Eusebio Leal Spengler ~ Historiador de la Ciudad de La Habana ~
“Al Cardenal Jaime Ortega Alamino: el pastor y el hombre. Elogio de la virtud sacerdotal.”
Dr. Eusebio Leal Spengler
Egregio Doctor Vincenzo Buonomo, Rector Magnífico de la Pontificia Universidad Lateranense:
Gran Canciller, Su Eminencia Reverendísima, Cardenal Angelo De Donatis:
Su Eminencia Reverendísima, Monseñor Beniamino Stella, Prefecto de la Sagrada Congregación para el Clero:
Ilustrísimo Monseñor Emilio Aranguren Echeverría, Presidente de la Conferencia Episcopal de Cuba y Obispo de la Diócesis de Holguín:
Ilustrísimos señores Prelados y demás dignidades eclesiásticas presentes:
Excelentísimo Señor Jorge Quesada Concepción, Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de la República de Cuba ante la Santa Sede Apostólica:
Honorables Miembros del Claustro:
Señoras y Señores:
Sean mis primeras palabras para expresar mi más sentida e intensa gratitud a la Conferencia de Obispos de Cuba y a Su Eminencia Reverendísima Jaime Lucas Cardenal Ortega Alamino, Arzobispo Emérito de San Cristóbal de La Habana, fallecido el 26 de julio de 2019, quien propugnó con generosidad impar mi causa ante esta alta casa de estudios, a la que San Juan Pablo II llamó con justicia la Universidad del Papa.
Por razones comprensibles, mi Lectio Magistralis está dedicada, In memoriam, a mi entrañable amigo el Cardenal Ortega, creado como tal por San Juan Pablo II en el Consistorio del 26 de Noviembre de 1994 y que ocupa ya según su vida y vocación un lugar ante la Luz del Altísimo.
Para ello, resulta indispensable exponer las particulares circunstancias en que debió vivir su sacerdocio y episcopado en la Arquidiócesis de San Cristóbal de La Habana, erigida como obispado tardíamente, en 1787, por el Papa Pío VI. Hasta aquel instante y a partir del orden de las fundaciones de las primeras siete villas establecidas con sus parroquiales mayores, y luego de la efímera capitalidad de la primera de ellas, Nuestra Señora de la Asunción de Baracoa, cupo a Santiago de Cuba, recibir primero la cátedra episcopal y más tarde la arzobispal. Aquél prelado ostentaba la condición de serlo con jurisdicción sobre la Isla de Cuba.
Las condiciones internas del país y el desarrollo del comercio hacia el llamado Viejo Mundo, colocaron a La Habana en un rango mayor de importancia dada su estratégica ubicación geográfica, la calidad de su puerto, eficaz protector de las Flotas de Indias y la cercanía de las poderosas corrientes del Golfo de México que impulsaban los navíos hacia la península ibérica. Esta urbe, que en el presente año arriba al quinto centenario de su ubicación definitiva junto al puerto que lleva su nombre, en la costa norte a la mira del estrecho de la Florida, quedó privilegiada en medio de lo que suelo llamar el Mediterráneo Americano.
Los obispos no tardaron en venir a La Habana y establecer en esta villa residencia. Se trataba entonces de una iglesia de los españoles y para los españoles pues como asegura el Doctor Eduardo Torres Cuevas, uno de los más brillantes historiadores de mi país en todos los tiempos y felizmente contemporáneo, versado en la Historia de la Iglesia Católica en la Isla: es un hecho indiscutible “que la única religión oficial en Cuba durante cuatro siglos fue la católica”.
La Iglesia Católica Apostólica enfrentó la evangelización de los indígenas antillanos. Las islas se poblaron conforme a las sucesivas emigraciones en torno al Caribe, partiendo de las costas continentales y descendiendo por el cauce de los grandes ríos hacia las islas, de las pequeñas a las mayores: San Juan de Puerto Rico, Santo Domingo de Guzmán, Jamaica y la Isla de Cuba. Esta última fue llamada sucesivamente: Juana, nombre elegido en 1492 por el Almirante Cristóbal Colón en memoria del príncipe de vida efímera; Fernandina, en 1525, en alusión al Rey Fernando y finalmente Cuba, el sonoro y breve gentilicio con el cual nos identificamos no sólo los que aquí vivimos por azar sino los que hemos escogido a esta isla grande como patria, que es denominación superior en el orden moral a la de país y precede a la aspiración consagrada por la historia para todo el continente, como estados soberanos.
No es necesario evocar el largo pleito resultante de lo que el ilustre sabio colombista Doctor Paolo Emilio Taviani señaló acertadamente como la ampliación del mundo. Me refiero, claro está, a las Bulas Alejandrinas que otorgaron a la Corona de Castilla el derecho a conquistar América y la obligación de evangelizarla, emitidas por la Santa Sede, a pedido de los Reyes Católicos.
Las bulas Inter coetera I y II, garantizaban la posesión de las tierras “halladas y por hallar” con precisiones de un meridiano al oeste y satisfacían las demandas de los Reyes Católicos al procurarles “las hasta ahora descubiertas por vuestros enviados y las que se descubran en adelante”. Mientras que la Eximiae devotionis les concede iguales privilegios que a la dinastía lusitana en bulas anteriores encaminadas a legitimar sus dominios en el continente africano.
Pero la repartición del mundo siguió demandando definiciones papales y la bula Dudum siquidem así como el posterior Tratado de Tordesillas, lograron un acuerdo definitivo ante el vacilante equilibrio del mundo entre las coronas portuguesa y de Castilla y León.
Se daba por descontado que en cuestiones religiosas, en los nuevos territorios descubiertos, el papel de obispos y Arzobispos sería determinante. La bula Piis Fidelium del 25 de junio de 1493 contrarrestaba el poder terrenal concedido a Colón con aquel nacido de la autoridad espiritual de la iglesia.
Ocho años más tarde el Rey Fernando alcanzó a comprender las dimensiones de la nombrada conquista. Y en la bula Eximiae Devotionis Sinceritas (1501) el Papa da fe de que la Corona tenía los poderes para organizar y dirigir las estructuras eclesiásticas.
Bajo el imperativo de la Reina Católica Isabel I, y luego de vencer el señorío musulmán sobre las tierras peninsulares, en el campamento militar de Santa Fe a la vista de Granada, se había favorecido el viaje del navegante genovés, ofreciéndosele a Colón todo género de privilegios a cambio de hallar lo que él defendía como convicción profunda: existía un mundo más allá de las columnas de Hércules. Como si el Almirante de la Mar Océana escuchase la solemne profecía de Séneca que él mismo se empleó en traducir:
“….vendrán los tardos años del mundo ciertos tiempos en los cuales el mar océano aflojará los atamientos de las cosas y se abrirá una grande tierra y un nuevo marinero como aquel que fue guía de Jason, que hubo nombre Thyphis descubrirá un nuevo mundo y entonces, no será la isla de Thule la postrera de las tierras”.
Un Nuevo Mundo, un universo otro se abría paso ante el asombro de multitudes. Luego, como resultado de esta larga historia, vendría la memorable disputa sobre el alma inmortal del indio americano, llevada con éxito por el Benemérito Dominico Fray Bartolomé de las Casas, entre 1550 y 1551 en la ciudad de Valladolid, frente al elocuente Doctor en Teología y Derecho Juan Ginés de Sepúlveda. La evangelización pacífica era su profunda creencia, al amparo de la nombrada bula Inter Coetera donde el Papa Alejandro VI aludía, en 1493, a una evangelización que admitía a los indios como seres humanos “de alma inmortal”; y como tales habría que tratarles.
Aquellas criaturas sufrieron el terrible embate del choque entre las culturas del Viejo y el Nuevo Mundo. Podemos evocar ahora el hermoso texto de Gustave Flaubert que como exergo de su obra escoge la ilustre académica e historiadora francesa Margarite Yourcenar en su inmortal Memorias de Adriano, conocida en lengua española por la impecable traducción de Julio Cortázar:
“Cuando los dioses ya no existían y Cristo no había aparecido aún, hubo un momento único, desde Cicerón a Marco Aurelio, en que solo estuvo el hombre”.
La evangelización sería un paso lento, el nuevo Dios y el culto mariano, intentó sobreponerse al dolor y al dominio de lo que he llamado los cuatro jinetes de la apocalipsis: la visión nunca antes contemplada del caballo, el filo del acero, el estruendo de la pólvora y la rueda, enigma que prevalece aun en las altas culturas de la América prehispánica.
Fue en la isla de Santo Domingo donde un poderoso predicador dominico, Fray Antonio de Montesinos, en una alocución memorable, desacraliza el carácter brutal de la conquista y golpea el corazón de los que escuchan:
“Soy la voz de Cristo en el desierto de esta isla, y por tanto conviene que con atención la oigáis, la cual les será la más nueva que nunca oísteis, la más áspera y dura y espantable y peligrosa que jamás no pensasteis oír. Esta voz es que todos estáis en pecado mortal y en él vivís y morís, por la crueldad y tiranía que usáis con estas inocentes gentes”.
Tendría razón años después José Martí, Apóstol de la independencia de Cuba al afirmar:
“Los amorosos dominicos; siempre buenos; hasta para América, buenos”.
Así nació el verdadero Nuevo Mundo y el humanismo cristiano. Sobre los templos derruidos, los códices quemados y la deflagración de las deidades, comenzó la gesta evangelizadora.
En la Catedral de Nuestra Señora de la Asunción de Baracoa se conserva una de las cruces que el genovés plantó al admirar el esplendoroso paisaje del Oriente de Cuba. La Cruz de Parra, protegida por cantoneras de plata, es el símbolo de la nueva religión, ateniéndonos al latín religio, quiere decir religar, restablecer un vínculo roto. Para ello fue necesario obras de gran trascendencia apostólica como la iniciada por aquél a quien en Michoacán, México, los indígenas Purhépechas bautizaron como Tata, que quiere decir Padre: “Tata” Vasco de Quiroga.
A Fray Ramón Pané podemos citarlo en este tránsito hacia una iglesia que gradualmente se transformó ante la evidencia de un Nuevo Mundo. El llamado descubridor del hombre americano pertenecía a la Orden de San Jerónimo, acompañó a Colón en su segundo viaje y describió atónito cómo los indígenas de Cuba y antes, los de Santo Domingo, contaban su versión de un Dios, de la creación del mundo y mostraban su visión esencial sobre el bien y el mal:
“La gente de esta isla Española tenían cierta fe y conocimiento de un verdadero y solo Dios, el cual era inmortal e invisible que ninguno lo puede ver, el cual no tuvo principio, cuya morada y habitación es el cielo…”.
En América ocurrirían acontecimientos que comenzaron a modelar un discurso catequístico de nueva y alta dimensión. Sobre el cerro del Tepeyac, no lejos de la antigua Tenochtitlán, el indio chichimeca Juan Diego, bautizado por los primeros misioneros franciscanos que llegaron a México, escuchó el cantar del pájaro tzinitzcan anunciándole la aparición de la Virgen de Guadalupe. Juanmostró la efigie adorada al atónito Fray Juan de Zumárraga – posteriormente Arzobispo de México –, luego de que en su ayate repleto de rosas apareciera milagrosamente impresa la tan venerada imagen. Era distinta a Nuestra Señora de Guadalupe, en la lejana Extremadura española; distinta a aquella ante la cual los primeros aborígenes de Cuba, destinados a ser traductores de lenguas, recibieron el bautismo amadrinados por la Reina Isabel la Católica, en cuyo testamento ante la inminencia de la muerte recuerda los deberes contraídos con aquel mundo.
Más tarde, en Cuba, allá por el año 1612, tratando de hallar sal en la Bahía de Nipe y sorprendidos por la tempestad en una canoa – nombre que se da en nuestras tierras a las barcas labradas en un tronco de árbol –, tres hombres, ya conversos pero representantes puros o híbridos de las tres sangres: la india, la negra y la española, a quienes los cubanos popularmente llamamos los tres Juanes, encuentran flotando sobre las aguas la imagen de la Virgen, de Nuestra Señora de la Caridad y Remedios.
¡No es ya la Caridad de Illescas! Es otra hecha en pasta de caña, probablemente en talleres del México virreinal, lanzada a las aguas en medio de un huracán y llevada a costa segura, al Hato indio de Barajagua. Después de una misteriosa peregrinación la trasladan definitivamente hasta el Real de Minas de El Cobre, donde se encuentra la Basílica en la cual se le rinde culto hasta nuestros días. Es curioso cómo no aparece a sus pies la barca que sí se halla en la representación más popular, la delos hogares en nuestro país. Esa barca es Cuba y los que en ella viajan orando y remando contra viento y marea ¡somos nosotros, el pueblo cubano: su milagro!
Debo mencionar otros episodios que forman parte de las reales leyendas de esa tierra de El Cobre, como el de Pedro Agustín Morell de Santa Cruz y de Lora, nacido en la isla vecina de Santo Domingo. Comisionado en 1731 para mediar con los esclavos sublevados en las minas de ese sitio, convierte su visita pastoral en la historia de la iglesia cubana. Entre sus papeles conservó el texto inédito de Espejo de Paciencia, suma de poemas y narraciones firmados por Silvestre de Balboa, quien emigró desde Islas Canarias. Su obra literaria – primera registrada en Cuba – tuvo como motivación esencial el rescate realizado por un negro esclavo, del obispo Juan de las Cabezas Altamirano, de manos del pirata francés Gilberto Girón.
El drama concluye en el momento en que el coloso africano Salvador Golomón corta la cabeza del temido pirata. No debemos olvidar tampoco cuando no será posible evocar por la naturaleza de este acto todo cuanto quisiera, al Obispo de La Habana Diego Evelino de Compostela, preocupado en la humildad y el detalle de erigir monasterios y fundar un colegio para la enseñanza de la gramática latina, el canto llano y los fundamentos de la teología. Llamose aquel colegio de San Ambrosio y abrió sus puertas en 1689. Años más tarde, con el título de San Carlos Borromeo, unido al de Ambrosio, tan amado y reverenciado, invariablemente acompañado de sus diáconos mellizos Gervasio y Protasio, serían los titulares del Seminario Conciliar en La Habana.
Debemos mencionar también la obra del Obispo Santiago José de Hechavarría Elguesúa, Doctor en Derecho Civil y Canónigo. De vasta cultura, indispensable para ser hombre de religión, dominaba las lenguas antiguas. Su biblioteca era notabilísima y en ella como particular privilegio se encontraba un estante donde se hallaban los libros prohibidos aun para aquellos que tenían permiso de leerlos. Reedificó varias iglesias, benefició hospitales, se ocupó de los colegios y del Seminario Conciliar, estableció los principios de la filosofía electiva y modernizó las cátedras de Teología Moral, Derecho Canónigo y de Vísperas. Murió siendo Arzobispo de Puebla de los Ángeles en México.
No puedo omitir tampoco a Juan José Díaz de Espada y Fernández de Landa,segundo Obispo de La Habana, un ilustrado formador de hombres, uno que vio las necesidades que apuntaban a un siglo nuevo donde la iglesia debía reformarse; mecenas del arte y la literatura; promotor de la Real Sociedad Patriótica de Amigos del País, a imagen y semejanza de la vascongada; objetor de la esclavitud africana; amante de la salud pública, propugnador de las vacunaciones pues todo niño bautizado debía ser niño vacunado, extinguiendo de esta manera el estigma de la posición social.
Fue el Obispo Espada el que promovió y alentó al joven presbítero Félix Varela, creándolo primer profesor de Derecho Constitucional, según el texto proclamado en España en 1812 y más tarde, lo persuadiría de la necesidad de actuar en política por el bien y al servicio de la sociedad y la Iglesia
A partir de este momento la narración se interrumpe necesariamente porque entramos de lleno en el período de auge de la esclavitud africana, la mancha indeleble que pesa aun con sus huellas lacerantes en el alma invisible de nuestro pueblo.
Los estudios del eminente jesuita Padre Manuel Pablo Maza Miquel S. J. servirían de prueba concluyente para observar la irreductible contradicción entre lo uno y lo otro. Buscaría en la obra impar del Padre Claver en Cartagena de Indias, Apóstol de los negros, para poder valorar la no existencia de una pastoral objetivamente válida y pedagógicamente aceptable hacia ellos.
El drama de la esclavitud fue advertido por el sabio alemán Barón Alexander von Humboldt durante sus visitas, entre 1800 y 1804. Bajo el título Ensayo político sobre la Isla de Cuba, publicado luego en 1826, apareció un verdadero retrato de la realidad económica, social y política del país. El capítulo VII titulado De la esclavitud fue incluso censurado. En él el gran sabio describe:
“¡Qué triste espectáculo presentan unos pueblos cristianos y civilizados, disputándose sobre cuál de ellos ha hecho perecer en tres siglos, menos africanos, al reducirlos a la esclavitud!.
Paradójicamente, aun en los momentos en que la realidad colonial se flexibiliza, algunos temas aparecen intocables: la soberanía de la Corona, la religión Católica y la esclavitud. Sobre esa base económica esclavista se erigieron los grandes capitales y fortunas. No caben dudas de que en el seno de aquél grupo a quien el ilustre historiador Don Manuel Moreno Fraginals llamó la sacarocracia criolla, surgiría la iniciativa de búsqueda de una salida al orden de cosas que parecían inamovibles. José Martí, a quien resulta indispensable citar una y otra vez, refiere:
“Abajo, en el infierno, trabajaban los esclavos, cadena al pie y horror en el corazón, para el lujo y señorío de los que sobre ellos, como casta superior, vivían felices, en la inocencia pintoresca y odiosa del patriarcado; pero siempre será honra de aquellos criollos la pasión que, desde el abrir los ojos, mostraban por el derecho y la sabiduría, y el instinto que, como dote de la tierra, los llevó a quebrantar su propia autoridad, antes que a perpetuarla”.
El maestro católico y pedagogo cardinal en la historia de la educación en Cuba Don José de la Luz y Caballero podría afirmar:
“Antes quisiera ver desplomadas, no digo yo las instituciones de los hombres, sino las estrellas todas del firmamento, que ver caer del pecho humano el sentimiento de la justicia, ese sol del mundo moral”.
Esclavitud y progreso marcarían la línea roja entre un pensamiento más avanzado y el que se aferraba al pasado. Prisionera de esa dualidad estaba la Iglesia. La guerra emancipadora por la independencia del continente, fue condenada por la jerarquía eclesiástica a petición de la Corona española, en virtud del derecho legal del Concordato. Sería Simón Bolívar, nombrado El libertador, ilustrado intelectual de amplísima visión política el que previó: “en la unión del incensario con la espada de la ley consiste la paz y el progreso de los pueblos”.
El émulo en La Habana del jesuita San Pedro Claver, sería el monje exclaustrado por las leyes liberales españolas, el Venerable Jerónimo Mariano Usera y Alarcón. Recorría las calles de La Habana acompañado por dos conversos africanos y fue el promotor de la Sociedad Protectora de los Niños de la isla de Cuba.
Puso sus ojos el Padre Usera en la parte más envilecida y pobre de la ciudad, la mujer desprotegida o enferma, los infantes sin amparo, los jóvenes cuya conducta parecía impropia y aun escandalosa a los ojos de aquella sociedad y desde luego, en el hombre negro a quien juró consagrarse por amor a Dios:
“Hace tiempo que me consagré a defender los derechos de la raza negra a la que amo en Jesucristo que es el mejor y más desinteresado amor”.
Así está escrito en lápida de bronce que el Cardenal Ortega y yo colocamos sobre un paredón de la Catedral de La Habana al pie de la torre donde se cuenta murió en absoluta pobreza el fundador de la Congregación del Amor de Dios.
Es insoslayable que el Grito de Independencia pronunciado en México en la Parroquia de Nuestra Señora de los Dolores fue dado por un sacerdote, Miguel Hidalgo; continuado luego por otro clérigo nacido en Michoacán, tierra a la cual bautizó como el jardín de la Nueva España, José María Morelos y Pavón; seguido después por el sacerdote Mariano Matamoros y Guridi.
Al proclamarse en 1811 la independencia en Caracas cuando el pueblo responde a coro un ¡no! a la pregunta del capitán general Vicente Emparan de si querían que él siguiera gobernando, y se manifiesta la inconformidad unánime con la prevalencia del régimen colonial, el ilustrado canónigo José Cortés de Madariaga, desde el balcón del ayuntamiento, hizo una seña negativa al pueblo para que se opusieran valientemente al régimen español.
Y también desde un balcón en Huaura, en la Plaza de Armas de esa ciudad en Perú, el general José de San Martín declaró la independencia en 1820. Entre los concurrentes se distinguían los dominicos de capa negra. El espíritu emancipador del jesuita peruano Juan Pablo Viscardo y Guzmán, autor de la Carta a los Españoles Americanos había sentado el precedente al escribir con valentía:
“No hay ya pretexto para excusar nuestra apatía si sufrimos más largo tiempo las vejaciones; si nos destruyen, se dirá con razón que nuestra cobardía las merece. Nuestros descendientes nos llenarán de imprecaciones amargas, cuando mordiendo el freno de la esclavitud que habrán heredado, se acordaren del momento en que para ser libres no era menester sino quererlo”.
El eco de todo ello lo sería en Cuba el Presbítero Félix Varela Morales. Nacido en La Habana el 20 de noviembre de 1788, celebró su primera misa en el Monasterio de Santa Teresa y San José donde su tía era Monja de las Carmelitas Descalzas. El Obispo Espada impulsó su desarrollo intelectual y distinguió su impactante elocuencia apoyándole en todas sus obras.
El Padre Varela, diputado a las Cortesde Cádiz en 1821, defendió la abolición de la esclavitud, el reconocimiento de las nuevas naciones y predijo la inevitable confrontación si la corona no concedía idénticos derechos a Cuba. Desterrado para siempre a los Estados Unidos fue apóstol de los irlandeses y los pobres en las calles de Nueva York. Murió en San Agustín de la Florida, lejos de su amada patria y sus restos se preservaron en el humilde cementerio de Tolomato, en la primera villa fundada por España en 1565, en el territorio continental norteamericano, donde expiró en 1853 en olor de santidad.
Pobre entre los pobres, ofreció sus sufrimientos al destino posterior de Cuba y simbólicamente, días antes de su fallecimiento, venía al mundo en La Habana un hijo de españoles, poderoso continuador de sus ideas, bautizado con el nombre de José Julián Martí y Pérez en la iglesia del Santo Ángel Custodio, donde también se le habían administrado los santos sacramentos al Presbítero Félix Varela y Morales, cuyas huellas siguió el Apóstol como su discípulo más fiel.
José Martí pudo viajar a San Agustín de la Florida y para rendir tributo a su predecesor más admirado escribió luego en el periódico Patria:
“Antes que todo, a la tumba del Padre Varela (…) allí están en la capilla a medio caerse, los restos de aquel patriota entero (…) aquí estamos de guardia, velando los huesos del santo cubano, y no le hemos de deshonrar su nombre.”
En 1879, nacía en Puerto Príncipe, hoy Camagüey, Manuel Arteaga Betancourt. Debido a sus apellidos Betancourt, Montejo, Guerra, Arteaga, Loynaz… se sabía que corría por su sangre la del patriciado camagüeyano. Él formaría parte, en un futuro no muy lejano, de aquel sacerdocio cubano que, desconociendo el derecho inviolable de la soberanía colonial y el Concordato, optarían por la causa de la independencia improbable entonces para su patria.
En la década anterior, el 10 de octubre de 1868, Carlos Manuel de Céspedes y López del Castillo, de rancio abolengo, proclamó la libertad de sus propios esclavos en el ingenio azucarero Demajagua, cerca de Manzanillo. Al ingresar en la ciudad de Bayamo, primera capital de la insurrección momentáneamente victoriosa, lo hace bajo Palio para asistir a la bendición de la bandera.
Numerosos sacerdotes como el presbítero Braulio Cástulo de los Dolores Odio Pécora, cura de la parroquia de Manatí, se incorporaron a la Guerra de los Diez Años en 1868 y compartieron los rigores de la manigua y la conflagración. La Virgen de la Caridad que Céspedes, el libertador, llevaba como prenda preciosa en su pecho, se convirtió en símbolo de emancipación, libertad e igualdad.
La mulatez de la sangre o de la cultura comenzaba a emerger con fuerza incontenible. Muchos de aquellos sacerdotes condenados por las jerarquías padecieron el ostracismo, fueron apresados, apartados de todo lugar donde pudieran ejercer influencias a partir de sus ideas separatistas y llegado al extremo represaliados y expatriados. El fin del Padre Francisco Esquembre y Guzmán es el ejemplo más álgido al culminar en la aplicación de la pena capital.
El Padre Esquembre había bendecido la bandera enarbolada por los independentistas cuando a inicios de 1869 entraron victoriosos a Yaguaramas. Momentos antes de ser fusilado reconfirmó su hondo sentir: “…Pido al cielo la bendición para Cuba y su bandera”.
A esas alturas era imposible ocultar que en todo el territorio nacional había sacerdotes diocesanos y algunos frailes que defendían los derechos de Cuba a su independencia. Cuando la primera guerra concluyó en 1878, para vivir otros dos intensos capítulos de 1879 a 1880 y de 1895 a 1898, la Reina Regente, María Cristina de Austria apelaría al pontificado pidiendo al Papa la bendición para el ejército expedicionario, el mayor que jamás cruzó el Atlántico, con el fin salvar a la colonia insubordinada.
La palabra ardorosa de Martí permeada de un sentimiento cristiano, no concibe la guerra como necesaria hasta que no la ve inevitable. Siente dolor y tribulación ante lo que ella significa. Mientras, en las plazas mayores incluyendo en la de la Catedral de La Habana, el ejército colonial hincado de rodillas escucha la voz de los obispos que transmiten el mensaje de su Santidad el Papa León XIII:
“Vais a combatir contra los enemigos de España, lo mismo contra los negros y mulatos que contra los blancos y criollos, contra los ingratos de la madre patria, que abusando de la libertad que se les ha concedido, le hacen guerra cruel. Vais a sostener una guerra santa porque los insurrectos destruyen las iglesias, e impiden el culto divino y matan a nuestros fieles”.
El drama había alcanzado su culminación: la caída de Martí en mayo de 1895 arrebata al movimiento revolucionario su alma visible. Meses después, el 7 de diciembre de 1896 cae combatiendo a las puertas de La Habana Antonio Maceo, unas horas antes de la festividad de la Inmaculada Concepción. Las campanas de los templos se echan al vuelo y se canta Te Deum. Parecía haberse roto definitivamente el vínculo entre el pueblo y la jerarquía, obligada por convicción y por derecho, a defender a ultranza lo que España consideraba suyo, invocando el poder de Dios.
La revolución no había alcanzado sus objetivos: la independencia absoluta y la abolición de la esclavitud. Esta solamente sería aprobada por las Cortes españolas en 1886. Setenta y tres años antes del 1ro de enero de 1959.
Años después, y por el especial permiso que me concedió el Secretario de Estado, Cardenal Agostino Casaroli, pude leer en el Archivo Secreto los perentorios mensajes intercambiados por el ministerio de Ultramar y el entonces Secretario de Estado Mariano Rampolla del Tindaro, en los cuales la Reina impetraba al Santo Padre su mediación para impedir el inminente desastre que suponía la guerra entre España y Estados Unidos.
Al derrumbarse el poder colonial y sobrevenir la intervención estadounidense, los obispos españoles embarcaron con el ejército derrotado. La iglesia debía inmediatamente asumir su verdadero, único e irrenunciable papel. Se designa entre 1900 y 1901, como encargado de resolver los asuntos del tránsito de los obispos españoles y los nuevos nombramientos a Monseñor Louis Plácide Chapelle, Obispo de New Orleans y como primer Obispo al Secular italiano Monseñor Donato Sbarretti. Después fue designado por la Santa Sede como Administrador Apostólico, Francisco de Paula Barnada Aguilar, natural de Santiago de Cuba, amigo de la familia Maceo, protector de Mariana y Marcos, los padres del héroe Antonio.
Como Rector del Seminario de La Habana fue designado Guillermo González Arocha, párroco de Artemisa, reconocido patriota cubano que había arriesgado su vida exponiéndose en su apoyo a las tropas mambisas, transportando medicinas, útiles y correspondencia a la manigua.
La Iglesia sentía ahora en pequeño lo mismo que el papado había sufrido con la pérdida del poder temporal. Entonces sobrevolaba la única verdad, mi reino no es de este mundo. El Papa ya no sería el rey, sería el hacedor de puentes, el conciliador, el guía moral… como solía decirse en el acto solemne de su coronación:
“Recibe la Tiara adornada de tres coronas, y sabe que eres padre de los Príncipes y de los Reyes; Rector del Mundo; Vicario en la Tierra de Nuestro Señor Jesucristo, á quien se debe honor y gloria por los siglos de los siglos”.
Así comenzó la reconstrucción de la iglesia republicana sobre las iglesias quemadas que se convirtieron en fortines ante el avance de la insurrección. El propósito era el de un gobierno interventor cuya misión definitiva consistía en dejar a la Isla atada de por siempre a la nueva sujeción, y la indemnización de los bienes confiscados o expropiados durante los regímenes liberales españoles, aplicada en Cuba con cargo y crédito a la República que iba a nacer el 20 de mayo de 1902. Todo con el beneplácito posterior de su primer presidente, el manipulable Tomás Estrada Palma, converso presbiteriano, pero que había vivido largo tiempo en Estados Unidos y creía en ese concepto interpretado ambiguamente de la libertad religiosa.
De regreso a Cuba, ya como sacerdote y luego como Vicario general de la Diócesis de La Habana, Manuel Arteaga Betancourt sería Arzobispo de esa ciudad desde el 24 de febrero de 1942, donde desarrolla una intensa labor organizativa a escala parroquial, teniendo como signo de su apostolado la eucaristía. Exaltado Cardenal de la iglesia por Su Santidad el Papa Pío XII, en el Consistorio secreto del 18 de febrero de 1946, se convirtió en uno de los primeros purpurados latinoamericanos.
Hombre de vasta cultura, tuve el placer de conocerlo en su ancianidad. Se desvivió por la formación del clero nacional y contra la opinión de gran parte de la curia ordenó, el 5 de noviembre de 1942, al primer sacerdote negro cubano Manuel Arencibia. Fue un signo claro de ruptura con un pasado de menoscabo y discriminación a la raza negra cuya religiosidad era intensa, hija del cautiverio y del sufrimiento.
Hasta ese momento, solo en las escuelas parroquiales y en ninguno de los grandes centros docentes católicos, existían niños negros o mulatos. Al preguntarle cierta vez a un ilustre clérigo, me confirmó que sufrieron muchos agravios comparativos en una sociedad que constitucional y jurídicamente suscribía en teoría la igualdad entre todos los hombres.
El Cardenal Arteaga, según las leyes constitucionales, no intervino en política. Sin embargo, después de la promulgación de la Constitución de 1940 una declaración suya coherente con el magisterio y las encíclicas Rerum Novarum, de León XIII y Quadra gesimo Anno, de Pío XI,señala la libertad de los cubanos de votar por quienes deseen pero con ciertas excepciones:
“He procurado mantener fuera de la política de partido a la Iglesia Católica en Cuba, he estimulado a los católicos a cumplir sus deberes ciudadanos al amparo del régimen democrático al que pertenece nuestra Patria, he dejado plena libertad a los católicos en sus simpatías e inclinaciones a los partidos políticos nacionales, con la sola excepción del comunismo…”.
En esa idea nos formamos mientras la trágica realidad de Cuba era descrita en el valiente documento elaborado entre 1956 y 1957 por la Agrupación Católico Universitaria bajo el título ¿Por qué la Reforma Agraria? En esa investigación, cardinal para entender a nuestro país en los años previos a la consumación de la Revolución, se reflejaba la trágica realidad social y económica del país, sobre todo del campesinado:
“…en el campo, y especialmente los trabajadores agrícolas están viviendo en condiciones de estancamiento, miseria y desesperación difíciles de creer…”.
Fue inmensa la obra caritativa realizada por las órdenes religiosas, fundamentalmente femeninas y la de los Hermanos de San Juan de Dios, entre otros. El empeño por difundir la educación católica en escuelas confesionales, chocaba contra la realidad de un laicismo que podríamos definir como vulgar, nacido de una interpretación ajena al espíritu de la caridad cristiana.
En octubre de 1958, al ser elegido el cardenal Angelo Giuseppe Roncalli para suceder en la Santa Sede al Papa Pío XII, el patriarca de Venecia dirigió palabras al pueblo cubano que se conservan en la Radio Vaticana y transmitían un mensaje de inquebrantable esperanza. Ellas comenzaban en perfecto español: Amadísimos cubanos, os habla vuestro Padre de Roma.
Presencié al derrumbe de la República, estuve junto al entonces anciano y venerable Cardenal Arteaga como su acólito en la misa celebrada en la Plaza de la Revolución. Lo recuerdo todavía cuando ya su mente extraviada le llevó a bendecir El Cristo de La Habana, obra de la escultora cubana Jilma Madera, poco antes del colapso de la oprobiosa tiranía, en 1959.
La iglesia asistió, casi estupefacta, al acontecimiento más temido y continuamente invocado por el clero y los frailes peninsulares que habían sido testigos, veinte años antes, del sangriento epílogo de la República Española. El horror al comunismo y el júbilo de los desposeídos ante las primeras leyes revolucionarias podían explicar claramente el acontecer.
Una mañana, al acudir al palacio para mi saludo habitual al venerable Cardenal Arteaga, apoyado siempre en su bastón de puño de oro, observé cómo el chofer borraba apresuradamente de la puerta trasera de su automóvil el escudo cardenalicio. Le llevaban a la Embajada Argentina como huésped, ante la incertidumbre del devenir de la invasión de Playa Girón.
Se había exacerbado un sentimiento anticlerical que procedía de distintas fuentes. La iglesia expresó en sucesivas cartas pastorales su angustia ante el acontecer, pero los sucesos incendiados por las leyes revolucionarias de reforma agraria, urbana, educacional y las nacionalizaciones, dañaban directa y colateralmente intereses a los cuales la Iglesia no era ajena.
Al propio tiempo, se obnubilaba la justa y equilibrada apreciación de lo que podría ser mejor o peor, moderado o excesivo. Y todo, ante una amenaza que se convertiría en el inmediato futuro, en realidad determinante: la hostilidad sostenida del gobierno de los Estados Unidos.
No olvidemos que el llamado socialismo real en Europa del Este nos había legado como ejemplo de intolerancia y persecución, el testimonio del Cardenal József Mindszenty, asilado en la embajada estadounidense en Budapest; la angustia de Stefan Wyszyński, Arzobispo de Varsovia, o el triste destino del Beato Aloysius Viktor Stepinac, Arzobispode Zagreb.
Ningún camino de tránsito o de diálogo parecía practicable. Los pronunciamientos escritos por el episcopado, alertaban sobre un futuro inmediato hostil a la fe. Reinaba la desorientación en las organizaciones católicas. Comenzó la emigración de la clase media que sucedió al exilio de la casi totalidad de la cúpula política derrotada. La expulsión en el trasatlántico español Covadonga de un grupo significativo de clérigos y el rumor de que se producirían saqueos en conventos e iglesias, completaron aquellos instantes.
La memorable encíclica Pacem In Terris prevé una situación universal nueva que podemos resumir entendiendo que lo que hasta ayer no fue prudente hoy es conveniente. La mencionada encíclica llama con vehemencia a la cooperación entre católicos y no católicos:
“Que finalmente Cristo encienda las voluntades de todos los hombres para echar por tierra las barreras que dividen a los unos de los otros, para estrechar los vínculos de la mutua caridad, para fomentar la recíproca comprensión, para perdonar, en fin, a cuantos nos hayan injuriado. De esta manera, bajo su auspicio y amparo, todos los pueblos se abracen como hermanos y florezca y reine siempre entre ellos la tan anhelada paz”.
Pero tales cosas no ocurrieron. Se impuso un sentido de moderación que no fue óbice para que sobreviniesen acontecimientos aislados. La providencia, en la que descansa en definitiva el destino de los hombres y de los pueblos, determinaría el porvenir.
El 20 de marzo de 1963, falleció el Cardenal Arzobispo de San Cristóbal de La Habana, Manuel Arteaga Betancourt quien había construido un seminario, fundado parroquias, predicado con elocuencia y de brillante ejecutoria. Asistiríamos a la sucesión de distintos prelados, cada cual tratando de ajustar su carisma y de hallar la palabra adecuada para guiar su grey dispersa y en parte emigrada.
El terrible capítulo de la expatriación de niños sin acompañantes, bajo el pretexto del retiro de la Patria potestad a sus padres, entre el 26 de diciembre de 1960 y el 22 de octubre de 1962, basado en un documento hace ya tiempo reconocido como absolutamente falso, llevó a los Estados Unidos a más de 14 mil infantes sin sus progenitores. Se conoció semejante perjurio como Operación Peter Pan, en la cual la iglesia estadounidense y algunos de sus pares en Cuba, tendrían una participación innegable.
La radicalización del proceso revolucionario, las injusticias y actos violentos que suelen ocurrir al calor de estos excepcionales acontecimientos nos golpearon a todos. A pesar de ello no ocurrió como en sus precedentes históricos más relevantes ni incendio de iglesias, ni violaciones, ni ejecución de sacerdotes o religiosos.
Los prejuicios heredados de la vieja sociedad que condenaban la homosexualidad, unidos a cualquier otro delito común; el rechazo a la vagancia y la intolerancia religiosa hacia católicos y cristianos de otras denominaciones, compulsaron la creación de las Unidades Militares de Ayuda a la Producción, conocidas como UMAP, signadas por una visión sectaria que parecía haberse apoderado del ámbito cubano.
Algunos intelectuales han definido ese período como “quinquenio gris”. A esos campamentos de trabajo, distintos desde luego (como se ha querido tergiversar) a los GULAG del mundo de la expansión soviética, llegaron el joven sacerdote Jaime Ortega Alamino, el Padre Alfredo Petit, el Pastor protestante Raúl Suárez, entre otros. Algunos fuimos coartados antes de que se detuviera aquella maquinaria analizada posteriormente con sereno espíritu crítico por la dirección de la Revolución y por el propio Comandante Fidel Castro.
En 1986, la celebración del Encuentro Nacional Eclesial Cubano (ENEC), en La Habana, llevó la reflexión hasta un punto valioso. A mi juicio se debió profundizar en las raíces y causas del gran suceso político que vivimos pero quedó trazado un camino meritorio hasta hoy.
A esas alturas del proceso, se crea la Oficina de Asuntos Religiosos del Comité Central del Partido Comunista de Cuba, conducida por la inteligencia y el sentido común del Doctor José Felipe Carneado, quien con perseverancia iría alcanzando el objetivo precioso de la normalización. Esto en modo alguno excluye que ciertas situaciones tensas se produjeran intermitentemente.
Jaime Ortega fue creado Cardenal el 26 de noviembre de 1994 por San Juan Pablo II. Al colocar el birrete sobre sus sienes el Papa pudo repetir las palabras propias del Rito del Consistorio:
“Para la gloria de Dios y el Todopoderoso y para honor de la Sede Apostólica, reciban la birreta roja como un signo de la dignidad de cardenalato, significando su disposición para actuar con valentía, incluso hasta el derramamiento de su sangre, por el incremento de la fe cristiana, por la paz y la tranquilidad del pueblo de Dios y para la libertad y el crecimiento de la Santa Iglesia Romana”.
Esa dignidad y valentía estuvieron siempre en él. Jaime Ortega fue un hombre de perdón y reconciliación, un constructor de puentes. Asistí personalmente, en no pocas ocasiones, a sus diálogos con el General Presidente Raúl Castro. Fui testigo del carácter sanador y profético de aquellos encuentros. En respuesta a una carta del Cardenal protestando por actos de violencia cometidos contra algunas personas, tuviesen o no razones para ello, el jefe del estado respondió entregándole la responsabilidad de que gestionara la liberación de los presos, insistiendo en que por ello era sólo el mérito de la iglesia representada en él.
Estos intercambios se repitieron en no pocas ocasiones para tratar diversos temas. La visita del Papa Juan Pablo II a Cuba, en enero de 1998, largamente diferida por diversas razones, fue un momento estelar. El presidente Fidel Castro asistió a cada uno de los actos transmitidos en vivo por radio y televisión, al país y al mundo. El Papa, cuya voz resuena aun, solicitaba:
“Que Cuba se abra al mundo y el mundo se abra a Cuba para que este pueblo pueda mirar al futuro con esperanza”.
Ante la inminencia de esa visita histórica, la primera de un Santo Padre a Cuba, nos reunimos casi semanalmente en la residencia habanera del Nuncio Monseñor Beniamino Stella y nuestras conversaciones se transformarían en mensajes intercambiados luego con el presidente.
Cuando fallece San Juan Pablo II el 2 de abril de 2005, Fidel se dirige hacia la Nunciatura en La Habana acompañado por Raúl. En el libro de condolencias dejó muy clara su simpatía, afecto y gratitud por Su Santidad:
“Descansa en paz, infatigable batallador por la amistad entre los pueblos, enemigo de la guerra y amigo de los pobres.
“Fueron vanos los esfuerzos de quienes quisieron usar tu prestigio y tu enorme autoridad espiritual contra la causa justa de nuestro pueblo en su lucha frente al gigantesco imperio.
“Nos visitaste en tiempos difíciles y pudiste percibir la nobleza, el espíritu solidario y el valor moral del pueblo, que te recibió con especial respeto y afecto porque supo apreciar la bondad y el amor por los seres humanos que impulsaron tu largo peregrinar sobre la Tierra…”.
Posteriormente, en marzo de 2012, vendría a Cuba el Santo Padre Benedicto XVI. Fidel, ya enfermo pero pleno de lucidez, lo visitó en la Nunciatura y sostuvieron un diálogo intenso. Años después, en septiembre de 2015, Su Santidad Francisco visitó al Comandante en su casa, lo cual constituía un acontecimiento excepcional porque al Papa se le visita y no es usual que él sea quien visite.
Pero no debemos olvidar que Francisco es un jesuita y Fidel se educó en el rigor y la disciplina de la Compañía de Jesús. Luego el Papa comentaría que había percibido en aquél hombre una fortaleza de espíritu y un ansia en pos de la verdad que mucho le habían impresionado.
El trascendental congreso del Partido Comunista, celebrado del 10 al 14 de octubre de 1991 en Santiago de Cuba, borró el impedimento a aquellos cristianos que sin renunciar a la fe aceptasen su programa social. En ese mismo sentido, se modificó la Constitución de la República vigente desde 1976: en vez de ateo se declaraba el carácter laico del estado. Jamás olvidaré que en aquella sesión me correspondió defender el derecho de los creyentes a la fe y a proclamarla.
Al despedirnos en Santiago de Cuba, tras asistir a la solemne celebración litúrgica en la Basílica de Nuestra Señora de la Caridad de El Cobre y al presentarme el presidente en la pista del aeropuerto a Su Santidad Francisco como uno de sus colaboradores cercanos, me incliné para besar la mano del Vicario de Cristo y el compañero Raúl expresó: “Santidad no puedo hacer lo que hace Eusebio pero pongo mi mano en su corazón”, y el Papa respondió: “Y yo también en el suyo”.
En febrero de 2016, se produjo en suelo cubano otro suceso memorable de repercusión global: el encuentro entre el Papa Francisco, Patriarca de Occidente y Kirill, Patriarca de Moscú y de toda Rusia; un contacto público que acontecía por primera vez tras 1000 años de separación. Cuba volvía a ser escenario de Concordia y Paz.
Mucho debemos al Cardenal Jaime. Él rescató – luego de dialogar con el Cardenal Timothy Dolan en su residencia de Nueva York –, el dinero de la iglesia cubana depositado en Estados Unidos y que era el fruto de la histórica indemnización derivada de la intervención durante la guerra hispano-cubano-americana. Un día me mostró en sus manos rota, la corona de oro de la Virgen de la Caridad que le había sido devuelta en la Florida. Una época estaba terminando. Calumniado lejos de Cuba, incomprendido por muchos, escribió carta en latín al Papa Benedicto XVI quien como respuesta, tomándole las manos personalmente y después de escuchar su corazón atribulado, le expresó: “Usted ha hecho lo que debía hacer, el deber de la iglesia es tender puentes”, y le bendijo.
Trabajó el Cardenal Ortega por el regreso de sacerdotes a Cuba, especialmente los cubanos; realizó una intensa labor de relaciones internacionales en pro de una iglesia que no fue subvencionada por el estado y que no se subordinó a él. Todo ello contó con su simpatía, su sonrisa, su carácter siempre esperanzado. Muchas veces repetimos juntos aquel lema: no nos pedirán cuentas de los que nos quitaron sino de lo que no hicimos.
Cumplió la difícil misión encomendada por el Papa Francisco, de viajar a Estados Unidos y sostener una entrevista previamente concertada con el presidente Barack Obama, en los jardines de la Casa Blanca. Sin lugar a dudas, en el acontecer posterior y en la esperanza de contribuir a mejorar las relaciones entre ambas naciones, en pos de la normalización, el Cardenal jugó un papel discreto y útil.
Nombrado en Cuba como parte de la misión diplomática de la Santa Sede en 1967, Monseñor Cesare Zacchi, Obispo titular de Zella, será figura clave que sienta las bases de todo el devenir futuro. Sacerdote intachable, políglota, en medio de las recepciones diplomáticas en La Habana, observaba como único objetivo el de equilibrar, esclarecer y construir la relación nueva.
Más tarde Pro Nuncio de Su Santidad, Zacchi recibirá al Arzobispo Monseñor Emanuele Clarizio, y durante la recepción en la Nunciatura, reunidos allí todos los prelados, les pidió gentilmente que pasaran a saludar al Jefe del Estado cubano, entonces Fidel Castro. Uno de los obispos respondió a su solicitud: hágalo usted Monseñor, usted representa a la Iglesia, a lo cual respondió rápidamente: la iglesia somos todos. Así que todos fueron a darle la mano al presidente de Cuba.
Continuaba la labor de reedificar de Monseñor Zacchi, paciente pero firmemente. Con motivo de su promoción y antes de partir de Cuba, fue reconocido como Nuncio Apostólico. En los años siguientes le visitaría yo en Roma en más de una ocasión, donde le había sido asignado su nuevo destino:La Academia Pontificia Eclesiástica en la Plaza de Santa María sopra Minerva. Su pensamiento perenne era Cuba y me consta por los que fueron testigos del epílogo de su existencia que a ella dedicó sus últimas oraciones.
Sucesivas personalidades visitaron Cuba en aquellos años difíciles. Recuerdo especialmente a Monseñor Agostino Casaroli, quien vino a La Habana acompañado por el ilustre Embajador de Cuba ante la Santa Sede, Don Luis Amado Blanco. Más tarde sería Secretario de Estado de la Santa Sede. Me recibió en dos ocasiones en Roma abriendo para mí la posibilidad de visitar el Archivo Secreto Vaticano y obtener valiosas e indispensables informaciones sobre la iglesia cubana en los siglos que precedieron al nacimiento de la República, en 1902.
El Cardenal Ortega vivió con intensidad y humildad ese tiempo. Cuando cumplió 75 años, se acogió al Canon 401 del Derecho Canónico y presentó “la renuncia de su cargo al Sumo Pontífice.” El Santo Padre Francisco había conservado su carta en la gaveta del escritorio, prolongando por un tiempo más su episcopado. Se retiró Jaime a España, entre el 19 y el 25 de abril de 2017, con los Padres Carmelitas en el Convento de San Juan de la Cruz, en Segovia. El día 23, de su puño y letra, escribió una reflexión intensa y dolorosa, examen de conciencia y testamento espiritual.
Narra en el manuscrito los inicios de su vocación, su indiferencia juvenil y sus posteriores conversaciones con el Padre Cristóbal de la Orden de los Carmelitas Descalzos, su director espiritual, quien le recomendó acudir al Obispo de Matanzas para manifestarle la clara convicción de que debía ser sacerdote.
A lo largo de esas meditaciones se puede constatar la vocación acendrada del Cardenal Ortega que encomendó a San Juan de la Cruz el último tramo de su vida. En ellas deja constancia de haber “sufrido mucho, sufrimientos íntimos, existenciales”, pero asegura que “aun en las cosas menores, en pequeños proyectos o en obras grandes siempre la mano de Dios está ahí.” Y confiesa: “He aprendido a verla.”
El temor a perder la mente le acuciaba más que el de la muerte. Sin saberlo estaba herido de ella como me sucedía a mí. Solíamos almorzar juntos cada miércoles. Hablábamos mucho, anécdotas sobre su vida y largos viajes, sus gestiones para conseguir financiamientos, la devolución de numerosos templos y bienes de la iglesia de acuerdo a sus diálogos con Fidel y Raúl, la creación de la casa sacerdotal, de la sede de la Conferencia Episcopal en La Habana, los terrenos conseguidos para levantar el nuevo asiento del Seminario de San Carlos y San Ambrosio, la erección de templos… y el destino de Cuba.
Mi fe y la suya se hermanaban absolutamente. Las palabras de San Pablo Apóstol presidían nuestros diálogos: la caridad todo lo cree, todo lo perdona.
Al hallarme en trance de muerte acudió presuroso a imponerme los santos óleos y me dejó el rostro de Cristo que se conserva en la Iglesia de Sant‘ Egidio en el Trastevere romano, que me acompañó en mis sufrimientos. Al final hablamos del día en que conoció a la Santa Madre Teresa de Calcuta y la impresión indeleble de haber sentido el carisma impar de aquella mujer que creyó en la vida como un desafío que debemos enfrentar. Y conversamos sobre el instante en que en la casa Santa Marta, la venerable Madre Tekla Famiglietti, Abadesa General de la Orden del Santísimo Salvador de Santa Brígida, le entregó el pectoral que San Pablo VI le había cedido en ocasión de su visita a la casa brigidina, en la Plaza Farnese.
Hablamos por última vez junto a su médico, el ilustre Doctor René Zamora, director del Centro de Bioética San Juan Pablo II. Cuando ya apenas podía escuchar ni proferir palabra, tomé sus manos y me nombró: amigo, amigo….Esas palabras las llevo siempre en mi corazón.
Señor Rector Magnífico,
Eminentísimo Señor Cardenal,
Ilustrísimos Obispos,
Señor Embajador,
Señoras y Señores invitados,
Recibo con humildad la toga que me habéis conferido. ElCardenal Giovanni Angelo Becciu, Prefecto de la Congregación para las Causas de los Santos de la Santa Sede, me dijo que en ella estaba el testimonio del particular afecto y benevolencia del Santo Padre Francisco.
Un día tuve el placer de diseñar el escudo del Cardenal Ortega: el pelícano que devora sus entrañas para dar de comer a sus pichones sobre un lecho de llamas ardientes. Ese fue el tiempo que nos tocó vivir, pero fue el que Dios quiso en su infinita providencia. No hubo otro mejor ni podrá existir otro mejor. En el cielo de aquel escudo está la estrella radiante de Cuba atravesando el firmamento. Esa estrella permanece hoy ante mis ojos como habitó siempre en los ojos ya apagados de mi amigo.
Alabado sea Jesucristo.
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