Eusebio Leal Spengler ~ Historiador de la Ciudad de La Habana ~
Por: Onedys Calvo Noya y Marjorie Peregrín Avalo
A Eusebio Leal le hemos escuchado referirse a La Habana, en varias ocasiones, como ciudad viva que no se restaura para mostrar y poner en vitrinas, sino para vivirla, para el renacimiento de su gente a la par de su patrimonio y su belleza. Entre muchos méritos, tiene el de haber atraído y unido voluntades, conocimientos, recursos y contribuciones para una obra colectiva que ha liderado por muchos años y es hoy referencia en Cuba y más allá de sus fronteras. Con él nos sentamos en el estudio de Habana Radio una mañana de mayo de 2019, a pocos meses de que la ciudad arribe al medio siglo desde su fundación en el Puerto de Carenas.
Leal, La Habana celebra sus 500 años, y recordamos cuando usted, en una celebración a la sombra de la ceiba fundacional, anunció que el quinto centenario de la ciudad se celebraría en 2019. ¿Por qué se elige este año para el quinto centenario y no 2014?
Fue culpa mía, porque cuando se cumplió el aniversario 450 pensé –y lo discutía mucho con mi querido amigo y colaborador, Leandro Romero, quien fundó el Gabinete de Arqueología de la Oficina del Historiador–, que la arqueología no había determinado todavía el sitio del emplazamiento de La Habana de 1514, que ya era una certeza a partir de los eruditos trabajos de Hortensia Pichardo, de Ezequiel García Enseñat y otros historiadores; esa Habana que César García del Pino llegó a situar mucho más al occidente de lo que nosotros hemos considerado hasta ahora, una hipótesis extraordinariamente polémica. Para nosotros era un punto, como dice la doctora Pichardo, en la ensenada de La Broa. Hay un pueblo de La Habana que ha conservado la memoria, hay hasta un padrón y todo el mundo afirma que es Melena del Sur; otros dicen que más cerca del Surgidero de Batabanó, pero realmente la arqueología no ha encontrado una huella, que debía existir. En todos los mapas de la época aparece por mucho tiempo San Cristóbal como una pequeña iglesia en la costa sur, y aparece ya cuando está en otro campamento en la costa norte, porque debemos referirnos siempre no a que la villa fue fundada, sino a que la villa vino después. Lo que hubo primero fue un campamento de conquista en el sur, pero no hay vestigios.
Ahora bien, se oponía a esto la idea de muchos historiadores en provincia, de que otras ciudades habían cambiado también su asiento, excepto Santiago y Baracoa, que siempre se situaron en el mismo sitio. Bayamo estuvo en otro punto, Camagüey estuvo antes en Nuevitas… También hubo variaciones en el centro, en Trinidad, Sancti Spíritus. ¿Qué decir de La Habana? Pues opté por el criterio racional de que lo histórico era lo que estaba del lado de acá, manteniendo el año de 1519 a partir de las lápidas que vi antes de que fueran borradas definitivamente porque estaban hechas en una piedra deleznable en la columna de El Templete. Por suerte, Emilio Roig le había pedido a Florencio Gelabert hacer una impronta en yeso de la lápida de El Templete –que conservamos en la Sala de la Parroquial Mayor del Museo de la Ciudad–, en la cual se afirma categóricamente que, según la tradición, La Habana se estableció aquí en 1519.
¿Cuánto hay de construcción simbólica sobre el sitio fundacional de la ciudad, que hoy es incluso un lugar donde se expresa la fe popular?
Después del triunfo de la Revolución, cuando yo empecé a trabajar aquí –estamos hablando de 1959, hace mucho tiempo–, había un anciano, Wenceslao, que era el celador del Palacio de los Capitanes Generales y tenía por misión abrir El Templete una vez al año, el 17 de noviembre. El resto del tiempo estaba cerrado. Con motivo del aniversario 450, el alcalde de La Habana, presidente del Gobierno que era entonces Junta de Coordinación, Ejecución e Inspección, José Levy Farah Balmaseda, aprobó mi petición de abrir El Templete todos los días. Los cuadros estaban prácticamente arruinados porque después de 1926, cuando el ciclón rompió las puertas de El Templete, sufrieron daños. Entonces el Ayuntamiento, por concurso, logró realizar una «restauración» de los cuadros, lo cual era muy difícil sin reentelarlos. Un restaurador del Museo Nacional, José Lázaro Zaldívar, fue el primero que puso las manos en los tres lienzos: La primera misa y El primer cabildo (1826) y La inauguración del Templete, de 1828, cuando, por la inspiración del obispo Espada, que persuadió al capitán general Francisco Dionisio Vives y Planes de hacer las obras, se construyó El Templete. Con la restauración del perímetro realizada el pasado año, El Templete recuperó −menos un metro− el espacio original tal y como fue concebido, no así el pórtico magnífico porque este, no se sabe por qué, fue quitado en determinado momento. Quiere decir que desde el año en que se conmemoró el aniversario 450 de la ciudad, El Templete es abierto todos los días. Se consideraba una superchería ir al árbol, porque todavía en esa fecha, cuando se abría El Templete el 17 de noviembre, la cola no era como hoy, cuando hay mucho de esnobismo, independientemente de que es una expresión de que no perezca la fe habanera, como se lee en la lápida. Lo que yo conocí eran ancianos venerables que llegaban a la ceiba, que no era esta, sino otra, la que se había plantado en 1959 por la muerte de la anterior, que está por suerte retratada en muchas imágenes y que no era ni mucho menos la original. Con esa foto de Benjamín Castillo, que era el fotógrafo de la Oficina del Historiador, se ha conservado la imagen del árbol en nuestro archivo. Alrededor de ese árbol se movía gente, pero sobre todo negros viejos y personas ancianas que venían con ofrendas, rezaban oraciones, todo eso en la madrugada. Por la mañana desaparecían. Era un árbol que, según afirma Roig en La Habana. Apuntes históricos, carecía de un fundamento histórico. Hablaba de que existía en las Actas Capitulares un árbol en el cual no se realizaba nada solemne, sino algo mucho menos que solemne; era algo como un árbol para la ejecución de malhechores. Sin embargo, Leandro Romero encontró en Sevilla un plano, casi ingenuo, el de Juan de Císcara, de 1691 −que lo utilizamos ahora en todas partes−, donde aparecen el árbol y la picota. Quiere decir que por ciertas razones había un árbol allí. Años después, en España fue hallado un segundo plano muy importante en la colección de la familia Miranda, y de nuevo estaba el árbol. Ya no cupo duda alguna. Existió un árbol que era objeto de veneración y al pie del cual −según la tradición de las lápidas, que es fuente de tradición oral y popular, una de las fuentes de la historia− se fundó La Habana.
La campaña de comunicación por el aniversario 500 de la ciudad ha tomado como lema «Por La Habana, lo más grande». Usted ha llamado en reiteradas ocasiones a hacer por La Habana hasta lo más pequeño. ¿Qué es eso más pequeño que los habaneros deben hacer hoy por su ciudad?
El otro día miraba la restauración del Capitolio, que ha sido una obra extraordinaria. Si construirlo fue una gran obra, restaurarlo ha sido una obra de mucho mérito. Si se mira ahora, se ve que están cubriendo la cúpula con una nueva lona, para instalar los equipos de aire acondicionado que traen los restauradores de Moscú con el fin de laminar el muro con frío, porque no se puede laminar a esa altura con temperaturas tan elevadas y mucho menos con lluvia. En su interior estará nuevamente el centellador, una señal de luz en lo alto de la linterna. Es extraordinario lo que hicieron los muchachos de la Escuela Taller Gaspar Melchor de Jovellanos en las bóvedas interiores, que están a una altura considerable –a la cual yo, sinceramente, no me encaramo–, y en la linterna allá arriba, que estaba destruida por los rayos… Y ahí no había una grúa grande para subir las piedras, eso se subió a mano, bajo la dirección del arquitecto Juan Carlos Pérez Botello. Se subieron a mano las piedras, con los canteros. Cuando vi eso, o cuando me refiero a los casetones que hubo que retirar –porque había filtraciones en los techos– para colocar fibras en los interiores, debo señalar que fue la obra de otra restauradora y colaboradora, Patricia Comas Góngora. Cuando vemos todo el trabajo que han realizado allí los arquitectos y el equipo de restauración, es algo grande.
Siempre insisto en que ese lema, que nace lógicamente de una voluntad política de hacer todo y más, choca con la realidad. La realidad es que hay mucho por hacer, y yo pienso que no puede haber lo más grande sin lo más pequeño. Todavía veo una montaña de basura y de escombros frente a la casa de Dulce María Loynaz y digo: «Esto no es verdaderamente pequeño», porque se trata de un grado alto de insensibilidad e indisciplina. Cuando veo frente al palacio del Ministerio de Relaciones Exteriores el parque donde estaba un monumento a un expresidente de la república, que está siendo roto y llevado a pedazos; cuando en el malecón veo el «edificio de los sarcófagos», llamado así vulgarmente por la forma de sus balcones, donde las láminas rotas de las columnas cubiertas con granito no aparecen nunca, sino que se las van llevando y estarán en la cocina o el comedor de cualquier ladronzuelo de mano fría; cuando veo eso, me doy cuenta de que hay mucho por hacer, y eso no demerita para nada, porque yo soy parte del Gobierno de la ciudad, y posiblemente sea hoy el empleado más antiguo del Gobierno de la ciudad de La Habana, porque entré con 16 años a trabajar allí y he servido a nueve alcaldes de La Habana, de una forma o de otra, a veces subordinado, otras veces como consejero, otras como un compañero en este largo viaje que no termina. Entonces, yo me corresponsabilizo con todo y con el lema, porque ellos tienen una buena fe en hacer lo más grande, pero cuesta mucho trabajo. Y te diría que lo más grande fue enfrentar el tornado. De no haber sido por el tornado, en esos barrios municipales de La Habana no se habría llegado a poner ni una sola mano. Ese monstruo que se abatió sobre cuatro municipios permitió que se juntaran fuerzas de distintas ramas del Estado para socorrer a los damnificados y levantar con la solidaridad ciudadana lo perdido, para reconstruir hospitales, casas, círculos, distintos lugares que tenían sus propios centros históricos, como es el caso de Jesús del Monte, que tiene un centro histórico muy importante, que lo es de Diez de Octubre; El Cerro, tan importante para nosotros; Regla, con su notabilísima historia y el papel de su clase obrera en la historia del puerto de La Habana. Para mí, La Habana es mucho más que la ceiba de El Templete. Yo admito que a mí la ceiba me importa mucho, tan es así que muriéndome vine a plantar la que está ahora, tanto me importa, pero no me importa tanto como para no ver lo demás. Para mí, es toda La Habana.
¿Cuál es el primer recuerdo que tiene de la ciudad?
Cuando nos sacaban pequeños de la escuela para el Día del Árbol, salíamos caminando al paseo de Carlos III, después subíamos por Benjumeda, llegábamos a la fábrica de chocolate La Estrella, a la fábrica de refrescos, a la de pasta y jabones; en todas partes nos regalaban algo, y después íbamos nuevamente por la Quinta de los Molinos, pasando –que tanto me impresionaba– junto al bello edificio de la Facultad de Veterinaria. De ahí tomé el título de un libro mío, Verba Volant, que allí está escrito; quizás es la primera frase en latín que aprendí. Luego, caminando hasta la antigua fábrica de refrescos, frente al antiguo colegio de La Salle –todo eso por la calle Carlos III–, y después mis caminatas por la calle Reina y finalmente La Habana Vieja, cuando mi mamá permitía que una señora que vivía en la misma casa de vecindad que nosotros, en la calle Hospital 660, me trajera a la calle Habana 1014, donde vivía la señora Estrella. Allí conocí un mundo fascinante, que no estaba todavía lógicamente transformado, ni cambiado, ni intervenido; era un mundo de carritos de frutas, de refrescos, de frituras, de solares, de gente saliendo y entrando, de carros que iban y venían, y desde luego, del primer museo que conocí: la casa natal de José Martí. Esas son mis memorias.
¿Cuándo dejó La Habana de ser solo el barrio o la ciudad en que vivía para convertirse en prácticamente el motivo de su vida?
Llegué al Museo de los Capitales Generales como un empleado del departamento de Ingresos, y en ese lugar vi por vez primera altas columnas, arcos, estatuas en la Plaza de Armas, la Plaza de la Catedral, donde estaba la oficina de Emilio Roig, con la singularidad de que todavía las guaguas entraban a la Plaza de la Catedral. La 58 entraba por ahí, o el L4, que tenía que ir a buscar a la entrada de la Basílica de San Francisco. Hemos podido restaurar la Basílica, pero no hemos podido quitar la huella de la P de parada, metida dentro de las piedras de las columnas frontales del edificio, que tiene ahora el lema que originalmente sorprendió tanto a los viajeros: «Este es el lugar más sagrado que existe sobre la Tierra». La Habana Vieja que empecé a caminar en una u otra dirección se convirtió en mi mundo y aquel palacio en mi casa. Cuántas veces me detuve a recitar motu proprio y hacia mí el poema de Ángel Augier, que ya no era un empleado de la oficina de Emilio Roig sino un periodista que escribió no solo ese bello poema al patio del Palacio de los Capitanes Generales, que empieza diciendo: «A la luz de tu sombra conmovida/ deja escuchar a tantas voces tuyas/ Me quedaré desnudo de silencio/ cuando me des tu intimidad desnuda». Así empieza el poema que ganó premio, y creo que es el primer poeta viviente a quien se le colocó una lápida en un certamen público. Él escribió el primer artículo de saludo a la restauración del Palacio, titulado «Pieza de museo», en el periódico Granma. Está en la Colección Facticia de la Oficina. A partir de ahí, ese caminar de ir y venir, las guaguas de La Habana, la lancha de Regla –que tantas veces tomé para ir al lado de allá–; todo eso comenzó a ser la ciudad, y desde luego, el barrio mío, el barrio de Cayo Hueso en Pueblo Nuevo, donde conocí al Niño, líder y fundador de la comparsa El Alacrán. Allí conocí a Aida Diestro, traté mucho a sus padres y a su familia; a Omara Portuondo y al cuarteto original de las D’Aida, y a otros artistas y bailarines que vivían en aquel barrio tan importante, como el compositor Orlando de la Rosa… Ah, y desde luego, a un personaje increíble, al astrólogo cubano, el profesor Carvel. Recuerdo cuando lo veíamos salir, elegantemente vestido, con la barba grande blanca y negra. Creo que cayó en desgracia por una predicción.
Hace poco usted ha dado una entrevista para Google en la que recordaba cuando Carpentier lo vio de lejos manejando una carretilla cargada de piedras y profetizó que con esa carretilla llegaría lejos.
Sí, a estas alturas de mi vida se pueden inventar amistades. Yo conocí a Alejo Carpentier; lo conocí, no fui su amigo. Hablé con él tres veces, las tengo contadas: en un vuelo de Iberia en que veníamos y yo traspasé el límite clasista del avión; quiere decir, la cortina entre el espacio donde viaja el vulgo y donde está la primera clase. Allí venía el ministro de Relaciones Exteriores, Raúl Roa, y estaba Alejo Carpentier, y me uní a la conversación. Se fumaba todavía en los aviones, estaba lleno de humo de tabaco, aquello era increíble, y conversamos, yo escuchando las conversaciones de aquellos personajes, y me acerqué a Carpentier y le pregunté: «Maestro, ¿cómo está?». Y me respondió medio dormido: «Ha sido una noche inacabable». La segunda fue en la terraza de la Uneac, donde presencié una conversación entre Nicolás Guillén, Juan Bosch y él. La tercera fue en un acto público. La amiga mía fue Lilia, que era una mujer de una agudeza y un compromiso social extraordinarios. Lilia fue mi amiga, hizo por mí lo que no hacía nadie, me dedicaba libros. Una vez conversábamos y recordó aquel encuentro años atrás. «¿Quieres que te diga una cosa? –como hablaba ella–, ¿tú sabes lo que pensaba Alejo de ti?». «¿Qué pensaba?», le pregunté con cierto temor. «Tú andabas, ¿verdad?, cargando unas cosas con una carretilla», me dijo. Era la carretilla que ya no puedo cargar; se conserva, creo, en algún trastero del Palacio de los Capitanes Generales. Con aquella carretilla se hizo gran parte de esa obra. Yo andaba por la calle cargando piedra y otras cosas, y había un joven que me siguió, Argeo Cusa, que fue un gran albañil después. Vi el momento en que pasó de ser media cuchara a ser albañil con mi primer maestro de obras, Pilar Alonso, un hombre de gran respeto. El segundo maestro de obra fue Higinio Martín. Entonces, en compañía de aquellos dos hombres convencí a Cusa para ayudarme a sacar piedras de granito que estaban botadas en el mar –había que esperar la marea baja– para pavimentar el portal del Palacio de los Capitanes Generales. Fue cuando Carpentier me vio. Y Lilia continuó: «¿Tú sabes lo que preguntó Alejo?: “¿Quién es ese muchacho?”». Yo pesaba 40 libras menos que ahora, era un fideo caminante, con aquella carretilla. Lilia le respondió: «Ese muchacho dicen que está allí restaurando en los Capitanes Generales». Y fue entonces cuando Carpentier afirmó: «Con esa carretilla llegará lejos». Así me lo contó Lilia: «Eso fue lo que dijo Alejo de ti».
Hoy la Oficina del Historiador es, más que de La Habana, de la nación, vista con orgullo y respeto por los cubanos. ¿Dónde ubicaría el principal mérito que ha tenido la Oficina?
Todo el mérito pertenece a la memoria del fundador, que trabajó hasta el último día de su vida. La oficina de Emilio Roig estaba en el entresuelo; cuando ya no pudo subir esa escalerita de madera, le abrieron otra en la planta baja. Ahí trabajó hasta el final; habrá que poner una lápida en ese lugar. Entonces, el hombre que supo trabajar hasta el final, cuando ya no tenía la forma, inclusive la capacidad de poder expresar, todavía conservaba la autoridad y con un pequeño grupo de personas movió todo. Ese fue el punto de partida, y ha sido de gran vigencia. Yo no caminé sobre las espaldas de Emilio Roig; él siempre ha estado delante de mí. Sus pasos guían los míos; los de él y María. Hoy, cuando la Oficina del Historiador desarrolla la obra de restauración, algunos, a veces sutilmente, tratan de separar la obra de la Oficina. No. Esta es la obra de la nación, y la Oficina del Historiador es el seudónimo, uno de los tantos, que usa la nación para realizar una obra por el bien de Cuba y por el progreso social. Ha sido la recuperación de la memoria histórica. Y el diálogo de Emilio Roig con los historiadores del interior del país, en las ediciones del Congreso Nacional de Historia que se celebraron en Santiago de Cuba, en Trinidad, en distintas ciudades, me permite afirmar que esa fue la huella que seguimos para fundar la Red de Oficinas del Historiador y del Conservador de las Ciudades Patrimoniales de Cuba.
Su uso de los medios de comunicación llevó a fundar Habana Radio; me llevó durante 25 años a hacer un programa de televisión, Andar La Habana, independientemente de que este medio lo utilizó él poco porque murió en 1964. Eso ya corresponde al tiempo que me tocó vivir.
¿Qué momentos le han dado mayor felicidad en estos años de restauración? ¿Cuáles fueron los más difíciles?
Quizás el momento más grato es caminar por una plaza de La Habana y que de pronto aparezca un niño y me diga: «Yo voy a ser el Historiador», porque me doy cuenta de que el Historiador podrá ser ese otro que está en la calle. Otros asumirán la tarea. Los momentos de mayor infelicidad acontecieron cuando algunas cosas que hicimos se perdieron momentáneamente: por ejemplo, el fuego en la recién restaurada farmacia Johnson, el fuego en la Taquechel, en el Palacio de los Capitanes Generales cuando apenas estaban restaurados los grandes salones. Habían llegado unos ministros desde Checoslovaquia, y el viceministro de la Industria Ligera, Manuel Pérez, me dijo: «Pídeles algo, que esta gente ha restaurado en Praga y aquello es una maravilla». Luego, cuando entramos a los salones, que estaban en blanco, yo tenía prepa- rada una muestra de los antiguos tapices que cubrían las salas del museo y les dije: «Aquí hay un gran problema para restaurar estas paredes, hacen falta estos tapices». Al terminar la visita, el ministro checo dijo: «Nosotros tenemos unas fábricas especializadas para la restauración de los castillos, nos vamos a llevar las muestras de telas para ver la posibilidad de fabricarlas».
Y se fueron. Unos meses después, nos informaron que estaban haciendo la tela, y llegaron los nueve rollos para tapizar las paredes. Nos ayudó Teodoro Carrillo, el tapicero del Icaic –con quien yo había trabajado cuando era prácticamente un niño–, para una película que se quería filmar. Yo puse como condición indispensable tapizarme las paredes. Se tapizaron y quedaron maravillosas. Entonces, se decidió inaugurar las salas durante la visita del presidente de Polonia. Lo acompañaría una gran figura de la dirección de la Revolución. Faltaban 72 horas para la visita y unos funcionarios locales me pidieron celebrar un acto en el salón, tan bonito, recién restaurado, con todos sus espejos, con todo. Luego de que nos fuimos quedaron ellos solos preparando el acto, y como la persona que debía leer el discurso no veía bien, colocaron una presilla con una luminaria en una puerta, y esa luz –que no era como las de ahora, no era fría sino caliente– encendió un hilo de la seda de los tapices y nadie se dio cuenta. Terminó el acto, se fueron todos y durante la madrugada tocaron a la puerta de mi casa: «¡Fuego en el Palacio de los Capitanes Generales!».
Un policía de ronda vio desde la calle las llamas detrás del vitral de la fachada, y poco después vinieron los bomberos. Cuando yo llegué era una bomba atómica lo que había en el salón. ¿Cómo era posible? ¿Cómo presentarme ante los trabajadores que habían luchado tanto por tapizar las paredes, cuando estaba anunciada una visita en 72 horas? Hubo mucha especulación… Los bomberos trataron de no destruir el Palacio, quitaron cuadros de las paredes. Cuando yo llegué estaban echando agua suavemente sobre las paredes de la seda, y en medio del gran salón, como si hubiera caído una bomba, se veía el hueco del falso techo. A las seis y media de la mañana se reunieron los trabajadores, que apenas tenían más aliciente que la palabra, y dije: «Esta visita se tiene que celebrar, faltan 72 horas». Trabajamos día, noche y madrugada para borrar las huellas, reconstruir el techo, lavar las sedas en las paredes. Al arribar el presidente de Polonia, lo único que no habíamos podido borrar era el olor del fuego. El visitante principal que acompañaba al presidente polaco preguntó: «¿Y por qué huele esto a humo?». Solamente a él le confesé la realidad. Antes habían pasado todos los órganos y entidades para explicarse las causas de aquel incendio a pocas horas de una visita como aquella, pero el que escuchó la confesión de lo que había ocurrido fue Fidel. Esa es la historia verdadera de las cosas que pasaron.
En la gestión de la Oficina, la cooperación internacional y la diplomacia cultural han sido una fortaleza. ¿Cuán compleja ha sido esa relación?
No se puede separar de la historia de Cuba, de la historia de las relaciones exteriores, porque el Minrex ha tenido una posición histórica. Piensen que todas las visitas de Estado que llegaban iban al valle de Picadura, a no recuerdo cuál otro lugar y a La Habana Vieja. Y La Habana Vieja no era nada, era ese palacio cuando empezó el trabajo en el entorno de la Plaza de Armas, en 1981, y gracias al apoyo del alcalde, comandante Oscar Fernández Mell, pudimos salir afuera en 1982, y a partir de aquella realidad de 1981 –la primera callejuela restaurada, ya había resurgido la Calle de Madera– fue que comenzó esto que tenemos hoy. Entonces eran las visitas; por aquí pasaron todas las grandes figuras que vinieron a Cuba en esa época. De la ceiba de El templete, que era un lugar que estaba como satanizado, tengo las fotografías de Fidel dándole la vuelta al árbol con el presidente del Gobierno español, Felipe González, y con Adolfo Suárez, que vino antes. A través de esos instrumentos, no puedo olvidar a las personas en el Minrex, fundamentalmente a la doctora Olga Miranda, que firmó los primeros tratados, por ejemplo, para llevar las Actas del Cabildo del periodo de la dominación inglesa a la Biblioteca Británica para ser restauradas, o el traslado a Cuba de la silla de montar de Antonio Maceo –que estaba en el Museo Militar Español–, que significó una larga negociación. Las relaciones internacionales se fortalecieron, siempre muy disciplinadamente, no actuando como una ruedita suelta, sino cumpliendo estrictamente lo que está establecido, algo que para mis colaboradores debe ser una regla inquebrantable.
¿Cómo se ha dado la relación entre crisis y oportunidad en la Oficina durante los últimos años?
Cabeza fría y mano caliente; quiere decir, ante cualquier alternativa difícil, llegar primero, es lo más importante, uno tiene que ser el primero y después de que todo esté decidido, se va. Segundo, estar preparado para cualquier escenario, siempre, llámese ciclón, fuego o cualquier cosa. Mira el fuego en la Lonja, que se los cuente Magda Resik: cómo se salvaron los equipamientos de Habana Radio, con qué riesgo. Esto ardiendo, no había carro de bomberos con escalera suficiente para llegar al último piso. ¿Cómo enfrentar ese escenario y reconstruir? O los grandes ciclones, cuando vi levantarse los árboles de la Plaza de Armas al día siguiente de haber colocado las lámparas de gas que iluminaban todo, que fueron destruidas. ¿Cómo volver a levantar de nuevo y reconstruir? Entonces, llegar primero, estar informado siempre, mantener una presión creativa, evitar comentarios, corrillos; fortalecer la unidad de los colaboradores. No puede haber uno tirando para un lado y otro para otro. Hay que ver cuál es la dirección principal y cuáles son los asuntos colaterales que se pueden dejar.
La palabra siempre lo ha distinguido. Usted es uno de los hombres más preclaros, más respetados y admirados de Cuba en las últimas décadas. Y más queridos. Los habaneros y todos los cubanos escuchan su palabra. ¿Cuánto vale la palabra para usarla en favor de emprendimientos, batallas, proyectos patrimoniales y humanos como los de estos años en el Centro Histórico?
Nada podrá sustituir al libro ni a la palabra viva. La palabra viva es persuasiva. Tú miras a los ojos, no te mira una máquina, te mira una mujer o un hombre. La palabra viva es determinante; hay que conquistar, salir al desafío de la opinión pública, el que pueda. Uno tiene un don, otro tiene otro; hay quien tiene el don de escribir, o de sentarse a investigar, a ese no le pidas que hable. Pero hay quien tiene el valor. Tú no puedes mandar a la televisión a quien no tenga ese don, ni la imagen; no lo puedes mandar tampoco a la radio. Cuando apareció la televisión, los que escuchábamos la radio vimos cómo desaparecieron una serie de personajes porque tenían voz, pero no tenían imagen. Había un galán que todo el mundo imaginaba como un gigante y era prácticamente un enano. Cada uno tiene aquí un don y el que lo tenga hay que explotarlo, y el que tenga una vocación, hay que desarrollarla. Por eso, cuando escogemos colaboradores tenemos que preguntarles si tienen una vocación, eso se ve enseguida. A lo mejor no, a lo mejor por casualidad, o llevados por la corriente, estudiaron algo, pero hay que ver el que tiene una vocación. Con nosotros, lo mejor es tener gente de vocación. Recuerden siempre esta oración: «Dame cruces, dame espinas, dame todo, pero no me des alguien a quien le falte la vocación».
Usted ha dicho que la belleza es tan necesaria como la justicia. ¿Cuáles son las bellezas que La Habana debe hoy defender rabiosamente?
La belleza es una relación misteriosa entre el amador y el ser amado. Lo que para mí es bello para otro puede ser horroroso. Ahora bien, en el plano de la arquitectura, del urbanismo, todos esos valores son esenciales, forman un discurso. Por ejemplo, antes de la Revolución estaban sentenciados a muerte una serie de conjuntos de La Habana Vieja. Se consideraban, y habían sido declarados Monumento Nacional gracias al doctor Roig, la Plaza de la Catedral, el Palacio de los Capitanes Generales… pero iban a demoler hasta la iglesia de San Francisco de Paula. Esa la salvó él. No había un concepto de que lo pequeño es también importante. Tú ves en la Plaza de San Francisco la monumental iglesia de San Francisco; no saben la batalla que he dado para conservar la llamada casita de los pescadores que está al frente. Para otro, esto sería algo insignificante; sin embargo, no podemos prescindir de este elemento pintoresco de la arquitectura que valoró la presencia del artesano, del noble, del mercader, todos ellos, formando un conjunto que es lo que le da verdaderamente su encanto.
La Habana vive hoy muchas transformaciones, tanto procesos de restauración como de ruralización, cambios en las dinámicas económicas. Es una ciudad muy cambiante. ¿Cuánto de ética y amor necesita la ciudad para que el aniversario 500 sea, como usted ha dicho, un punto de partida y no de llegada?
Una visión de conjunto, en la que se tenga más que un fin que alcanzar de inmediato. El sistema institucional público y la acción individual de las familias y de las personas tendrán mucho que ver en lo que pase en el futuro. Es necesario un compromiso, un pacto para la ciudad, y quien dice esta, dice para todas, pero en particular para esta, que es la ciudad grande, que urbanísticamente está intacta pero cuando tú ves que cae una lluvia torrencial y se cierran los túneles y no se puede pasar por el puente de hierro sobre el Almendares, la ciudad queda como trancada. Eso representa que ella tiene necesidades nuevas, de espacio, de vías, de señalética. Pero todo esto habrá que hacerlo con un concepto cultural, con una visión de conjunto, donde la barbarie no puede predominar. La Habana no merece proyectos trasnochados, ni cosas que se hayan hecho en cualquier lugar del mundo que se quieran repetir aquí. La Habana requiere una originalidad creativa, un trabajo de calidad. No quiere decir que todo lo que se hizo antes era bueno, ¡de ninguna manera! El encanto está en cuando se trata de conciliar el pasado con el presente. Les pongo un ejemplo: la ciudad quizás más esplendorosa, la de los artistas, la de los pensadores, la de grandes revoluciones de las cuales fue escenario, es París. Cuando se construyó la torre Eiffel, la mayoría de los artistas, pintores y escritores estuvieron en contra y lo pusieron por escrito, diciendo que era una aberración en medio del Campo de Marte. Hoy París no puede explicarse sin la torre Eiffel, y cuando Martí la vio durante su visita a esa ciudad, dijo: «La modernidad se ha erigido su propio monumento». Es la realidad; sin embargo, cuando se hizo la torre Montparnasse en París todo el mundo la impugnó con razón, y se dijo: «¡Nunca más!». Entonces se hizo La Défense, fuera de París, un conjunto moderno que la urbe necesitaba, de oficinas, nuevos espacios inmobiliarios, culturales, pero «París es París», así afirmó categóricamente Juan Marinello. Es más, me dijo una cosa que me atrevo a repetir: «Compañero, cuando triunfe el socialismo en todo el mundo, que nadie toque a París». Esta es la verdad. París fue tocada por la Revolución francesa de 1789 y por la de 1848, tomada por la Comuna de París y, sin embargo, lo que se hizo posteriormente fue objetivamente bueno y bello. Quiere decir que lo que se haga, sea grande o pequeño, que sea bueno, porque sería un crimen que una ciudad cuyo discurso urbano y cultural ha llegado con esa fortaleza se pueda perder por un mal manejo, o por una mala gestión. He ahí el desafío.
(Realizada en mayo de 2019)
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