pasamos por aquellas rejas giratorias e ingresamos en una sala donde solamente había un televisor con muñequitos. Iban llamando: el 48 verde, el 30 azul… Yo me dije: “Dios mío, será esto una anticipación del campo de concentración”. Es algo terrible: hemos sido llamados con un número y con un color. Finalmente, la entrevista con aquella señora gentil y sonriente. Yo bromeé con todos. Renuncié un poco a mi compostura habitual y me dirigí con cariño a todo el mundo: a la que me pidió las huellas digitales; a la que me solicitó discretamente que alzase la cara para que la foto fuese más perfecta, y a la señora que me dijo como un veredicto, que ojalá sea el del Señor en el Juicio Final: “Su visa está aprobada”.
A qué voy: yo diría que en el momento actual es necesario abrir las puertas. Es grave que no se vea, ni se comprenda, que lo que ocurrió en Cartagena de Indias no es precisamente un accidente. Ya unas horas después, una parte de América Latina está fragmentada: se ha tirado al suelo un mosaico y se ha fragmentado, pues han comenzado a aparecer disímiles opiniones y posiciones sobre temas sensibles de carácter económico y político. Pero hubo un solo tema, un solo tema que mantuvo en vilo toda la conferencia, hasta la más febril disputa: el tema de Cuba. ¿Debe estar o no debe estar? Yo creo que debe estar, pero no solo en la Cumbre. Ha llegado el momento, como decía ayer a un grupo de ilustres norteamericanos, de acompañar al pueblo cubano, de pensar en su futuro inmediato y en su futuro a más larga proyección. Es necesario que cese todo aquello que atrabanca, como diríamos los cubanos, las salidas posibles para bien del pueblo cubano. Ya se ha probado que las leyes de aislamiento no constituyen el mejor medio; se ha probado que las técnicas de subversión a nada conducen; se ha probado, además, que si no existiese un marco de apoyo fidedigno a la dirección actual de Cuba, podríamos terminar siendo considerados el país más pobre de espíritu, el más miserable de todos los pueblos del mundo, porque acepta un sistema en el cual no cree.
Yo creo que es necesario comprender, en este momento, cuán indispensable es una política diferente hacia Cuba. No para lograr el mismo objetivo a largo plazo, sino para permitir al pueblo cubano escoger libérrimamente su propio destino. No es posible de otra manera. Los que conocemos la forma, judicial e inquisitoria, con que se maneja el tema del envío a Cuba de lo que puede ser adquirido o no, de lo que debe llevar un componente norteamericano o no, estamos conscientes de que la gran mayoría de los emigrados cubanos comparten la idea de que basta ya: que ha llegado el momento de que desaparezca todo tipo de dificultades que aún persisten… allá y aquí.
Debo remitirme al concepto de que “hay que cambiar todo lo que debe ser cambiado”, y no me cabe la menor duda de que la dirección de nuestro país, independientemente de cualquier reclamo, se expresa a favor de que muchas cosas deben cambiar. Como no me cabe la menor duda de que también hay elementos terriblemente reticentes al cambio. Los hay.
Claro, hay ciertos atributos que son indispensables para poder batallar. El primero es tener el valor para poder decir, en el momento oportuno y el lugar adecuado, corriendo a veces el riesgo, lo que uno quiere y debe hacer. Si es la Fe, digamos con toda franqueza: creemos; si es el cambio, la transformación del país, digámoslo también. Hay mucha ignorancia sobre este particular, fuera y dentro de Cuba. Una gran ignorancia. Me sorprende cuando los políticos norteamericanos tocan nuestros problemas internos, cómo en la mayoría de los casos tienen muy poca información de la realidad cubana, de lo que ocurre aquí.
Yo diría que el recorrido de la imagen de la Virgen de la Caridad puso sobre la mesa una realidad que se constató en la Plaza de la Revolución, cuando se dijo en el momento de la misa del Santo Padre: “Silencio”; ni cantos ni aplausos ni nada por el estilo. Creo que fue uno de los silencios más bellos que he escuchado. El pueblo cubano acogió la Virgen en todos lados, creyentes y no creyentes, asumiendo su carácter de símbolo nacional. Por otra parte, la visita del Papa subrayó el sentido de saber escuchar un mensaje, una semilla, que no cayó en tierra infecunda. Como decía su Eminencia, sembraron algunas palabras como concordia, que quiere decir estar con el corazón. Porque se puede decir sí con el cerebro, con la mente, pero si no se está con el corazón, no hay posibilidad alguna de hallar la verdad. Me refiero a esa duda que aquí se ha mencionado, cuando el Papa hizo una bella alusión al monólogo de Pilatos. Cristo y la verdad es quizás nuestra más importante tarea en este momento: “Conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres”.
Aquí hay algunos amigos de la intelectualidad, algunos académicos importantes… y ellos saben cuáles son las ollas de grillo en nuestras respectivas instituciones. Saben las batallas de campanario que se dan, a veces muy serias; saben de las descalificaciones, de las risitas socarronas, que es el primer instrumento de demolición contra cualquiera, con esa manera de expresar el desacuerdo, pero calladamente, sonriendo con la boca torcida. O el mayor elogio que se puede pronunciar de una persona: “Está loco”.
En ese caso funcionaría lo dicho por el capitán general español Ramón Blanco, refiriéndose a Martí tras escuchar su discurso en el Liceo Artístico y Literario de Guanabacoa: “Quiero no recordar lo que he oído y no concebí nunca se dijera delante de mí, representante del Gobierno español: voy a pensar que Martí es un loco… pero un loco peligroso”. Es en ese sentido de la “locura peligrosa” que debemos actuar sinceramente en los ámbitos que nos tocan, con decencia y con fortaleza, pero para esto tenemos que imbuirnos de fe y convicción patriótica.
Tuve un terrible miedo en muchos momentos. Recuerdo que, en una ocasión, me pelaron y rasparon para llevarme a la UMAP, haciéndome renunciar a mi condición de trabajador. Tuve que ir a buscar a una figura queridísima, Haydée Santamaría, a la cual pedí: “Haz que no me lleven”. Y ella intercedió, golpeando en el suelo con su paraguas porque ese día llovía, y me dijo: “Para que estas cosas no se hicieran, yo fui al Moncada”. Ahora bien, cuántos otros fueron llevados… Fue el padre Jaime Ortega; fueron trovadores, artistas…; fueron hombres de fe, de distintas creencias, como el reverendo Raúl Suárez; fueron también hombres que tenían una opción incomprendida o una singularidad que los acusaba ante la sociedad.
Sin embargo, cuando todo eso ha pasado, cuando ha quedado atrás, ello supone, al menos para nosotros, cristianos, un desafío muy grande, el más importante de todos los mandatos: el mandato del perdón. Si no fuésemos capaces de hacerlo, viviríamos perennemente con el puñal clavado en el corazón. Yo creo sinceramente que ha llegado el momento, y la Iglesia al convocar esta conferencia lo hace; yo creo que ha llegado el momento… Hemos luchado por esta conferencia, por lo que quisiera agradecer mucho a Orlando Márquez, quien, llevando adelante los deseos del cardenal arzobispo, convocó a ella luchando contra todas las dificultades: que si los visados, que si lo niegan, que si los retardan, que si los autorizan, que si vienen, que si no llegan los académicos… En estos casos, cuando hay un problema gravísimo, yo lógicamente apelo a César como Pablo.
No tenemos la ciudadanía por merced, sino por derecho. Nosotros somos cubanos y reconocemos en todos los presentes la cubanía, que es más importante que la cubanidad. La cubanidad es la pachanga; son aquellas cinco promesas de la decadencia política republicana: el voto auténtico; aquí las mujeres mandan; todo por el niño; cada cubano con cinco pesos en el bolsillo; la cubanidad es amor… Lo nuestro es la cubanía: nos une la cultura; nos unen aún las diferencias; nos unen las distancias; el mar nos separa, pero nos une… Por tanto, yo, en mi condición de cubano y de cristiano, saludo esta conferencia y la acompaño con la mayor esperanza de que, aunque muchos fueron los llamados y pocos los escogidos, ha sido una gran oportunidad para mí y para todos.
He leído las grandes inquietudes de hermanos míos, mucho más jóvenes. Se lo decía a Robertico Veiga, que sigo sus inquietantes mensajes, en los cuales trata, lógicamente, de anticiparse al tiempo. Yo diría que lo más importante es saber ir con el tiempo y saber cumplir aquel mandato: si os piden un paso, dos, y si os piden la capa, da también el manto o el bastón o el cayado. Hay que proponerse ir hacia adelante; ésta es la fórmula de salvación.
Yo no creo que ya sea posible otra cosa: la realidad cubana de hoy es absolutamente irreversible, pues hay una ley muy importante, señalada por Marx y que vale la pena mencionarla: aquella de que, cuando cambia la infraestructura, necesariamente se transforma la superestructura. La Iglesia no es parte de la superestructura, es parte de la estructura misma de la nación cubana. Ella también ha vivido su renovación y ha vivido el cambio. Ella se acogió a las palabras de Juan XXIII cuando señalaba en Pacem in terris la necesidad de un cambio de mentalidad. Ella acogió jubilosa las reformas del Concilio Vaticano II, llevadas adelante en medio de dificultades también. Ésta es, la cubana, gracias a Dios, una Iglesia pobre que nunca ha recibido subvención y que perdió como el que más. Perdió colegios, propiedades…, perdió terrenos, campos, seminarios…, pero ganó mucho más porque no está encadenada a bienes materiales.
Hemos tenido la felicidad de ver cómo esa situación se ha ido revirtiendo y cómo, lentamente para ella, y para todos, comienzan a atemperarse aquellos espacios que son indispensables para realizar el ministerio cristiano. Es lo mismo que clamaba León XIII cuando esperaba el saludo del reino de Italia a su pontificado, pero que nunca llegó mientras él vivió. Habría que esperar un momento crucial para que se suscribiera el Pacto de Letrán, con el cual la Iglesia recuperaba el espacio mínimo. A ello había contribuido un hombre circunstancialmente providencial, Benito Mussolini, a la par que el cardenal Gasparri sentaba las bases jurídicas para la conciliación con la monarquía italiana y el fin de la cuestión romana. “Mi pequeño reino es el más grande del mundo”, expresó entonces Pío XI. Como es preciso recordar también que fue Pablo VI el primero en renunciar a la corona de platino, regalo de los orfebres de Milán, la cual llevaba todavía los tres anillos: el de gobernar, el de reinar y el de santificar. Con ese gesto, el Papa ya no sería un rey temporal, sino que sería necesariamente un pastor de la Iglesia.
Precediendo a Benedicto XVI en su visita a nuestro país, el gran Papa moderno, Juan Pablo II, pronunció palabras imperecederas durante su inolvidable encuentro con el pueblo cubano. Pensó en nuestra Isla hasta el último momento de su vida, según relatan los testigos que le acompañaron cuando ya aquella naturaleza del hombre fuerte, que parecía sobreponerse a todas las enfermedades y las heridas, comenzó a deteriorarse hasta su última acción pública. Su pontificado marcó también, con su famoso epílogo de “Cuba se abra al mundo y el mundo se abra a Cuba”, cuál será nuestro destino.
Hace unos días las sagrada congregación correspondiente ha aprobado que las virtudes del padre Varela, lo hacen digno de la condición de Venerable para la Iglesia y lo hacen también ya colocarse en el umbral del reconocimiento de su santidad. Ahora bien, falta el milagro. Muchas veces he hablado con mis amigos de la curia y con Su Eminencia y con los obispos sobre cuál es el milagro. ¿Cuál es el milagro que esperamos: una niña ciega que recupera la vista; un paralítico que se levante como el hijo del centurión; un muerto como Lázaro que recupere la vida…? No, el milagro del padre Varela es y tiene que ser Cuba; una Cuba sana y salva; una Cuba renovada y diferente; una Cuba con esperanza, con concordia; una Cuba de reencuentros; eso sí, sobre una base, porque somos un pueblo con una historia gloriosa.
Somos un pueblo de sacrificios que pagó el más alto precio por su libertad, luchando contra un ejército español aguerrido, batallador, fuerte, valeroso… Tuvo que enfrentarlo para ganar un pasaporte de identidad ante la posteridad. Nosotros compramos nuestro destino; lo pagamos a altísimo precio. Si eso es así, repito, el milagro del padre Varela es Cuba, en concordia, en unidad para todos los cubanos, para todos aquellos que quieren con amor el bien de Cuba. Aquí, sin amor, no hay salvación posible; sin reconciliación, como se dice, no hay amor posible.
Alguien me dirá, con razón, que la reconciliación es como un pacto y que, de acuerdo con el derecho romano, tiene que haber abogados que expresen la voluntad de las partes. De una sola parte sería imposible, por lo que se necesita el concurso de todos, con la excepción de aquellos que tengan las manos manchadas por la sangre de nuestro pueblo. Así como también debe primar la voluntad firme de preservar las conquistas sociales y éticas, que serán el saldo mejor del período revolucionario.
Hoy, reunidos aquí, tratamos de hacer posible este camino. Yo, por mi parte, me consagro de por vida a defender esa esperanza, aunque para eso tenga que sufrir cotidianamente el acariciar los cabellos de otros niños, y no los de mi nieto.
Muchas gracias.
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