Eusebio Leal Spengler ~ Historiador de la Ciudad de La Habana ~
Por: Tomada de www.fil.soycubano.com
Quienes lo conocen bien, aseguran que su proverbial cultura es la de un autodidacta. Y sabemos que los libros son ese arcón de conocimientos inigualable, donde descubrir por propia voluntad y regusto, los tesoros de la sabiduría, más allá de las escuelas y academias.
Aunque sus dotes como orador sobrepasan con creces otras habilidades que posee, Eusebio Leal Spengler, Historiador de la Ciudad de La Habana, es una autoridad cuando se pretende desentrañar los poderes de la palabra escrita.
Los libros le han acompañado en la intimidad y en la vida pública. Leal ha sabido también, despertar en sus congéneres esa pasión por editarlos, promoverlos, protegerlos, y beber de sus fuentes una cultura sólida y útil.
¿Cómo se produjo por primera vez su encuentro con los libros?
Trabajando mi madre en una casa, a la cual acudía para limpiarla y prepararla, descubrí un día, siendo muy pequeño, que había allí una enorme biblioteca infantil. Eran libros de los niños de la casa. Allí encontré, por vez primera, a Alejandro Dumas, Edgar Allan Poe, Emilio Salgari, y algunas otras obras maravillosas, fundamentalmente los cuentos clásicos. De ahí la pasión por El Conde de Montecristo, La Isla Misteriosa, Robinson Crusoe y por todas esas novelas que todo niño debe leer. Recuerdo con emoción Platero y yo, de Juan Ramón Jiménez, un libro que forma parte del tesoro universal de la niñez.
Luego descubrí que en aquella casa había otra biblioteca para los adultos, donde encontré una enciclopedia que se llamaba El Tesoro de la Juventud, y supe que a partir de ella se podían hallar muchos caminos para el conocimiento.
De ahí nació mi afición por la lectura, y la admisión de que existe una “vocecilla misteriosa”, que cuando uno empieza a leer le habla al oído. Y la maravillosa pausa, que tras unas cuantas páginas supone la ilustración o el grabado de un libro; o el apreciar las encuadernaciones; sobre todo recuerdo con mucho cariño las ediciones “Perla”, con aquellas cubiertas de tela roja, con grabados dorados, y las de los hermanos Garnier, de la famosa editorial de París.
Había entonces unos libros que se vendían por centavos. A medida que uno leía se iba quedando con las páginas en las manos. Eran baratísimos… y se podían encontrar, fundamentalmente, en la calle San Lázaro, cerca de la Universidad y de otros lugares de estudio. Eso me condujo a muchos otros rincones de La Habana, muy misteriosos, como eran las casas de ventas de libros viejos. En ellas encontré algunos de mis libros más amados, más importantes, que después cuidé, encuaderné, y nació esa pasión, no sólo por el contenido, sino también por el libro como objeto.
¿Y tiene tiempo para leer?
Hay un momento de la vida en que uno lee mucho. Recuerdo que leía hasta en la guagua, me sujetaba con una mano y en la otra el libro abierto. Así realicé mis mejores lecturas.
El encuentro con Emilio Roig y con la Oficina del Historiador fue importantísimo. Allí se fomentaba el entregar libros gratuitamente a aquellas personas que demostraban tener un interés. Después de haber frecuentado con cierta intensidad la Oficina se les hacía aquella primera entrega: los Cuadernos de la Historia Habanera. Luego aspiraban a algo mejor y más importante, que era la colección de Monumentos Nacionales de la República de Cuba, en tres tomos; o la Historia de La Habana, también en tres tomos, obra del Doctor Emilio Roig, algunos de los cuales conservo todavía.
Pero el tiempo de lectura va disminuyendo. Sólo podemos leer por la noche. Ese tiempo de reposo que invita a no estar en nada, hay que dedicarlo al libro. Siempre han existido algunas prohibiciones en la casa para que ciertos lugares no los ocupe el libro. Por ejemplo, el cuarto y el baño. En el baño no podía haber libros, y en el cuarto menos porque producían alergia.
Sin embargo, hoy, al lado de mi cama, hay dos montañas de libros y revistas. En noches de insomnio estiro el brazo, tomo una revista, marco algún artículo, leo libros, unas veces con asombrosa rapidez, otras me cuesta más trabajo.
¿Es de los que apuntan en las páginas de un libro?
Pongo marquitas con papeles. Luego, las cosas que me interesan las apunto. Todavía hoy usufructúo la memoria… para recordar que en tal página encontré algo interesante, pero no los escribo. No critico a quien lo hace. He visto magníficas colecciones, como los libros personales de José Martí, todos anotados. Sin embargo, los del Che —he tenido la oportunidad de verlos en su casa de Nuevo Vedado—, están todos repletos de papelitos con anotaciones y la relación de páginas o capítulos.
Nunca marco porque después no entiendo lo que escribo o comento. Necesitaría un traductor para mis propias escrituras. Cuando acabo de escribir, y la tinta se enfría, ni yo mismo entiendo.
¿En qué medida fue su predecesor, Emilio Roig, cultor del gusto de los habaneros por la lectura y los libros?
A Roig se le ocurrió una idea, que fue quizás la primera socialización de una biblioteca en Cuba, porque no existía en ese momento una Biblioteca Nacional, era una quimera nacional. Había pasado de la antigua Maestranza de Artillería, al peor lugar: el Castillo de la Fuerza, un sitio lleno de humedades.
No obstante, ahí estaba el tesoro. Pero el tesoro mayor estaba en las casas de los bibliófilos, de los grandes coleccionistas, de las bibliotecas que se habían reordenado después del desastre de la emigración y la confiscación de bienes a cubanos en las guerras del 68 y del 95. Había bibliotecas espectaculares y algunas, como la de Don Fernando Ortiz famosas. Sobre un sólo tema como Cristóbal Colón, Fernando Ortiz tenía diez mil fichas.
La biblioteca de la Oficina del Historiador era la personal del Doctor Emilio Roig. A él se le ocurrió darle el nombre de alguien que había tenido esta iniciativa, el bibliófilo cubano Francisco González del Valle. Entonces le pidió a esos amigos que conformaban la Sociedad de Estudios Históricos Internacionales, que le diesen las cajas con los tarjeteros de sus bibliotecas, en una época en que no había computadoras, en que este trabajo era personalísimo de aquellos bibliófilos… De esa manera tuvo sobre su mesa de trabajo las cajas de Fernando Ortiz, Domingo Figuerola, Paula Coronado, Manuel Rodríguez, y otros.
Cuando alguien llegaba interesándose por un libro o un folleto que no estaban allí, Roig mandaba a buscar en las tarjetas, y disponía ir a la Casa de Don Fernando, o de Figuerola, de cualquiera. Mandaba a su emisario Alfredo Zayas Alfonso, el referencista del Roig —que vive todavía y tiene casi cien años, hijo de aquel Presidente de la República de Cuba—, quien buscaba el libro y se lo prestaba al investigador que lo solicitaba. ¡Eso era una maravilla! Porque una cosa era tener referencias y otra distinta saber que el libro existía, que lo podías tomar en tus manos, y después de la consulta devolverlo. Esa biblioteca llegó a tener circulando 250 mil ejemplares y fue el primer intento, muy singular, que se hizo nunca en Cuba para socializar los libros.
¿Existe una historia de publicaciones con el sello de la Oficina del Historiador, anterior a las ediciones contemporáneas?
En este momento no hacemos nada en comparación con lo que él hizo. Además de la Biblioteca y el Archivo, que reunía esencialmente las Actas Capitulares y otros papeles, se guardaban las conferencias y publicaciones relacionadas con la capital. Todavía conservamos una de las colecciones más “lloradas”, la de Historia Habanera, donde se reúnen las conferencias más importantes que se pronunciaron en esa época con relación a los temas de la cultura, la historia y la ciencia cubana. Allí encontramos desde la admirable biografía de Nicolás Guillén sobre el poeta Francisco Manzano, pasando por el excelente ensayo de Carlos Rafael Rodríguez sobre los reformistas cubanos, hasta la profundísima obra de Manuel Isidro Méndez sobre José Martí.
Los Cuadernos de Historia Habanera se publicaban periódicamente. Esa era una línea de producción. Pero había otra, la de Libros de Excepción, facsímiles, ediciones martianas, temas de Historia y Etnología… Quiere decir que las publicaciones de la Oficina en ese momento, fueron muy importantes y extensas.
¿De qué modo se asume hoy en la Oficina que tiene a bien dirigir, ese legado editorial y bibliográfico de Roig?
Tenemos hoy la editorial Boloña, que lleva un nombre gratísimo en la bibliofilia cubana, la historia de un gran impresor y de la casa editora del Gobierno en aquel período, y que tuvo el acierto de incorporar a sus exquisitas publicaciones, a los grabadores cubanos con sus ilustraciones y viñetas.
En nuestra editorial Boloña, que dirige el compañero Pedro Juan, hemos realizado algunas ediciones que han tenido mucho éxito. Este año, por ejemplo, la Historia de la Educación en Cuba, de Alejandrina Penabad y Enrique Sosa, una obra monumental, verdadera enciclopedia de la educación cubana, y diría algo más, una historia de la nación desde la óptica de la Educación.
Está también el precioso libro, bellamente ilustrado, Habana. Puerto y Ciudad, de la autoría de Siomara Sánchez; otro como La huella francesa en el occidente de Cuba, de Rolando Álvarez Estévez; el precioso título 1102 días en el Ejército español, de José Moure, testimonio verídico y real de un soldado, que aporta valores en la comprensión de la situación real de la guerra emancipadora, entre otros.
Este año apareció Para no olvidar, un libro que cuenta con el prólogo suyo. ¿Por qué guardar esas imágenes del antes y el después de la restauración, si la ruina o la destrucción no son tan gratas a los seres humanos?
En verdad ha pasado mucho tiempo, y a mí se me ha ido volando, desde que esos edificios adquirieron otro rostro, pero es bueno que los adolescentes que llegan a la Plaza de San Francisco y dicen: ¡qué maravilla, como se ha conservado todo esto!, sepan cuánta consagración, recursos y dedicación fueron necesarios para tener lo que podemos mostrar hoy. Así mismo, a los turistas debemos hacerles comprender el esfuerzo de la nación y de muchas personas para que esto sea posible.
Por ejemplo, la Basílica de San Francisco de Asís era sede del Correo antes del triunfo de la Revolución y después se convirtió en un horrible almacén. En la nave de la Basílica había tres frigoríficos que fueron demolidos a mano durante tres años, acción que destruyó una parte del patrimonio arqueológico que había debajo, es decir, las tumbas de la iglesia.
Pero ¿qué decir de los edificios que eran ministerios e instituciones no culturales? Refirámonos a uno, el Palacio de los Capitanes Generales, que es Museo de la Ciudad desde 1979. Las obras de restauración se iniciaron allí en 1967 en medio de un valle de ruinas y destrucción. Otro ejemplo, los cuadros de El Templete eran invisibles y todavía, desde hace seis años, se están restaurando. Conservar esa memoria es, por tanto, un acto de justicia con quienes se han entregado a este proyecto y un legado histórico para nuestros descendientes.
Ediciones Boloña ha publicado el título de su autoría Poesía y Palabra, que ya cuenta con dos tomos. ¿Por qué lo nombró así?
La palabra vuela. Frase que resulta quizá de la amarga reflexión de que lo no se imprime se lo lleva el viento. Muchos amigos me han pedido que lleve esas palabras pronunciadas al papel. Es cierto que han ardido en la hoguera las cosas que he considerado hojarasca. Pero quedan en Poesía y palabra, conferencias a las que fui sin anotaciones, discursos pronunciados, elogios a artistas e intelectuales en las presentaciones de sus exposiciones o sus libros. Todo esto fue un legado de palabras.
¿Y por qué Poesía si no hay ningún verso en ese libro?
Siempre he creído que la poesía no es solamente el ordenamiento en métrica de una inspiración divina. Creo que la poesía está en la palabra, en el discurso político, en la vida misma, en tanto y en cuanto reconozcamos en esas palabras que pronunciamos, ese rumor cercano y el perfume que nos llega de contemplar con ojos de amor las cosas.
¿Qué hace Eusebio Leal con sus derechos de autor?
-Espero se comprenda perfectamente que por una razón elemental de lealtad con lo que hago, mis libros están dados, todos, a la restauración; tanto los derechos de autor de las conferencias y cursos impartidos por mí, como los que surgen de la imprenta. Creo que hay una obligación si hay un derecho: cobrarlo, y si lo consideramos oportuno, destinarlos a un fin. Esto no quiere decir que otros tengan que hacer lo mismo, yo me siento obligado y es todo.
El todo de esa recaudación es para la restauración, y para poder recaudar esos ingresos se han requerido de ediciones más costosas como Para no olvidar o Poesía y palabra.
Algún día se podrán realizar ediciones populares de estos títulos, aunque hemos tributado ejemplares suficientes al sistema de bibliotecas públicas de todo el país, que incluye las bibliotecas fundamentales de la Ciudad de La Habana, la Biblioteca Nacional, y las bibliotecas municipales, para que los lectores los puedan consultar mientras llegan esas ediciones económicas.
Para un hombre que maneja tan cómodamente la oralidad ¿escribir es un acto muy complejo?
De mí van a encontrar sólo esquelas manuscritas, impublicables, porque son asuntos personales, una nota cualquiera, agradecimientos…
Las cartas, me vi obligado -—como estudié de muy joven mecanografía las hacía siempre a máquina—, a dictarlas. Hasta hoy he tenido esa facilidad. Al final tendré que escribir yo mismo y entonces no sé si entenderé lo que garabatee sobre el papel. Aquella letra cuidada de los primeros años, la redondilla de la gótica y la cursiva, fue derruida por las líneas y los castigos que me ponían las maestras por hablar en clases. No había nada tan dantesco ni espantoso que quedarse después en la escuela, y hasta por la noche, en aquel sistema bárbaro de castigo, escribiendo lo mismo irracional,”no debo hablar en clases”, “no debo hacer comentarios en voz alta”, a veces hasta diez mil líneas. Eso acabó con mi buena escritura.
Una cosa es hablar y otra escribir. De ahí que cuando se transcriben aquellas palabras dichas deba auxiliarme con alguien que lea y corrija superlativos y afirmaciones, y trate de llevar a la escritura el lenguaje de las manos y de los ojos, que en una conferencia tiene también un papel definitivo. Decididamente todos mis libros fueron testimonios arrancados a la vida cotidiana.
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