Eusebio Leal Spengler ~ Historiador de la Ciudad de La Habana ~
Ahora en la mañana yo no llegué puntual, y voy a justificar por qué. A las 7:45 de la mañana me llamaron de un derrumbe, y tuve que hacer allí – con los ingenieros, con los que tienen que ocuparse del tema –, una predicción de qué ocurrirá un poco después. Y también, hace un momento, me consultaban de manera urgente por un cuadro del Gabinete de Restauración, cuya determinación de esta mañana no podía posponerse para luego.
De esa manera, venir al gratísimo encuentro del Archivo me ha permitido hacer lo que no es habitual, que es incumplir el principio de la puntualidad. En el Japón me hablaron una vez sobre la puntualidad excesiva de los japoneses o de los germanos; pero sobre todo de los japoneses – que es pueblo sutil, reconocedor del valor de la poesía y del arte, de los profundos arcanos de la filosofía y del pensamiento del hombre –, que cuando alguien no llega puntualmente a una cita, me roba a mí una parte de mi tiempo que ya nunca volverá. Y es una gran verdad: este día, este momento y este tiempo ya no regresarán; a partir de hoy comienzan otros.
Por eso no llegué puntual, aunque era tan importante recibir el reconocimiento por el cual me atormenta Maribel por teléfono, diciéndome: “No olvide que usted tiene que…”. Y digo: “Tú tienes que saber que estoy metido en las patas del león desde por la mañana, sin esperarlo”; porque mientras que la directora del Sistema Nacional de Acueductos, Alcantarillado y el Instituto de Hidrología se bendecían por la llegada del agua, y los campesinos de rodillas agradecen el agua, yo en La Habana Vieja, que es mi menester, le temo, como le temo al ciclón, porque sé lo que representaría para el Centro Histórico, con tan alta concentración humana – casi 74 mil personas en poco más de 4 kilómetros cuadrados, pensando en la totalidad del municipio –, una evacuación de gran escala, más las pérdidas de significativos monumentos que, aun siendo muy importantes, no valen tanto como la vida de una sola persona, o su capacidad de poder vivir dignamente luego.
Pero al Archivo Nacional estoy ligado desde la memoria de mi predecesor, de feliz memoria, el Dr. Emilio Roig de Leuchsenring. En su despacho, entre los retratos de los amigos más dilectos, está el del capitán del Ejército Libertador Joaquín Llaverías. Con gran satisfacción y emoción he visto la ofrenda floral que se le ha colocado en el vestíbulo del Archivo ante su retrato, porque los pueblos o las personas que olvidan están perdidos. De ahí que el yacimiento documental que él defendió, la preocupación ingente de Celia por preservar desde entonces hasta lo más mínimo de lo que se decía a veces en una pequeña nota, han permitido reconstruir en gran medida una historia, independientemente que soy de los que creo que los papeles no lo revelan todo, que en las ciencias sociales lo importante es la vivencia de una palabra la cual una vez escuchamos y que da la clave de algo muy importante.
Recientemente, una persona de gran significación me decía, a propósito de una discusión sobre papeles: “Ese papel al que te refieres es falso; se escribió después”, lo cual implicó que era no ya una decepción personal, sino era el esclarecimiento de una verdad.
Cuando en una carta suya, Máximo Gómez le escribe a su amigo, el general Francisco Carrillo, “General, no volvamos a las de marras”, yo me preguntaba qué cosas son las de marras. Las de marras, palabra que ya apenas se utiliza en el lenguaje popular cubano; casi nadie dice “las de marras”, nadie sabe qué son “las de marras”. Recuerdo a Lezama Lima cuando hablaba del tíbiri tábara. ¿En qué estás tú? En el tíbiri tábara, quiere decir, en un lugar indefinido en el espacio. Nunca logré conocer cuál era el espacio geográfico del tíbiri tábara. Hay muchas hipótesis: Reinaldo González y otros intelectuales han tratado de explicarme qué cosa es el tíbiri y el tábara, ese espacio intermedio.
¿Qué quiere decir? Que el diálogo con los contemporáneos es importante. Por ejemplo, mis diálogos aquí en el Archivo con Nieves Arencibia, la gran paleógrafa; mis diálogos con Alpízar; mi conocimiento personal de José Luciano Franco en el Archivo, mis conversaciones con él. Y sobre el tema de los papeles, algo que me dijo rotundamente: “Oiga lo que le voy a decir, y se lo digo seriamente – él bromeaba de esta manera, pero la broma era
seria –: esto que le voy a decir es la verdad; pero si usted dice que yo se lo dije, lo voy a negar ante notario.”
Entonces, en las ciencias sociales, el historiador tiene que apoyarse en otros elementos, busca otros matices; pero nada puede sustituir en definitiva el patrimonio documental, por ejemplo, la prensa periódica.
Hoy es una gran preocupación para la Biblioteca Nacional de Cuba el estado en que se encuentra la prensa periódica, y una gran tragedia – y lo conocerá el compañero de la Agricultura – ha sido la pérdida, extravío, maliciosa e incultamente a veces, de los documentos del ingenio y del azúcar.
¿Cómo se puede escribir la historia de Cuba sin el ingenio y sin el central azucarero? ¿Es que acaso no fue allí donde nació la contradicción fundamental entre fuerzas productivas y medios de producción? ¿Es que allí no fue donde se proclamó la independencia de Cuba? ¿No fue acaso el límite en que se definió la batalla antiesclavista y esclavista, que marcó el destino de una generación, o al menos de la vanguardia de una generación? ¿Es que no es acaso la lucha de la clase obrera, no fue la lucha de Céspedes, de Jesús Menéndez, no fue la lucha del diferencial azucarero, no fue la historia del teatro Écue-Yamba-Ó? ¿No fue la historia del poema que recordábamos de niños: “Las viejas carretas rechinan… llevando la suerte de Cuba en las cañas”? Entonces, esta es la verdad.
Cuando hoy recuperamos, por ejemplo, la maquinaria industrial, esta estaba inventariada como patrimonio nacional; pero eso no pudo impedir que las locomotoras fueran abandonadas y en muchos casos rapiadas y robadas y pilladas allí donde quedaron, y que al ingenio – que debió desmantelarse cuidadosamente para prestar un nuevo servicio ante la improductividad del azúcar en el momento en que se tomó tan alta determinación, en un país donde quizás era más valiosa la experiencia que el azúcar misma – resulta ser que vinieron las auras y sobrevolaban a Cuba para comprarlas, y siempre aparecerá alguien. Y la prueba está en los decomisos continuos que el sistema de aduanas hace de documentos, condecoraciones y objetos que de manera subrepticia tratan de extraer, en un país con una crisis larga de carácter económico, que en el contexto mundial actual – no seamos ilusos –, en el contexto mundial actual tiende a agravarse.
¿Qué es lo primero que sufre? La familia, los jóvenes, el desaliento aterrador de que hablaba Martí: el infortunio de los jóvenes que caen víctimas de la seducción – ellos o ellas – de los que vienen, como aquel primer día del encuentro de las culturas del Nuevo y el Viejo Mundo, con cuentas de vidrio, a los que están no inoculados y no preparados para resistir esas tentaciones. O la pérdida del patrimonio nacional. ¿Cuántas veces esa carta que desaparece, ese diario que se llevan? ¿De dónde se ha nutrido ese gran archivo que está en la Florida, en la Universidad de la Florida, archivo cubano, si no es de la búsqueda?
Yo recuerdo con toda claridad esta anécdota, que muchos quizás no conozcan: un día un aterrorizado cubano-americano, que se encontraba viviendo en el Hotel Victoria, le comunicó a un amigo y éste a mí – repito: ¡aterrorizado! –, que tenía los cuadernos del diario de Máximo Gómez, que habían sido robados de aquí del Archivo Nacional. No había entonces en Cuba ni dólares ni CUC ni nada por el estilo; estábamos a guitarra pura, o como dice nuestro amigo, gran escritor y promotor cultural, a cuerda viva. Entonces se acordó lo siguiente: “Dile que sí, que vamos a hacer la transferencia. ¿Cuánto pide?”. Pedía una suma astronómica por los cuadernos: ¡veinte mil dólares!
Inmediatamente, se hizo la coordinación correspondiente con el Ministerio del Interior, se preparó el maletín y se cifraron 20 mil dólares que entregó el Banco Central. Fue una operación de 24 horas. Y en el parque de los grandes jagüeyes de la Quinta Avenida, una colaboradora mía, Raida Mara, que era totalmente anónima, fue la encargada de llevar el maletín y encontrarse con el individuo que le llevaba los diarios, cuya trama criminal había comenzado en el Archivo. Y entonces, en el momento mismo que se le entregó el maletín y se entregaron los diarios, el hombre estaba en nuestras manos y, con él, parte de la red que llegaba aquí y a otros muchos lugares.
Recuerdo la noche en que le entregamos al jefe de la Revolución los cuadernos del diario de Máximo Gómez, y cómo determinó, ante las condiciones precarias de seguridad que vivía la nación para su patrimonio, que fuese al archivo de la Oficina de Asuntos Históricos.
Esta es una anécdota. Nosotros, en la Oficina del Historiador, fuimos pillados y robados por la prevaricación de un funcionario del Archivo, ¡una prevaricación! Y esa prevaricación significó el robo de documentos importantísimos que nunca recuperamos, ¡que nunca recuperamos!
Otros fueron traídos por libreros y vendedores de libros que en ese momento, teniendo la Oficina el privilegio de poder comprar bienes del patrimonio, adquiríamos, o simple y sencillamente comunicábamos a la institución agraviada, ya que todas las bibliotecas de Cuba, desde la de la Real Sociedad Económica hasta la maravillosa biblioteca de Matanzas y la nuestra, estaban siendo robadas para vender los libros en el mercado.
Hubo un gran debate: si era conveniente la venta de libros viejos. Y yo dije: “Claro que es conveniente, porque al menos los tengo a mano; los tengo a mano y puedo ejercer el derecho de tanteo a nombre del Estado y puedo, en un sinceramiento y en un franqueamiento con ellos, exigirles una conducta ética, porque de lo contrario nuestra venganza sería aplastante. Hablemos claro”. Y entonces, a pesar de criterios contrarios, se mantuvo el mercado.
Pongo esta anécdota: la semana pasada, llego al mercado – suelo pasar –, y me dicen: “Quiero mostrarle algo” – un libro de pergaminos –, “estos documentos, este libro de autógrafos.” Cuando se trata de algo emergente, cuando se trata de algo que no debo postergar, siempre recuerdo aquella máxima de que hay que tener la cabeza fría y la mano caliente. Digo: “Démelo a mí ya, que yo me ocupo de este tema”. Fue el caso del diario del general Henry Reeve, cuando se presentó el nieto del biógrafo e historiador, Aron, y vino con varias cosas a vender, y al final había un machete y el diario. Entonces yo inmediatamente – estaba sentado en mi oficina – separé lo que tenía un valor, un precio; quiere decir, condecoraciones, metales en definitiva, e inmediatamente, ya preparada la ocasión, le dije: “Pero has entrado en un confesionario, ya esto no sale de aquí”. Me dijo: “¿Cómo que no sale de aquí?”. Y le dije: “No, ya esto no puede salir; ya esto se queda aquí”. Así se salvo el diario.
Cuando volvió a reclamar, le dije: “En cuanto al machete, no tengo nada que decirte; si un antepasado tuyo tuvo el valor de levantarlo en el campo de batalla, es una pena que tú, siendo tan joven, vengas a venderlo. En cuanto al diario, no te pertenece ni a ti, ni al que lo tuvo, ni al anterior; le pertenece a la memoria del general Reeve y le pertenece a Cuba. Esta es la verdad”.
Entonces han sido tiempos difíciles para los archivos. Los archivos requieren recursos materiales indispensables. No puede ser postergado porque el clima de Cuba, la humedad de estos días de ochenta y tantos por ciento, nos obliga a pensar qué cosa puede ser un archivo sin climatización, sin lucha contra vectores, sin materiales de restauración, sin laboratorios adecuados. Y hablo, en primer lugar, siempre hablando como miembro de esta familia, y poniendo en primer lugar los malos ejemplos en mi propia parte. Fue una determinación económica riesgosa y grande decidir importar del Japón los papeles, importar los equipamientos, la climatización, que ha sido un dolor de cabeza; pero hay partes del Archivo que son absolutamente intocables y pertenecen, como otros archivos, al universo de las cosas secretas, como en el Vaticano, en París o en cualquier lugar del mundo.
Mucho tenemos que trabajar y estimular a los que han dado un paso adelante y han cumplido tan importantes obligaciones, que no se pueden pagar con ningún salario; porque nuestro salario, como expertos del patrimonio cultural, o como trabajadores modestos del patrimonio cultural, es siempre moral.
Siempre me he preguntado: ¿Cómo un cirujano ginecólogo puede enfrentarse después a una batalla amorosa? Es imposible. ¿Cómo puede enfrentarse un cirujano que tiene que abrir a un hombre y operarlo durante ocho horas, a comerse un filete después? ¿Cómo puede entonces alguien que está consagrado a los papeles, que tiene que estar cuidando de las uñas, de lo que respira, de los ácaros del polvo, de los gusanillos que están ahí, de todo lo imaginable, y que debe tener los desinfectantes y las medidas de protección del trabajo que conlleva, quién puede, sino con un enorme estímulo moral, enfrentar tal cosa?
Ahora, como les decía, había que tomar la decisión hoy por la mañana sobre un cuadro – ya teníamos todas las decisiones previas tomadas –; un cuadro de gran importancia para nosotros, que se adquirió la pasada semana. Entonces la posición era esta: ¿ahora cuánto nos cuesta hacer la reconstrucción; cuánto cuesta la tela inconsútil que hay que comprar en Holanda; cuánto cuestan los pigmentos con que se trabajará?
Yo le contaba a una persona, que me decía ahora: “Yo necesito que usted me consiga dos pinceles.” Y le decía: “Bueno, mira, ahí en una tienda puedes comprar unos pinceles chinos que son para jugar; pero los pinceles Winsor & Newton para restaurar, hay uno solo que cuesta 200 libras esterlinas, quiere decir, cuesta 400 dólares, porque está hecho con la cola de una marta, y las martas tienen una sola cola; hay que cortar la punta y dejarla que le crezca de nuevo para hacer un pincel, uno solo”.
Entonces la restauración de los documentos, de los bienes museables, de cualquier cosa, y aún más de las edificaciones, requiere un esfuerzo de acumulación intelectual, de preparación profesional, de oficio, y requiere también una preparación técnica, y requiere un amor al trabajo extraordinario. Esto es lo que podría decir en una reunión de mujeres y de hombres de archivos. Es también nuestra preocupación y nuestra agonía.
Cuando se realizó la Ley General de Archivos, una de las leyes más importantes del país, se sentaron las bases para que el concepto metodológico y el concepto del sistema fuesen uno solo, respectando las singularidades y las características que determinados archivos conllevan.
En el caso nuestro, por ejemplo, fue un largo proceso. Emilio Roig recuperó las Actas Capitulares del Ayuntamiento de La Habana, que comienzan en julio de 1550; las recupera cuando termina el experimento administrativo de un distrito central durante el período del presidente general Machado. El Alcalde de La Habana decide que había necesidad de espacio en el Ayuntamiento, y mandan las Actas Capitulares a las húmedas bóvedas del Castillo de la Fuerza donde, entre paréntesis, había estado, en su largo peregrinar, el germen de la Biblioteca Nacional. Primero ahí, después en la Maestranza de Artillería, y finalmente la gran Comisión de la cual fue alma Fernando Ortiz, para construir la Biblioteca Nacional más moderna y más preparada que podía existir en ningún otro país fuera de los Estados Unidos, y esto era en Cuba. Esta es la realidad histórica; lo demás todo es bobería.
Si el dictador, que era un criminal, violó y pisoteó las leyes de la República, por eso merece todo; pero lo real, lo verdadero, es que entre los proyectos de la nueva Plaza Cívica, como se le llamó ─ que solamente el pueblo transforma en Plaza de la Revolución ─, se construye una gran Biblioteca Nacional para reunir los fondos de las múltiples bibliotecas. Y estaba madura en el momento en el que abandonan el país muchos historiadores, sociólogos, y por camiones llegaban los libros que se ocupaban en las bibliotecas y también los documentos.
Yo recuerdo la búsqueda de los papeles personales de algunas personas – valga la redundancia – de gran significación. Por ejemplo, conocí la documentación de Martí en la casa de Gonzalito de Quesada. Y fue Celia, que era tan exquisita en el tratamiento de lo humano, la que dijo: “Tómense todo tipo de medidas de protección a favor de Gonzalo de Quesada, de Gonzalito pero, al mismo tiempo, los papeles que los tenga Gonzalo hasta su muerte, porque sería matarlo en vida…”. Muerto Gonzalo de Quesada, los papeles de Martí pasaron allí.
Desgraciadamente, una corriente tecnológica mal aplicada significó que documentos originales fueran – como se llamase en la época –, plastificados –, lo cual suponía un procedimiento irreversible sobre documentos que ya no tendrían salvación. Eso se usaba en Estados Unidos para la prensa periódica, y en condiciones de climatización muy rigurosas, pero nunca para los papeles originales.
Volvamos a las Actas. Emilio Roig saca las Actas, logra que salgan del espacio del Castillo de la Fuerza, húmedas bóvedas
– como les llamaba –, y ordena la construcción de unos muebles de acero con llave adonde él solamente tenía acceso, a las Actas originales y a las trasuntadas. Como ustedes saben, falta un capítulo muy importante, y hay muchas hipótesis sobre su pérdida o extravío.
Hoy se abre una nueva posibilidad, y es que tanto el Archivo de Indias como el de Simancas, el de Sevilla sobre todo, tienen hoy casi 70 millones de documentos, de los cuales una gran parte ya está digitalizada.
Ahora existe hasta una tarjeta de consulta internacional que hemos comprado por la cual, pagando un derecho anual, podemos consultar directamente por control remoto al Archivo de Sevilla. Por ejemplo, ahí está depositada la memoria no solo de Cuba, sino de América, pero custodiada en los armarios de caoba que Carlos III encargó a Cuba, aquellas tozas de madera, y ellos allí lo dicen con orgullo.
Después del triunfo de la Revolución se siguieron haciendo las actas y, llegado un momento, cuando ya pasó la turbulencia de los primeros años, los alcaldes de La Habana fueron requeridos; ya me dirigí a los alcaldes de La Habana, presidentes, comisionados, en las varias formas que ha tenido el poder local – Gobierno Municipal Revolucionario, Junta de Coordinación, Ejecución e Inspección (JUCEI), Administración Metropolitana de La Habana, Poder Popular, con los quince municipios –, pero las actas del Consejo de Administración Central siguen llegando semanalmente. Entonces rescaté todos los primeros tomos, desde los primeros acuerdos que se toman el 6 y el 7 de enero de 1959, y a partir de eso, que ya estaba encuadernado, todas las semanas el Secretario me envía las actas, y yo acuso recibo mecánicamente y van para el archivo, con lo cual puedo decir que desde 1550 hasta la semana pasada los documentos están ahí. Y es la memoria de la historia de la ciudad, de una ciudad que es tan importante para nosotros.
Los papeles pueden hallarse en cualquier sitio, son una sorpresa inesperada. Cuando estábamos restaurando recientemente el Museo Napoleónico, que suponía una inversión colosal, los trabajadores que limpiaban y preparaban para la instalación del ascensor del museo encontraron una puerta secreta detrás de la pared del ascensor. Se abrió la puerta y había unos baúles dentro. Eran los papeles del Coronel Orestes Ferrara y Merino, dueño de la casa, y una nota que había dejado la servidumbre, como una especie de acta de responsabilidad, en el momento en que abandonan la casa y guardan los papeles, algunas piezas de plata, algunas piezas de porcelana, pero lo fundamental eran los papeles.
El calor de la torre, el del motor del elevador, convirtió los arcones en polvo y cenizas. Afortunadamente, la humedad preservó, más allá de lo que estaba en la primera parte y en la última, una gran parte de la documentación de Ferrara, con lo cual se llenó un capítulo muy importante para la historia de la República.
Trabajar sin descanso. Todos los días nos espera una sorpresa. Quizás de lo actual y lo contemporáneo sea muy importante, y no solo de lo pretérito, tomar medidas; continuamente hay que rescatar, hay que buscar. Por eso ponía el ejemplo de las locomotoras, que van llegando una tras otra, las 42 locomotoras, lo cual ha traído como consecuencia un movimiento en el país ─ en Ciego de Ávila, en Camagüey y en todos los lugares ─, para conservar las locomotoras que otros querían comprar y llevarse lejos de Cuba.
Trabajar sin descanso. Sangre fría. En la barbería, no afeitándome ─ debiera llamarse ya peluquería de caballeros, no barbería, porque muy pocos hombres nos afeitamos allí ─, de pronto entra una señora y me dice: “Leal…”. Y entonces yo dije: “Ya me conocen, como a Quevedo en el famoso chiste”. Entonces me molesté, y le dije: “Señora, espere un momento”. Esa lección me sirvió de mucho. Cuando terminé, me acerqué a la señora: “Usted dirá, señora”. Me dijo: “Mire, yo vengo porque estoy rompiendo papeles de mi familia, y encontré esta cajita, que se la quiero entregar a usted”. Inmediatamente el león se dulcificó, tomé la cajita, la abrí, y lo que había era recibos, recibitos de tiendas de La Habana, antiguas, del siglo XIX, tiendas de sombreros, algunas con un grabado. Y de pronto, al final de la caja, había una carta doblada, una carta en una de cuyas partes decía: “No hay uno solo de nuestros antiguos compañeros de armas que no quieran desenfundar su espada junto al vencedor de Las Guásimas y del Naranjo”. Ya estoy impresionado con lo que voy leyendo. La parte más linda de la carta dice: “Porque quien intente apropiarse de Cuba recogerá el polvo de su suelo, porque tiene muchos hijos que han renunciado a su bienestar y a la familia por conservar el honor y la patria. Y con ella pereceremos antes que ser dominados”.
Entonces yo dije: bueno, esta carta está escrita en la misma fecha en que José Dolores Pollo publica en su periódico esa carta de Maceo.
Acudí a la autoridad suprema. Ya no vivía Aparicio, ya no vivía Griñán Peralta; vivía solamente Franco, autoridad suprema. Y entonces le dije: “Aquí hay esto”. Inmediatamente me dijo: “La letra es de él, es lo primero; lo segundo, las tachaduras, también, lo cual quiere decir que estamos ante un borrador de una carta que esa misma noche debió modificar. Ahora, le advierto que de la otra, la que apareció publicada, la que conocemos – ‘el polvo de su suelo anegado en sangre si no perece en la lucha’ –, de esa el original no se ha conservado, ni aquí; está lo que José Dolores Pollo debió conservar”. Ahora bien: en esta modificación en la carta original, con las tachaduras, la posición es todavía más radical y más explícita. Y le digo: “Entonces, Franco, ¿de dónde salió esa carta?”. Me dijo: “María Cabrales. Ella lo guardaba todo. Ella no permitía que él botase un papelito que llevase su firma. Entonces, sencilla y llanamente, cuando se escribió la carta definitiva con letra cuidada y ya perfectamente rectificada en todo, ella guardó la copia”.
Posteriormente, en casa del doctor Cabrales – el descendiente de María, que tenía una importantísima documentación maceísta que Franco conocía –, le pregunté a él, que vive todavía en la calle Neptuno, si en su archivo estaba la carta. No estaba, ¡no estaba la carta!
El trabajo del Archivo es intenso: es un trabajo de persona a persona; es un trabajo de búsqueda de la prueba. Y esta carta me demostró una vez más que todo lo que se escribe no es exactamente lo que pasó, y que son muy importantes, por ejemplo, los diarios. A los jefes principales les estaba prohibido terminantemente dar opiniones o expresar criterios o sentimientos. Cuando un General llegaba a tomar posesión y decía: “Venga el libro general de correspondencia, venga el libro de los ascensos y propuestas, venga el libro de correspondencia, o el diario de campaña” para saber que “el día 7 actuamos en tal lugar, el día 9 tantas bajas, el 10 hicimos tal cosa”, solamente a los jefes grandes se permitían escribir esas cosas.
Maceo, por ejemplo, su diario lo llevó el General José Miró Argenter, el diario de la segunda guerra, y él se complacía escuchándolo. Por eso, cuando algunos historiadores han puesto en duda el valor del testimonio del General Miró, les digo: “Al que están poniendo en grave aprieto es al propio Maceo, porque él se complacía escuchando los relatos que están publicados”.
Y el propio Fidel en La Historia me Absolverá clama por que cada joven cubano tenga ese libro, independientemente de imprecisiones, de cosas que son propias de la emoción o de la condición humana de los individuos.
Pero la mayoría de los diarios no expresan esas opiniones; Máximo Gómez sí las expresó en su diario. Y cuando su hijo Bernardo publicó el diario a partir de los documentos que están aquí en el Archivo ─ la mayor documentación de Máximo Gómez está en este Archivo ─; cuando publica ese diario el doctor Bernardo Gómez Toro, incorpora uno que era totalmente desconocido, que todo el mundo sabía que existía pero que nadie había encontrado nunca: el diario de José Martí, el último diario. ¡Ah!, y entonces ahí empiezan todas las hipótesis: ¿Cómo llegó a las manos del General Gómez? ¿Por qué, si Martí iba vestido y llevaba en sí todo lo necesario para un viajero – fotografías, dinero, todo –, faltaba solo algo en su ajuar: el diario? El diario se quedó en el campamento. Por eso, cuando Gómez regresa, inmediatamente le entregan ese diario que José Martí había dejado. Ah, faltan tres páginas. Yo no puedo permitirme como historiador ponerme a hacer hipótesis sobre lo que falta; puedo tener un criterio, y en un círculo más cerrado puedo explicarlo; porque también uno corre el riesgo, cuando hace una conferencia, de que saquen un fragmento y lo editen, y a mí no me gusta ni editar a nadie ni que me editen a mí. El pensamiento completo.
Entonces, ¿por qué las quitó? No lo sabemos. Pero alguien dijo: “Lo que estaba escrito, estaba escrito en las claves de Martí”. Alguien me preguntó: “¿Claves?”. Digo: “Sí, tenía las claves”. Y recuerdo el criptógrafo que estaba aquí en el Archivo, el criptógrafo chileno que estuvo aquí trabajando, que fue el que hizo la transcripción de muchas páginas crípticas de aquí, del Archivo. Por ejemplo, una carta absolutamente escrita en caracteres criptográficos, de la cual solo tenemos una copia, pero que es muy importante para el momento actual, y que envía Antonio Maceo desde su exilio cuando apenas faltaban cuatro años para comenzar la gran guerra. Es tan interesante el tema que lo pone todo en clave, y por la parte de atrás de la carta dice el criptógrafo de la contrainteligencia española: “La clave de Maceo es esta: 7ABI, esto y lo otro…”. Y después dice abajo: “Me equivoco: es esto, esto y esto”. Así lo dice.
Céspedes también le recomienda a Ana de Quesada – y le envía su clave –: “Escríbeme en esta clave, no en otra”, para que no llegase a manos de sus enemigos políticos. En una de sus cartas más transparentes, de pronto comienza todo un discurso en clave. Está descifrado. Hortensia Pichardo, que fue otra que vivió aquí permanentemente, mientras pudo, logrando que el criptógrafo chileno descodificase la clave de Céspedes, encontró la explicación de sus palabras, que están en el precioso libro que ha escrito Rafael Acosta de Arriba, Los silencios quebrados de San Lorenzo. Ahí Céspedes dice: “Sáquenme pronto de aquí, por cualquier vía; sáquenme, que o me matan, o me asesinan, o me entregan en manos asesinas”. Eso es lo que dice.
Entonces los historiadores tienen que saber sacar no solo las claves escritas, sino las claves no escritas. Ahí está la posibilidad de encontrar la duda razonable en torno a eso que el hombre persigue desde la aurora de los tiempos: la verdad. Habría que entrar entonces al juicio de Pilatos cuando él le pregunta: “¿Y cuál es la verdad?”. Busquemos la verdad. Para esa verdad, el trabajo del Archivo y de los Archivos de Cuba es muy importante.
Felicito de corazón a los que han sido reconocidos en el día de hoy. Felicito a la directora general del sistema, y muy particularmente a la directora del Archivo, que ha llevado adelante una gran batalla, siguiendo la huella de predecesores que lo hicieron también.
Este es uno de los archivos más importantes del mundo, del mundo hispanoamericano. No se puede escribir la historia de Cuba y sus relaciones triangulares ─ como escribió Franco en su maravilloso libro ─, con Inglaterra, con Francia, con España, con los Estados Unidos, sin este Archivo.
Es lógico que archivos extranjeros codicien esas fuentes maravillosamente primarias. De ahí la importancia de investigar y de publicar; de ahí la importancia de que el Archivo tenga su boletín y pueda el boletín editarse periódicamente dando a la luz los documentos, de tal manera que ya nadie pueda dar el palo periodístico de encontrar lo que nadie había encontrado antes.
Hace falta multiplicar las conferencias, los encuentros, los diálogos. Hace falta luchar por que la conciencia del patrimonio nacional prenda en todas sus variantes en el corazón de todos los cubanos, fundamentalmente, en la base, en el corazón del maestro.
Quizás el patrimonio espiritual más importante es el legado educativo cubano. Ni Luz Caballero ni Enrique José Varona fueron solamente educadores en el aula; lo fueron porque fueron bibliógrafos, como lo fue Bachiller y Morales, porque se desempeñaron admirablemente en las artes de la cultura, porque les mostraron a los ojos deslumbrados de sus discípulos los libros bellos, como hizo Mendive cuando le mostraba los cromos hermosos en los libros de su biblioteca al joven José Martí.
Por cierto, ahí en la calle Prado, junto al antiguo Casino Español, ya restaurado, está el colegio El Salvador. Era hasta hace muy poco un organismo del Estado, que nos lo ha entregado. El próximo año comienzan las labores de reconstrucción del edificio, y algo más importante: una escuela primaria que llevará el nombre de Colegio San Pablo, fundado y dirigido por Rafael María de Mendive. Y entonces habremos recuperado una parte de la memoria. ¡Solo la memoria salva; cuando la memoria se pierde, todo se ha perdido!
Muchas gracias.Palabras de Eusebio Leal Spengler en el Archivo Nacional de Cuba, al recibir el reconocimiento de esta institución, por su meritoria labor en el rescate y preservación del patrimonio del país, el
3 de noviembre de 2011
Ahora en la mañana yo no llegué puntual, y voy a justificar por qué. A las 7:45 de la mañana me llamaron de un derrumbe, y tuve que hacer allí – con los ingenieros, con los que tienen que ocuparse del tema –, una predicción de qué ocurrirá un poco después. Y también, hace un momento, me consultaban de manera urgente por un cuadro del Gabinete de Restauración, cuya determinación de esta mañana no podía posponerse para luego.
De esa manera, venir al gratísimo encuentro del Archivo me ha permitido hacer lo que no es habitual, que es incumplir el principio de la puntualidad. En el Japón me hablaron una vez sobre la puntualidad excesiva de los japoneses o de los germanos; pero sobre todo de los japoneses – que es pueblo sutil, reconocedor del valor de la poesía y del arte, de los profundos arcanos de la filosofía y del pensamiento del hombre –, que cuando alguien no llega puntualmente a una cita, me roba a mí una parte de mi tiempo que ya nunca volverá. Y es una gran verdad: este día, este momento y este tiempo ya no regresarán; a partir de hoy comienzan otros.
Por eso no llegué puntual, aunque era tan importante recibir el reconocimiento por el cual me atormenta Maribel por teléfono, diciéndome: “No olvide que usted tiene que…”. Y digo: “Tú tienes que saber que estoy metido en las patas del león desde por la mañana, sin esperarlo”; porque mientras que la directora del Sistema Nacional de Acueductos, Alcantarillado y el Instituto de Hidrología se bendecían por la llegada del agua, y los campesinos de rodillas agradecen el agua, yo en La Habana Vieja, que es mi menester, le temo, como le temo al ciclón, porque sé lo que representaría para el Centro Histórico, con tan alta concentración humana – casi 74 mil personas en poco más de 4 kilómetros cuadrados, pensando en la totalidad del municipio –, una evacuación de gran escala, más las pérdidas de significativos monumentos que, aun siendo muy importantes, no valen tanto como la vida de una sola persona, o su capacidad de poder vivir dignamente luego.
Pero al Archivo Nacional estoy ligado desde la memoria de mi predecesor, de feliz memoria, el Dr. Emilio Roig de Leuchsenring. En su despacho, entre los retratos de los amigos más dilectos, está el del capitán del Ejército Libertador Joaquín Llaverías. Con gran satisfacción y emoción he visto la ofrenda floral que se le ha colocado en el vestíbulo del Archivo ante su retrato, porque los pueblos o las personas que olvidan están perdidos. De ahí que el yacimiento documental que él defendió, la preocupación ingente de Celia por preservar desde entonces hasta lo más mínimo de lo que se decía a veces en una pequeña nota, han permitido reconstruir en gran medida una historia, independientemente que soy de los que creo que los papeles no lo revelan todo, que en las ciencias sociales lo importante es la vivencia de una palabra la cual una vez escuchamos y que da la clave de algo muy importante.
Recientemente, una persona de gran significación me decía, a propósito de una discusión sobre papeles: “Ese papel al que te refieres es falso; se escribió después”, lo cual implicó que era no ya una decepción personal, sino era el esclarecimiento de una verdad.
Cuando en una carta suya, Máximo Gómez le escribe a su amigo, el general Francisco Carrillo, “General, no volvamos a las de marras”, yo me preguntaba qué cosas son las de marras. Las de marras, palabra que ya apenas se utiliza en el lenguaje popular cubano; casi nadie dice “las de marras”, nadie sabe qué son “las de marras”. Recuerdo a Lezama Lima cuando hablaba del tíbiri tábara. ¿En qué estás tú? En el tíbiri tábara, quiere decir, en un lugar indefinido en el espacio. Nunca logré conocer cuál era el espacio geográfico del tíbiri tábara. Hay muchas hipótesis: Reinaldo González y otros intelectuales han tratado de explicarme qué cosa es el tíbiri y el tábara, ese espacio intermedio.
¿Qué quiere decir? Que el diálogo con los contemporáneos es importante. Por ejemplo, mis diálogos aquí en el Archivo con Nieves Arencibia, la gran paleógrafa; mis diálogos con Alpízar; mi conocimiento personal de José Luciano Franco en el Archivo, mis conversaciones con él. Y sobre el tema de los papeles, algo que me dijo rotundamente: “Oiga lo que le voy a decir, y se lo digo seriamente – él bromeaba de esta manera, pero la broma era
seria –: esto que le voy a decir es la verdad; pero si usted dice que yo se lo dije, lo voy a negar ante notario.”
Entonces, en las ciencias sociales, el historiador tiene que apoyarse en otros elementos, busca otros matices; pero nada puede sustituir en definitiva el patrimonio documental, por ejemplo, la prensa periódica.
Hoy es una gran preocupación para la Biblioteca Nacional de Cuba el estado en que se encuentra la prensa periódica, y una gran tragedia – y lo conocerá el compañero de la Agricultura – ha sido la pérdida, extravío, maliciosa e incultamente a veces, de los documentos del ingenio y del azúcar.
¿Cómo se puede escribir la historia de Cuba sin el ingenio y sin el central azucarero? ¿Es que acaso no fue allí donde nació la contradicción fundamental entre fuerzas productivas y medios de producción? ¿Es que allí no fue donde se proclamó la independencia de Cuba? ¿No fue acaso el límite en que se definió la batalla antiesclavista y esclavista, que marcó el destino de una generación, o al menos de la vanguardia de una generación? ¿Es que no es acaso la lucha de la clase obrera, no fue la lucha de Céspedes, de Jesús Menéndez, no fue la lucha del diferencial azucarero, no fue la historia del teatro Écue-Yamba-Ó? ¿No fue la historia del poema que recordábamos de niños: “Las viejas carretas rechinan… llevando la suerte de Cuba en las cañas”? Entonces, esta es la verdad.
Cuando hoy recuperamos, por ejemplo, la maquinaria industrial, esta estaba inventariada como patrimonio nacional; pero eso no pudo impedir que las locomotoras fueran abandonadas y en muchos casos rapiadas y robadas y pilladas allí donde quedaron, y que al ingenio – que debió desmantelarse cuidadosamente para prestar un nuevo servicio ante la improductividad del azúcar en el momento en que se tomó tan alta determinación, en un país donde quizás era más valiosa la experiencia que el azúcar misma – resulta ser que vinieron las auras y sobrevolaban a Cuba para comprarlas, y siempre aparecerá alguien. Y la prueba está en los decomisos continuos que el sistema de aduanas hace de documentos, condecoraciones y objetos que de manera subrepticia tratan de extraer, en un país con una crisis larga de carácter económico, que en el contexto mundial actual – no seamos ilusos –, en el contexto mundial actual tiende a agravarse.
¿Qué es lo primero que sufre? La familia, los jóvenes, el desaliento aterrador de que hablaba Martí: el infortunio de los jóvenes que caen víctimas de la seducción – ellos o ellas – de los que vienen, como aquel primer día del encuentro de las culturas del Nuevo y el Viejo Mundo, con cuentas de vidrio, a los que están no inoculados y no preparados para resistir esas tentaciones. O la pérdida del patrimonio nacional. ¿Cuántas veces esa carta que desaparece, ese diario que se llevan? ¿De dónde se ha nutrido ese gran archivo que está en la Florida, en la Universidad de la Florida, archivo cubano, si no es de la búsqueda?
Yo recuerdo con toda claridad esta anécdota, que muchos quizás no conozcan: un día un aterrorizado cubano-americano, que se encontraba viviendo en el Hotel Victoria, le comunicó a un amigo y éste a mí – repito: ¡aterrorizado! –, que tenía los cuadernos del diario de Máximo Gómez, que habían sido robados de aquí del Archivo Nacional. No había entonces en Cuba ni dólares ni CUC ni nada por el estilo; estábamos a guitarra pura, o como dice nuestro amigo, gran escritor y promotor cultural, a cuerda viva. Entonces se acordó lo siguiente: “Dile que sí, que vamos a hacer la transferencia. ¿Cuánto pide?”. Pedía una suma astronómica por los cuadernos: ¡veinte mil dólares!
Inmediatamente, se hizo la coordinación correspondiente con el Ministerio del Interior, se preparó el maletín y se cifraron 20 mil dólares que entregó el Banco Central. Fue una operación de 24 horas. Y en el parque de los grandes jagüeyes de la Quinta Avenida, una colaboradora mía, Raida Mara, que era totalmente anónima, fue la encargada de llevar el maletín y encontrarse con el individuo que le llevaba los diarios, cuya trama criminal había comenzado en el Archivo. Y entonces, en el momento mismo que se le entregó el maletín y se entregaron los diarios, el hombre estaba en nuestras manos y, con él, parte de la red que llegaba aquí y a otros muchos lugares.
Recuerdo la noche en que le entregamos al jefe de la Revolución los cuadernos del diario de Máximo Gómez, y cómo determinó, ante las condiciones precarias de seguridad que vivía la nación para su patrimonio, que fuese al archivo de la Oficina de Asuntos Históricos.
Esta es una anécdota. Nosotros, en la Oficina del Historiador, fuimos pillados y robados por la prevaricación de un funcionario del Archivo, ¡una prevaricación! Y esa prevaricación significó el robo de documentos importantísimos que nunca recuperamos, ¡que nunca recuperamos!
Otros fueron traídos por libreros y vendedores de libros que en ese momento, teniendo la Oficina el privilegio de poder comprar bienes del patrimonio, adquiríamos, o simple y sencillamente comunicábamos a la institución agraviada, ya que todas las bibliotecas de Cuba, desde la de la Real Sociedad Económica hasta la maravillosa biblioteca de Matanzas y la nuestra, estaban siendo robadas para vender los libros en el mercado.
Hubo un gran debate: si era conveniente la venta de libros viejos. Y yo dije: “Claro que es conveniente, porque al menos los tengo a mano; los tengo a mano y puedo ejercer el derecho de tanteo a nombre del Estado y puedo, en un sinceramiento y en un franqueamiento con ellos, exigirles una conducta ética, porque de lo contrario nuestra venganza sería aplastante. Hablemos claro”. Y entonces, a pesar de criterios contrarios, se mantuvo el mercado.
Pongo esta anécdota: la semana pasada, llego al mercado – suelo pasar –, y me dicen: “Quiero mostrarle algo” – un libro de pergaminos –, “estos documentos, este libro de autógrafos.” Cuando se trata de algo emergente, cuando se trata de algo que no debo postergar, siempre recuerdo aquella máxima de que hay que tener la cabeza fría y la mano caliente. Digo: “Démelo a mí ya, que yo me ocupo de este tema”. Fue el caso del diario del general Henry Reeve, cuando se presentó el nieto del biógrafo e historiador, Aron, y vino con varias cosas a vender, y al final había un machete y el diario. Entonces yo inmediatamente – estaba sentado en mi oficina – separé lo que tenía un valor, un precio; quiere decir, condecoraciones, metales en definitiva, e inmediatamente, ya preparada la ocasión, le dije: “Pero has entrado en un confesionario, ya esto no sale de aquí”. Me dijo: “¿Cómo que no sale de aquí?”. Y le dije: “No, ya esto no puede salir; ya esto se queda aquí”. Así se salvo el diario.
Cuando volvió a reclamar, le dije: “En cuanto al machete, no tengo nada que decirte; si un antepasado tuyo tuvo el valor de levantarlo en el campo de batalla, es una pena que tú, siendo tan joven, vengas a venderlo. En cuanto al diario, no te pertenece ni a ti, ni al que lo tuvo, ni al anterior; le pertenece a la memoria del general Reeve y le pertenece a Cuba. Esta es la verdad”.
Entonces han sido tiempos difíciles para los archivos. Los archivos requieren recursos materiales indispensables. No puede ser postergado porque el clima de Cuba, la humedad de estos días de ochenta y tantos por ciento, nos obliga a pensar qué cosa puede ser un archivo sin climatización, sin lucha contra vectores, sin materiales de restauración, sin laboratorios adecuados. Y hablo, en primer lugar, siempre hablando como miembro de esta familia, y poniendo en primer lugar los malos ejemplos en mi propia parte. Fue una determinación económica riesgosa y grande decidir importar del Japón los papeles, importar los equipamientos, la climatización, que ha sido un dolor de cabeza; pero hay partes del Archivo que son absolutamente intocables y pertenecen, como otros archivos, al universo de las cosas secretas, como en el Vaticano, en París o en cualquier lugar del mundo.
Mucho tenemos que trabajar y estimular a los que han dado un paso adelante y han cumplido tan importantes obligaciones, que no se pueden pagar con ningún salario; porque nuestro salario, como expertos del patrimonio cultural, o como trabajadores modestos del patrimonio cultural, es siempre moral.
Siempre me he preguntado: ¿Cómo un cirujano ginecólogo puede enfrentarse después a una batalla amorosa? Es imposible. ¿Cómo puede enfrentarse un cirujano que tiene que abrir a un hombre y operarlo durante ocho horas, a comerse un filete después? ¿Cómo puede entonces alguien que está consagrado a los papeles, que tiene que estar cuidando de las uñas, de lo que respira, de los ácaros del polvo, de los gusanillos que están ahí, de todo lo imaginable, y que debe tener los desinfectantes y las medidas de protección del trabajo que conlleva, quién puede, sino con un enorme estímulo moral, enfrentar tal cosa?
Ahora, como les decía, había que tomar la decisión hoy por la mañana sobre un cuadro – ya teníamos todas las decisiones previas tomadas –; un cuadro de gran importancia para nosotros, que se adquirió la pasada semana. Entonces la posición era esta: ¿ahora cuánto nos cuesta hacer la reconstrucción; cuánto cuesta la tela inconsútil que hay que comprar en Holanda; cuánto cuestan los pigmentos con que se trabajará?
Yo le contaba a una persona, que me decía ahora: “Yo necesito que usted me consiga dos pinceles.” Y le decía: “Bueno, mira, ahí en una tienda puedes comprar unos pinceles chinos que son para jugar; pero los pinceles Winsor & Newton para restaurar, hay uno solo que cuesta 200 libras esterlinas, quiere decir, cuesta 400 dólares, porque está hecho con la cola de una marta, y las martas tienen una sola cola; hay que cortar la punta y dejarla que le crezca de nuevo para hacer un pincel, uno solo”.
Entonces la restauración de los documentos, de los bienes museables, de cualquier cosa, y aún más de las edificaciones, requiere un esfuerzo de acumulación intelectual, de preparación profesional, de oficio, y requiere también una preparación técnica, y requiere un amor al trabajo extraordinario. Esto es lo que podría decir en una reunión de mujeres y de hombres de archivos. Es también nuestra preocupación y nuestra agonía.
Cuando se realizó la Ley General de Archivos, una de las leyes más importantes del país, se sentaron las bases para que el concepto metodológico y el concepto del sistema fuesen uno solo, respectando las singularidades y las características que determinados archivos conllevan.
En el caso nuestro, por ejemplo, fue un largo proceso. Emilio Roig recuperó las Actas Capitulares del Ayuntamiento de La Habana, que comienzan en julio de 1550; las recupera cuando termina el experimento administrativo de un distrito central durante el período del presidente general Machado. El Alcalde de La Habana decide que había necesidad de espacio en el Ayuntamiento, y mandan las Actas Capitulares a las húmedas bóvedas del Castillo de la Fuerza donde, entre paréntesis, había estado, en su largo peregrinar, el germen de la Biblioteca Nacional. Primero ahí, después en la Maestranza de Artillería, y finalmente la gran Comisión de la cual fue alma Fernando Ortiz, para construir la Biblioteca Nacional más moderna y más preparada que podía existir en ningún otro país fuera de los Estados Unidos, y esto era en Cuba. Esta es la realidad histórica; lo demás todo es bobería.
Si el dictador, que era un criminal, violó y pisoteó las leyes de la República, por eso merece todo; pero lo real, lo verdadero, es que entre los proyectos de la nueva Plaza Cívica, como se le llamó ─ que solamente el pueblo transforma en Plaza de la Revolución ─, se construye una gran Biblioteca Nacional para reunir los fondos de las múltiples bibliotecas. Y estaba madura en el momento en el que abandonan el país muchos historiadores, sociólogos, y por camiones llegaban los libros que se ocupaban en las bibliotecas y también los documentos.
Yo recuerdo la búsqueda de los papeles personales de algunas personas – valga la redundancia – de gran significación. Por ejemplo, conocí la documentación de Martí en la casa de Gonzalito de Quesada. Y fue Celia, que era tan exquisita en el tratamiento de lo humano, la que dijo: “Tómense todo tipo de medidas de protección a favor de Gonzalo de Quesada, de Gonzalito pero, al mismo tiempo, los papeles que los tenga Gonzalo hasta su muerte, porque sería matarlo en vida…”. Muerto Gonzalo de Quesada, los papeles de Martí pasaron allí.
Desgraciadamente, una corriente tecnológica mal aplicada significó que documentos originales fueran – como se llamase en la época –, plastificados –, lo cual suponía un procedimiento irreversible sobre documentos que ya no tendrían salvación. Eso se usaba en Estados Unidos para la prensa periódica, y en condiciones de climatización muy rigurosas, pero nunca para los papeles originales.
Volvamos a las Actas. Emilio Roig saca las Actas, logra que salgan del espacio del Castillo de la Fuerza, húmedas bóvedas
– como les llamaba –, y ordena la construcción de unos muebles de acero con llave adonde él solamente tenía acceso, a las Actas originales y a las trasuntadas. Como ustedes saben, falta un capítulo muy importante, y hay muchas hipótesis sobre su pérdida o extravío.
Hoy se abre una nueva posibilidad, y es que tanto el Archivo de Indias como el de Simancas, el de Sevilla sobre todo, tienen hoy casi 70 millones de documentos, de los cuales una gran parte ya está digitalizada.
Ahora existe hasta una tarjeta de consulta internacional que hemos comprado por la cual, pagando un derecho anual, podemos consultar directamente por control remoto al Archivo de Sevilla. Por ejemplo, ahí está depositada la memoria no solo de Cuba, sino de América, pero custodiada en los armarios de caoba que Carlos III encargó a Cuba, aquellas tozas de madera, y ellos allí lo dicen con orgullo.
Después del triunfo de la Revolución se siguieron haciendo las actas y, llegado un momento, cuando ya pasó la turbulencia de los primeros años, los alcaldes de La Habana fueron requeridos; ya me dirigí a los alcaldes de La Habana, presidentes, comisionados, en las varias formas que ha tenido el poder local – Gobierno Municipal Revolucionario, Junta de Coordinación, Ejecución e Inspección (JUCEI), Administración Metropolitana de La Habana, Poder Popular, con los quince municipios –, pero las actas del Consejo de Administración Central siguen llegando semanalmente. Entonces rescaté todos los primeros tomos, desde los primeros acuerdos que se toman el 6 y el 7 de enero de 1959, y a partir de eso, que ya estaba encuadernado, todas las semanas el Secretario me envía las actas, y yo acuso recibo mecánicamente y van para el archivo, con lo cual puedo decir que desde 1550 hasta la semana pasada los documentos están ahí. Y es la memoria de la historia de la ciudad, de una ciudad que es tan importante para nosotros.
Los papeles pueden hallarse en cualquier sitio, son una sorpresa inesperada. Cuando estábamos restaurando recientemente el Museo Napoleónico, que suponía una inversión colosal, los trabajadores que limpiaban y preparaban para la instalación del ascensor del museo encontraron una puerta secreta detrás de la pared del ascensor. Se abrió la puerta y había unos baúles dentro. Eran los papeles del Coronel Orestes Ferrara y Merino, dueño de la casa, y una nota que había dejado la servidumbre, como una especie de acta de responsabilidad, en el momento en que abandonan la casa y guardan los papeles, algunas piezas de plata, algunas piezas de porcelana, pero lo fundamental eran los papeles.
El calor de la torre, el del motor del elevador, convirtió los arcones en polvo y cenizas. Afortunadamente, la humedad preservó, más allá de lo que estaba en la primera parte y en la última, una gran parte de la documentación de Ferrara, con lo cual se llenó un capítulo muy importante para la historia de la República.
Trabajar sin descanso. Todos los días nos espera una sorpresa. Quizás de lo actual y lo contemporáneo sea muy importante, y no solo de lo pretérito, tomar medidas; continuamente hay que rescatar, hay que buscar. Por eso ponía el ejemplo de las locomotoras, que van llegando una tras otra, las 42 locomotoras, lo cual ha traído como consecuencia un movimiento en el país ─ en Ciego de Ávila, en Camagüey y en todos los lugares ─, para conservar las locomotoras que otros querían comprar y llevarse lejos de Cuba.
Trabajar sin descanso. Sangre fría. En la barbería, no afeitándome ─ debiera llamarse ya peluquería de caballeros, no barbería, porque muy pocos hombres nos afeitamos allí ─, de pronto entra una señora y me dice: “Leal…”. Y entonces yo dije: “Ya me conocen, como a Quevedo en el famoso chiste”. Entonces me molesté, y le dije: “Señora, espere un momento”. Esa lección me sirvió de mucho. Cuando terminé, me acerqué a la señora: “Usted dirá, señora”. Me dijo: “Mire, yo vengo porque estoy rompiendo papeles de mi familia, y encontré esta cajita, que se la quiero entregar a usted”. Inmediatamente el león se dulcificó, tomé la cajita, la abrí, y lo que había era recibos, recibitos de tiendas de La Habana, antiguas, del siglo XIX, tiendas de sombreros, algunas con un grabado. Y de pronto, al final de la caja, había una carta doblada, una carta en una de cuyas partes decía: “No hay uno solo de nuestros antiguos compañeros de armas que no quieran desenfundar su espada junto al vencedor de Las Guásimas y del Naranjo”. Ya estoy impresionado con lo que voy leyendo. La parte más linda de la carta dice: “Porque quien intente apropiarse de Cuba recogerá el polvo de su suelo, porque tiene muchos hijos que han renunciado a su bienestar y a la familia por conservar el honor y la patria. Y con ella pereceremos antes que ser dominados”.
Entonces yo dije: bueno, esta carta está escrita en la misma fecha en que José Dolores Pollo publica en su periódico esa carta de Maceo.
Acudí a la autoridad suprema. Ya no vivía Aparicio, ya no vivía Griñán Peralta; vivía solamente Franco, autoridad suprema. Y entonces le dije: “Aquí hay esto”. Inmediatamente me dijo: “La letra es de él, es lo primero; lo segundo, las tachaduras, también, lo cual quiere decir que estamos ante un borrador de una carta que esa misma noche debió modificar. Ahora, le advierto que de la otra, la que apareció publicada, la que conocemos – ‘el polvo de su suelo anegado en sangre si no perece en la lucha’ –, de esa el original no se ha conservado, ni aquí; está lo que José Dolores Pollo debió conservar”. Ahora bien: en esta modificación en la carta original, con las tachaduras, la posición es todavía más radical y más explícita. Y le digo: “Entonces, Franco, ¿de dónde salió esa carta?”. Me dijo: “María Cabrales. Ella lo guardaba todo. Ella no permitía que él botase un papelito que llevase su firma. Entonces, sencilla y llanamente, cuando se escribió la carta definitiva con letra cuidada y ya perfectamente rectificada en todo, ella guardó la copia”.
Posteriormente, en casa del doctor Cabrales – el descendiente de María, que tenía una importantísima documentación maceísta que Franco conocía –, le pregunté a él, que vive todavía en la calle Neptuno, si en su archivo estaba la carta. No estaba, ¡no estaba la carta!
El trabajo del Archivo es intenso: es un trabajo de persona a persona; es un trabajo de búsqueda de la prueba. Y esta carta me demostró una vez más que todo lo que se escribe no es exactamente lo que pasó, y que son muy importantes, por ejemplo, los diarios. A los jefes principales les estaba prohibido terminantemente dar opiniones o expresar criterios o sentimientos. Cuando un General llegaba a tomar posesión y decía: “Venga el libro general de correspondencia, venga el libro de los ascensos y propuestas, venga el libro de correspondencia, o el diario de campaña” para saber que “el día 7 actuamos en tal lugar, el día 9 tantas bajas, el 10 hicimos tal cosa”, solamente a los jefes grandes se permitían escribir esas cosas.
Maceo, por ejemplo, su diario lo llevó el General José Miró Argenter, el diario de la segunda guerra, y él se complacía escuchándolo. Por eso, cuando algunos historiadores han puesto en duda el valor del testimonio del General Miró, les digo: “Al que están poniendo en grave aprieto es al propio Maceo, porque él se complacía escuchando los relatos que están publicados”.
Y el propio Fidel en La Historia me Absolverá clama por que cada joven cubano tenga ese libro, independientemente de imprecisiones, de cosas que son propias de la emoción o de la condición humana de los individuos.
Pero la mayoría de los diarios no expresan esas opiniones; Máximo Gómez sí las expresó en su diario. Y cuando su hijo Bernardo publicó el diario a partir de los documentos que están aquí en el Archivo ─ la mayor documentación de Máximo Gómez está en este Archivo ─; cuando publica ese diario el doctor Bernardo Gómez Toro, incorpora uno que era totalmente desconocido, que todo el mundo sabía que existía pero que nadie había encontrado nunca: el diario de José Martí, el último diario. ¡Ah!, y entonces ahí empiezan todas las hipótesis: ¿Cómo llegó a las manos del General Gómez? ¿Por qué, si Martí iba vestido y llevaba en sí todo lo necesario para un viajero – fotografías, dinero, todo –, faltaba solo algo en su ajuar: el diario? El diario se quedó en el campamento. Por eso, cuando Gómez regresa, inmediatamente le entregan ese diario que José Martí había dejado. Ah, faltan tres páginas. Yo no puedo permitirme como historiador ponerme a hacer hipótesis sobre lo que falta; puedo tener un criterio, y en un círculo más cerrado puedo explicarlo; porque también uno corre el riesgo, cuando hace una conferencia, de que saquen un fragmento y lo editen, y a mí no me gusta ni editar a nadie ni que me editen a mí. El pensamiento completo.
Entonces, ¿por qué las quitó? No lo sabemos. Pero alguien dijo: “Lo que estaba escrito, estaba escrito en las claves de Martí”. Alguien me preguntó: “¿Claves?”. Digo: “Sí, tenía las claves”. Y recuerdo el criptógrafo que estaba aquí en el Archivo, el criptógrafo chileno que estuvo aquí trabajando, que fue el que hizo la transcripción de muchas páginas crípticas de aquí, del Archivo. Por ejemplo, una carta absolutamente escrita en caracteres criptográficos, de la cual solo tenemos una copia, pero que es muy importante para el momento actual, y que envía Antonio Maceo desde su exilio cuando apenas faltaban cuatro años para comenzar la gran guerra. Es tan interesante el tema que lo pone todo en clave, y por la parte de atrás de la carta dice el criptógrafo de la contrainteligencia española: “La clave de Maceo es esta: 7ABI, esto y lo otro…”. Y después dice abajo: “Me equivoco: es esto, esto y esto”. Así lo dice.
Céspedes también le recomienda a Ana de Quesada – y le envía su clave –: “Escríbeme en esta clave, no en otra”, para que no llegase a manos de sus enemigos políticos. En una de sus cartas más transparentes, de pronto comienza todo un discurso en clave. Está descifrado. Hortensia Pichardo, que fue otra que vivió aquí permanentemente, mientras pudo, logrando que el criptógrafo chileno descodificase la clave de Céspedes, encontró la explicación de sus palabras, que están en el precioso libro que ha escrito Rafael Acosta de Arriba, Los silencios quebrados de San Lorenzo. Ahí Céspedes dice: “Sáquenme pronto de aquí, por cualquier vía; sáquenme, que o me matan, o me asesinan, o me entregan en manos asesinas”. Eso es lo que dice.
Entonces los historiadores tienen que saber sacar no solo las claves escritas, sino las claves no escritas. Ahí está la posibilidad de encontrar la duda razonable en torno a eso que el hombre persigue desde la aurora de los tiempos: la verdad. Habría que entrar entonces al juicio de Pilatos cuando él le pregunta: “¿Y cuál es la verdad?”. Busquemos la verdad. Para esa verdad, el trabajo del Archivo y de los Archivos de Cuba es muy importante.
Felicito de corazón a los que han sido reconocidos en el día de hoy. Felicito a la directora general del sistema, y muy particularmente a la directora del Archivo, que ha llevado adelante una gran batalla, siguiendo la huella de predecesores que lo hicieron también.
Este es uno de los archivos más importantes del mundo, del mundo hispanoamericano. No se puede escribir la historia de Cuba y sus relaciones triangulares ─ como escribió Franco en su maravilloso libro ─, con Inglaterra, con Francia, con España, con los Estados Unidos, sin este Archivo.
Es lógico que archivos extranjeros codicien esas fuentes maravillosamente primarias. De ahí la importancia de investigar y de publicar; de ahí la importancia de que el Archivo tenga su boletín y pueda el boletín editarse periódicamente dando a la luz los documentos, de tal manera que ya nadie pueda dar el palo periodístico de encontrar lo que nadie había encontrado antes.
Hace falta multiplicar las conferencias, los encuentros, los diálogos. Hace falta luchar por que la conciencia del patrimonio nacional prenda en todas sus variantes en el corazón de todos los cubanos, fundamentalmente, en la base, en el corazón del maestro.
Quizás el patrimonio espiritual más importante es el legado educativo cubano. Ni Luz Caballero ni Enrique José Varona fueron solamente educadores en el aula; lo fueron porque fueron bibliógrafos, como lo fue Bachiller y Morales, porque se desempeñaron admirablemente en las artes de la cultura, porque les mostraron a los ojos deslumbrados de sus discípulos los libros bellos, como hizo Mendive cuando le mostraba los cromos hermosos en los libros de su biblioteca al joven José Martí.
Por cierto, ahí en la calle Prado, junto al antiguo Casino Español, ya restaurado, está el colegio El Salvador. Era hasta hace muy poco un organismo del Estado, que nos lo ha entregado. El próximo año comienzan las labores de reconstrucción del edificio, y algo más importante: una escuela primaria que llevará el nombre de Colegio San Pablo, fundado y dirigido por Rafael María de Mendive. Y entonces habremos recuperado una parte de la memoria. ¡Solo la memoria salva; cuando la memoria se pierde, todo se ha perdido!
Muchas gracias.
Compartir