Eusebio Leal Spengler ~ Historiador de la Ciudad de La Habana ~
Cuando Emilio Roig nació en la calle Acosta No. 40, en agosto de 1889, no estaba previsto que el tiempo que le tocó vivir fuese tan complejo y al mismo tiempo tan importante para la vida de un intelectual como estaba llamado a ser.
Nació en el 1889 y la ocupación norteamericana comienza precisamente casi una década después. Ese tiempo de su vida fue un tiempo fecundo, porque fue el tiempo de la insurgencia cubana, de la gran guerra emancipadora, de lo que él, años después, definiría como la revolución o la guerra de José Martí.
La formación en la casa familiar y el entorno que le rodeó desde el punto de vista humano fueron muy enriquecedores para su infancia, tanto para él como para sus padres y su hermana, a la cual quiso entrañablemente. Emilito tiene, como sabemos, una sangre germana que le viene por su padre y su abuelo German de Leuchsenring que era precisamente Cónsul General Honorario en la Ciudad de La Habana, y propietario de una importante farmacia en la calle de Obispo; y por la línea paterna tenía una ascendencia catalana y la definición de su apellido Roig.
Pero Roig quiere decir rojo, y “rojo” sería llamado años más tarde aquel joven que sin ser un afiliado a ningún partido político, ni aún al Partido Comunista, estuvo muy cerca y gozó de la amistad de Julio Antonio Mella y de Rubén Martínez Villena, y estos son los primeros nombres a mencionar, después vendrán en el tiempo algunos, que casi contemporáneos, fueron también amigos entrañables, como Juan Marinello, el poeta, al cual presenta en las páginas del Social, como una de las más novedosas figuras de la intelectualidad cubana.
Mella no vaciló en escribir para él una dedicatoria en la cual dice: “A Emilito, maestro en estas lides contra el imperialismo yanqui.” Quiere decir, que en los años primeros de la República y sobre la base de la experiencia amarga de la Cuba intervenida una y dos veces, por primera y por segunda vez, va surgiendo en él el sentimiento de vivir y profundizar la corriente, que desde el padre Varela, afirmaba el sueño, la expectativa, la esperanza, la utopía de una República verdadera: “con todos y para el bien de todos”, como lo había soñado Martí, una República que fuese realmente soberana.
Las condiciones en que nace la Cuba republicana y en las que vive Emilio Roig, su primera juventud, adolescencia, son años de desorientación, son años en los cuales los personajes se mueven en una u otra dirección, creándonos a veces sombras y siluetas que son muy difíciles de percibir y de ubicar cultural o sociológicamente. Recuerdo sus conversaciones con el Coronel Enrique Collazo y la amorosa dedicatoria que Don Enrique coloca en su libro Cuba Heroica para Emilito. En las breves notas que le preceden el Coronel Collazo habla del olvido de las madres de los mártires, habla de la orfandad de la República, de la traición prácticamente a los ideales fundadores por los cuales él y otros tantos habían luchado.
Es por eso que no es extraño, que Emilito, con aquel carácter que surgió en él, con su afición más que a la toga, fuese de abogado al periodismo, a un mundo gráfico, a Carteles, al Fígaro, donde aparecerán algunos de sus trabajos y también a ser, más tarde, uno de los concurrentes a las más importantes tertulias que se celebraban por el universo intelectual cubano. Él me hablaba por ejemplo de la que se celebraba en El Naranjal, que era una tienda en la calle de Obispo, un café de esos gentiles de La Habana, con su tapa de mármol y sus sillas de Viena, donde solían encontrarse distintos grupos que se nucleaban en torno a personalidades muy sobresalientes, por ejemplo a la de Don Manuel Sanguily, de la cual escuchó tantos y tan importantes testimonios. Sanguily no solamente tenía un verbo elocuente, una facundia muy cubana, sino también una escritura limpia y bella, y era también un coleccionista insuperable de los testimonios de la gran lucha, a base de la entrega voluntaria y sugerida por él de los libertadores, de los diarios, documentos y cartas que conservaban de la gesta de la Independencia.
También se reunían en el Bufete José Antolín del Cueto, uno de los más importantes abogados de La Habana. Franco me hablaba de eso con pasión y no solamente de la personalidad hoy casi olvidada de Don José Antolín, si no de los jóvenes que se reunían allí, que más tarde aparecerían en otros bufetes no menos importantes como el de Don Fernando Ortiz.
Allí es precisamente donde Don Fernando va a tener como asistentes a dos de las figuras que más influyeron en la juventud de Emilio Roig: Rubén Martínez Villena, el poeta, y Pablo de la Torriente Brau el periodista. Los dos eran radicalmente revolucionarios, intensamente cubanos, el uno nacido en Alquízar, el otro en Puerto Rico, pero cuya pasión cubana, cuya entrega al ideal de la Cuba revolucionaria eran indudables; precisamente Pablo era uno de los más sonrientes, simpáticos, agudos y cortantes críticos de la realidad cubana. En el epistolario de Emilio Roig que ya se va publicando aparecen las cartas de Pablo que muchas veces María Benítez me mostró, y también las notas tan graciosas que colocaba cuando se encontraba preso en la cárcel de Isla de Pinos y le contaba a Emilito, por ejemplo, la llegada del joven poeta Juan Marinello acostumbrado a los refinamientos urbanos, y que según Pablo comenzaba a proletarizarse en la prisión, aludiendo un poco a esa vocación, de reconocer en la clase obrera tan tempranamente, como lo había hecho Mella y también Martí, una fuerza revolucionaria fundamental en la sociedad cubana.
Emilito se formó en ese tiempo, vivió arduamente la creación del Grupo Minorista, del cual fue alma, y así aparece retratado por su amigo Conrado Massaguer en una caricatura que inmortalizó al grupo, donde aparecen las principales figuras entre ellos Don Fernando Ortiz. Allí aparece Emilito elocuentemente reunido también junto a ellos, explicando y hablando como era su pasión. Más que un gran escritor, fue un gran conferencista, y su escritura se caracterizaba por la sagacidad y el dinamismo en sus artículos, en los cuales aparece subrayado el carácter del periodista que fue y que se ejercitó hasta el final de su vida. Lo más interesante de su biografía es poder encontrar a través de la prensa cubana su rastro; hasta su muerte en 1964 sostuvo el compromiso de escribir para Carteles, una crónica, y en los archivos en la colección facticia aparecen todos estos artículos con los cuales él conformaba una guía para los que posteriormente se escribirían, o para tomar notas para sus libros más importantes.
Fue un martiano devoto, se convenció de que no era posible, ni decente, pensar en Cuba sin reconocer la vocación antiimperialista de su historia. Tenía un carácter respetuoso hacia los demás, pero era irascible con las traiciones, era volcánico -como diría Raúl Roa-, en sus panegíricos y debates se enfrentó a ciertos colosos de la realidad de los medios informativos de la época, como por ejemplo el Diario de la marina, cuando después de pasar aquella etapa en la cual el diario momentáneamente, por un tiempo breve, admitió en sus páginas algunas de las figuras más importantes del pensamiento más renovador, culto, íntegro y revolucionario de la sociedad cubana. Posteriormente el Diario… será como lo fue siempre: el vocero de todas las corrientes anticubanas, y la batalla de Emilito contra él, sobre todo en los días azarosos y tristes de la defensa a ultranza de la República española, fue memorable.
Ninguna causa justa, ninguna causa humana, ningún derecho conculcado le fue ajeno: luchó por el pueblo palestino, luchó por la justa causa de los presos políticos puertorriqueños, un compromiso que estableció tempranamente cuando recibió en La Habana -apenas casi concluyendo la década del XX- a Don Pedro Albizu Campos. Este llegaba a Cuba con una carta que le enviaba personalmente a Emilito, Federico Enrique Carvajal, el amigo de Martí, donde caracterizaba a Don Pedro, como un continuador de las ideas y de las batallas de Ramón Emeterio Betances, de Duarte y de Martí. Solo en este gran contexto podemos entender al hombre que acepta la importancia de ser el Historiador de la Ciudad de La Habana; porque La Habana es la capital de Cuba, pero además se reunían en ella una serie de elementos de su historia, de su tradición, de su sistema institucional que requerían ayer, hoy y siempre una visión particular. La Habana con su Universidad que entonces era la única; La Habana, con el seminario de San Carlos, y San Ambrosio que junto al de San Basilio el Magno, en Santiago de Cuba, había vivido también un determinado periodo relativamente breve en el cual coinciden algunas luminarias del pensamiento cubano.
Es La Habana de la Arquitectura, La Habana de la Historia, la ciudad fundada en 1519 y para la cual el Historiador de la Ciudad consagra uno de los mejores tiempos de su vida, sobre todo cuando se decide a conservar las Actas Capitulares y recibe a su entrañable amigo el paleógrafo republicano español, Genaro Artiles, que llegó a La Habana, y al cual Emilito le da la tarea de formar una pequeña escuela de paleógrafos. La idea era dar a la imprenta -después de trasuntar y descifrar, y descodificar esos primeros años- las Actas Capitulares del siglo XVI, cuya letra requería del trabajo de un paleógrafo, una letra en la cual está presente todavía, no solamente el estilo procesal de los antiguos notarios, si no mucho de las formas arábigas de la escritura que se conservaban en aquella época. La publicación de los primeros tomos de Habana, apuntes históricos, coincidió precisamente con la aparición de los primeros tomos de las Actas Capitulares del Ayuntamiento de La Habana, que fueron el principal empeño del Historiador.
Cuatro cosas fomentó desde allí esencialmente: el Museo de la Ciudad que nacerá allá por 1941-1942, ahí esta el periodo de la colecta y búsqueda de los fondos para el Museo; el sistema de Conferencias que fue la palabra viva; una Biblioteca que él convirtió en circulante y que llegó hacer -con la de sus amigos- una de las más importantes de Cuba de su tiempo, la que llevó el nombre de Francisco González del Valle, y algo muy importante: un Archivo, en el cual estarían las cartas de Martí a Mercado con el tiempo, cartas de Bolívar, fotos de los grandes próceres cubanos, en fin una verdadera maravilla de la cual siempre tomó lo necesario para una obra vastísima que hoy sería necesario ya publicar como una obra completa.
Sobre la Comisión de monumentos
Emilio Roig fue un fundador y un creador de Instituciones. Fundó la Sociedad Cubana de Estudios Internacionales. Fue actor principal en la Liga antiimperialista, en la cual se consideró heredero y continuador de la obra de Julio Antonio Mella. Fue además animador grande de la idea de una junta nacional para el estudio del folclor y las tradiciones afrocubanas, por las cuales hermanó esfuerzos con el que fue sin lugar a dudas el maestro de este oficio: Don Fernando Ortiz. Fue también el creador de la primera Comisión Nacional de Monumentos y Sitios históricos. Logra la declaratoria de monumentos a favor de lugares muy importantes en Cuba, como era por ejemplo, la ciudad de Trinidad, apoyándose allí en la labor del historiador, su gran amigo, Bécquer. Apoyó el nacimiento de la universidad de Santiago de Cuba, la Universidad de Oriente, donde otro gran amigo se debate y lucha: Felipe Martínez Arango. Fue además un coleccionista ávido, un batallador por la preservación del patrimonio material, de los monumentos que se perdían, por ejemplo acudió a la defensa del muro donde fueron ejecutados los estudiantes del 71, apoyando a Fermín Valdés Domínguez y a otros jóvenes. Defendió la Iglesia de Paula -hoy Monumento nacional y sede del grupo de música antigua Ars Longa-, contra la destrucción que pretendían obrar ya en aquella ruina las obras de ampliación del tranvía urbano. Defendió el conjunto de la Catedral de La Habana y le dedicó un libro precioso como Monumento nacional. Logró colocar en la Plaza de Armas el monumento a Carlos Manuel de Céspedes, desplazando el del abominable monarca Fernando VII al que consideraba una pieza de museo. Sobre esto es conveniente aclarar que Fernando VII estaba en el poder, toda la corrupción republicana, las genuflexiones de la clase política, toda la vergüenza pública que supone el último período prerrevolucionario lo ve Roig encarnado en la figura del rey felón y quiere colocar en su lugar aquel que paradójicamente no tenía un monumento en la Ciudad de La Habana, solamente el que dos maestros – Hortensia Pichardo y su esposo Fernando Portuondo – habían levantado en el Instituto de la Víbora. De esa manera encarga la estatua de Céspedes que es colocada en la Plaza de Armas y encomienda para que haga la oración cespediana, a uno de los más grandes oradores cubanos de todos los tiempos: José Manuel Cortina.
Por esta razón Roig fue también polémico, se buscó muchísimos problemas y estoy muy lejos de afirmar -como no quisiera que digan las generaciones futuras de mí, ni de ninguna persona viva, y sobre todo de ninguna persona política o de protagonismo en la cultura- un hombre perfecto. Roig tuvo pasiones, dio batallas, algunas a veces con razón motivada, en circunstancias muy focalizadas en un determinado momento. Pero nada de eso puede obnubilar, ni empañar el papel sobresaliente que le corresponde en la historiografía cubana, en haber fomentado una escuela de análisis en la cual prevalece el hombre del libre pensamiento que fue. Fue un laico acérrimo, creyó en el laicismo como una conquista de la Cuba revolucionaria, insurgente y republicana. Creyó en una escuela libre, sin dogmas, sin filiaciones religiosas, ni de ningún tipo, no militó en ningún partido político; los comunistas lo consideraron un amigo, los hombres progresistas de todos los partidos lo consideraron siempre un hombre de respeto: fue insobornable.
Nació en una cuna burguesa y murió en una casa muy sencilla en la calle Tejadillo sin más posesión que su pequeña biblioteca y sus cosas personales, todas las cuales pude contabilizar y caben en esta habitación, lo que no cabe en esta habitación, es su obra, esa obra ha prevalecido: una obra de palabra, de pasión, de lealtad a Cuba, una obra de creer y afirmar categóricamente que sin el conocimiento de esa historia, el pueblo cubano y la escuela cubana no lograrían nunca hallar su verdadero camino. Afirmó en su obra monumental, Historia de la Enmienda Platt, el carácter de nuestra lucha contra el imperio norteamericano, enemigo acérrimo del proyecto independentista cubano desde su raíz. Recorrió con sus amigos, el continente colocando monumentos de Martí, de Maceo. Apoyó a Ruy de Lugo Viña en la creación de una Organización Internacional de Ciudades Capitales, que nació en La Habana. Fue un gran amigo de la masonería cubana, siendo un laico recibió la medalla de oro de la masonería, porque reconoció su papel en la Historia de Cuba y vio sus símbolos en la bandera, en el escudo.
El legado de Emilio Roig
Sin el legado, es imposible hacer, por lo menos para mí, absolutamente nada. Roig es, y será siempre el eterno y paradigmático Historiador de la Ciudad de La Habana. No hay otro ni podrá haber ninguno que reúna sus cualidades, no hay nadie que lo pueda hacer, porque el tiempo que le tocó vivir formó en él a un hombre entre dos siglos, un hombre de excepción, un caballero de la palabra, temible en la polémica, amigo de todas las causas justas, mirado siempre con sospechas por todos aquellos que lo escuchaban en la tribuna o en la escritura, y ese es el legado.
Un legado que ha podido en gran medida desarrollarse ahora debido a los medios de nuestro tiempo: él pudo utilizar la radio, pero más utilizó el periódico, la prensa escrita, las revistas periódicas, sostuvo eso, fue el redactor principal del Social. Massaguer era su entrañable amigo y era un artista, le entregó una revista de crónica social y Roig la convirtió en una revista de la cultura cubana, tan importante como puede ser Orígenes, por ejemplo por citar alguna otra.
No fue su tiempo el de la Televisión, este ha sido nuestro tiempo, es decir, hemos aprendido de su mano y en su compañía, el tiempo que me correspondió coincidir con él y vivir con él lo aproveché. Tengo una gran deuda de gratitud impagable para su memoria. Sin Emilio Roig no existiría Eusebio Leal, y es más, sin María Benítez. María quedó viuda en plena juventud, y fue fiel a ese legado hasta el último momento de su vida, con sus papeles, con sus documentos, con su obra y pudo verla consolidada, y fue una leona para defenderla, porque yo heredé no solamente la obra, heredé también algunas de las corrientes de sus enemistades, pero no vale la pena de ninguna manera dedicarles ni un capítulo, en definitiva la obra de Roig está ahí, prevalecerá. Hemos contribuido con un grano de arena a levantar el pedestal de su monumento.
(Fragmento de la entrevista concedida por Eusebio Leal Spengler al Director de Televisión Santiago Prado)Cuando Emilio Roig nació en la calle Acosta No. 40, en agosto de 1889, no estaba previsto que el tiempo que le tocó vivir fuese tan complejo y al mismo tiempo tan importante para la vida de un intelectual como estaba llamado a ser.
Nació en el 1889 y la ocupación norteamericana comienza precisamente casi una década después. Ese tiempo de su vida fue un tiempo fecundo, porque fue el tiempo de la insurgencia cubana, de la gran guerra emancipadora, de lo que él, años después, definiría como la revolución o la guerra de José Martí.
La formación en la casa familiar y el entorno que le rodeó desde el punto de vista humano fueron muy enriquecedores para su infancia, tanto para él como para sus padres y su hermana, a la cual quiso entrañablemente. Emilito tiene, como sabemos, una sangre germana que le viene por su padre y su abuelo German de Leuchsenring que era precisamente Cónsul General Honorario en la Ciudad de La Habana, y propietario de una importante farmacia en la calle de Obispo; y por la línea paterna tenía una ascendencia catalana y la definición de su apellido Roig.
Pero Roig quiere decir rojo, y “rojo” sería llamado años más tarde aquel joven que sin ser un afiliado a ningún partido político, ni aún al Partido Comunista, estuvo muy cerca y gozó de la amistad de Julio Antonio Mella y de Rubén Martínez Villena, y estos son los primeros nombres a mencionar, después vendrán en el tiempo algunos, que casi contemporáneos, fueron también amigos entrañables, como Juan Marinello, el poeta, al cual presenta en las páginas del Social, como una de las más novedosas figuras de la intelectualidad cubana.
Mella no vaciló en escribir para él una dedicatoria en la cual dice: “A Emilito, maestro en estas lides contra el imperialismo yanqui.” Quiere decir, que en los años primeros de la República y sobre la base de la experiencia amarga de la Cuba intervenida una y dos veces, por primera y por segunda vez, va surgiendo en él el sentimiento de vivir y profundizar la corriente, que desde el padre Varela, afirmaba el sueño, la expectativa, la esperanza, la utopía de una República verdadera: “con todos y para el bien de todos”, como lo había soñado Martí, una República que fuese realmente soberana.
Las condiciones en que nace la Cuba republicana y en las que vive Emilio Roig, su primera juventud, adolescencia, son años de desorientación, son años en los cuales los personajes se mueven en una u otra dirección, creándonos a veces sombras y siluetas que son muy difíciles de percibir y de ubicar cultural o sociológicamente. Recuerdo sus conversaciones con el Coronel Enrique Collazo y la amorosa dedicatoria que Don Enrique coloca en su libro Cuba Heroica para Emilito. En las breves notas que le preceden el Coronel Collazo habla del olvido de las madres de los mártires, habla de la orfandad de la República, de la traición prácticamente a los ideales fundadores por los cuales él y otros tantos habían luchado.
Es por eso que no es extraño, que Emilito, con aquel carácter que surgió en él, con su afición más que a la toga, fuese de abogado al periodismo, a un mundo gráfico, a Carteles, al Fígaro, donde aparecerán algunos de sus trabajos y también a ser, más tarde, uno de los concurrentes a las más importantes tertulias que se celebraban por el universo intelectual cubano. Él me hablaba por ejemplo de la que se celebraba en El Naranjal, que era una tienda en la calle de Obispo, un café de esos gentiles de La Habana, con su tapa de mármol y sus sillas de Viena, donde solían encontrarse distintos grupos que se nucleaban en torno a personalidades muy sobresalientes, por ejemplo a la de Don Manuel Sanguily, de la cual escuchó tantos y tan importantes testimonios. Sanguily no solamente tenía un verbo elocuente, una facundia muy cubana, sino también una escritura limpia y bella, y era también un coleccionista insuperable de los testimonios de la gran lucha, a base de la entrega voluntaria y sugerida por él de los libertadores, de los diarios, documentos y cartas que conservaban de la gesta de la Independencia.
También se reunían en el Bufete José Antolín del Cueto, uno de los más importantes abogados de La Habana. Franco me hablaba de eso con pasión y no solamente de la personalidad hoy casi olvidada de Don José Antolín, si no de los jóvenes que se reunían allí, que más tarde aparecerían en otros bufetes no menos importantes como el de Don Fernando Ortiz.
Allí es precisamente donde Don Fernando va a tener como asistentes a dos de las figuras que más influyeron en la juventud de Emilio Roig: Rubén Martínez Villena, el poeta, y Pablo de la Torriente Brau el periodista. Los dos eran radicalmente revolucionarios, intensamente cubanos, el uno nacido en Alquízar, el otro en Puerto Rico, pero cuya pasión cubana, cuya entrega al ideal de la Cuba revolucionaria eran indudables; precisamente Pablo era uno de los más sonrientes, simpáticos, agudos y cortantes críticos de la realidad cubana. En el epistolario de Emilio Roig que ya se va publicando aparecen las cartas de Pablo que muchas veces María Benítez me mostró, y también las notas tan graciosas que colocaba cuando se encontraba preso en la cárcel de Isla de Pinos y le contaba a Emilito, por ejemplo, la llegada del joven poeta Juan Marinello acostumbrado a los refinamientos urbanos, y que según Pablo comenzaba a proletarizarse en la prisión, aludiendo un poco a esa vocación, de reconocer en la clase obrera tan tempranamente, como lo había hecho Mella y también Martí, una fuerza revolucionaria fundamental en la sociedad cubana.
Emilito se formó en ese tiempo, vivió arduamente la creación del Grupo Minorista, del cual fue alma, y así aparece retratado por su amigo Conrado Massaguer en una caricatura que inmortalizó al grupo, donde aparecen las principales figuras entre ellos Don Fernando Ortiz. Allí aparece Emilito elocuentemente reunido también junto a ellos, explicando y hablando como era su pasión. Más que un gran escritor, fue un gran conferencista, y su escritura se caracterizaba por la sagacidad y el dinamismo en sus artículos, en los cuales aparece subrayado el carácter del periodista que fue y que se ejercitó hasta el final de su vida. Lo más interesante de su biografía es poder encontrar a través de la prensa cubana su rastro; hasta su muerte en 1964 sostuvo el compromiso de escribir para Carteles, una crónica, y en los archivos en la colección facticia aparecen todos estos artículos con los cuales él conformaba una guía para los que posteriormente se escribirían, o para tomar notas para sus libros más importantes.
Fue un martiano devoto, se convenció de que no era posible, ni decente, pensar en Cuba sin reconocer la vocación antiimperialista de su historia. Tenía un carácter respetuoso hacia los demás, pero era irascible con las traiciones, era volcánico -como diría Raúl Roa-, en sus panegíricos y debates se enfrentó a ciertos colosos de la realidad de los medios informativos de la época, como por ejemplo el Diario de la marina, cuando después de pasar aquella etapa en la cual el diario momentáneamente, por un tiempo breve, admitió en sus páginas algunas de las figuras más importantes del pensamiento más renovador, culto, íntegro y revolucionario de la sociedad cubana. Posteriormente el Diario… será como lo fue siempre: el vocero de todas las corrientes anticubanas, y la batalla de Emilito contra él, sobre todo en los días azarosos y tristes de la defensa a ultranza de la República española, fue memorable.
Ninguna causa justa, ninguna causa humana, ningún derecho conculcado le fue ajeno: luchó por el pueblo palestino, luchó por la justa causa de los presos políticos puertorriqueños, un compromiso que estableció tempranamente cuando recibió en La Habana -apenas casi concluyendo la década del XX- a Don Pedro Albizu Campos. Este llegaba a Cuba con una carta que le enviaba personalmente a Emilito, Federico Enrique Carvajal, el amigo de Martí, donde caracterizaba a Don Pedro, como un continuador de las ideas y de las batallas de Ramón Emeterio Betances, de Duarte y de Martí. Solo en este gran contexto podemos entender al hombre que acepta la importancia de ser el Historiador de la Ciudad de La Habana; porque La Habana es la capital de Cuba, pero además se reunían en ella una serie de elementos de su historia, de su tradición, de su sistema institucional que requerían ayer, hoy y siempre una visión particular. La Habana con su Universidad que entonces era la única; La Habana, con el seminario de San Carlos, y San Ambrosio que junto al de San Basilio el Magno, en Santiago de Cuba, había vivido también un determinado periodo relativamente breve en el cual coinciden algunas luminarias del pensamiento cubano.
Es La Habana de la Arquitectura, La Habana de la Historia, la ciudad fundada en 1519 y para la cual el Historiador de la Ciudad consagra uno de los mejores tiempos de su vida, sobre todo cuando se decide a conservar las Actas Capitulares y recibe a su entrañable amigo el paleógrafo republicano español, Genaro Artiles, que llegó a La Habana, y al cual Emilito le da la tarea de formar una pequeña escuela de paleógrafos. La idea era dar a la imprenta -después de trasuntar y descifrar, y descodificar esos primeros años- las Actas Capitulares del siglo XVI, cuya letra requería del trabajo de un paleógrafo, una letra en la cual está presente todavía, no solamente el estilo procesal de los antiguos notarios, si no mucho de las formas arábigas de la escritura que se conservaban en aquella época. La publicación de los primeros tomos de Habana, apuntes históricos, coincidió precisamente con la aparición de los primeros tomos de las Actas Capitulares del Ayuntamiento de La Habana, que fueron el principal empeño del Historiador.
Cuatro cosas fomentó desde allí esencialmente: el Museo de la Ciudad que nacerá allá por 1941-1942, ahí esta el periodo de la colecta y búsqueda de los fondos para el Museo; el sistema de Conferencias que fue la palabra viva; una Biblioteca que él convirtió en circulante y que llegó hacer -con la de sus amigos- una de las más importantes de Cuba de su tiempo, la que llevó el nombre de Francisco González del Valle, y algo muy importante: un Archivo, en el cual estarían las cartas de Martí a Mercado con el tiempo, cartas de Bolívar, fotos de los grandes próceres cubanos, en fin una verdadera maravilla de la cual siempre tomó lo necesario para una obra vastísima que hoy sería necesario ya publicar como una obra completa.
Sobre la Comisión de monumentos
Emilio Roig fue un fundador y un creador de Instituciones. Fundó la Sociedad Cubana de Estudios Internacionales. Fue actor principal en la Liga antiimperialista, en la cual se consideró heredero y continuador de la obra de Julio Antonio Mella. Fue además animador grande de la idea de una junta nacional para el estudio del folclor y las tradiciones afrocubanas, por las cuales hermanó esfuerzos con el que fue sin lugar a dudas el maestro de este oficio: Don Fernando Ortiz. Fue también el creador de la primera Comisión Nacional de Monumentos y Sitios históricos. Logra la declaratoria de monumentos a favor de lugares muy importantes en Cuba, como era por ejemplo, la ciudad de Trinidad, apoyándose allí en la labor del historiador, su gran amigo, Bécquer. Apoyó el nacimiento de la universidad de Santiago de Cuba, la Universidad de Oriente, donde otro gran amigo se debate y lucha: Felipe Martínez Arango. Fue además un coleccionista ávido, un batallador por la preservación del patrimonio material, de los monumentos que se perdían, por ejemplo acudió a la defensa del muro donde fueron ejecutados los estudiantes del 71, apoyando a Fermín Valdés Domínguez y a otros jóvenes. Defendió la Iglesia de Paula -hoy Monumento nacional y sede del grupo de música antigua Ars Longa-, contra la destrucción que pretendían obrar ya en aquella ruina las obras de ampliación del tranvía urbano. Defendió el conjunto de la Catedral de La Habana y le dedicó un libro precioso como Monumento nacional. Logró colocar en la Plaza de Armas el monumento a Carlos Manuel de Céspedes, desplazando el del abominable monarca Fernando VII al que consideraba una pieza de museo. Sobre esto es conveniente aclarar que Fernando VII estaba en el poder, toda la corrupción republicana, las genuflexiones de la clase política, toda la vergüenza pública que supone el último período prerrevolucionario lo ve Roig encarnado en la figura del rey felón y quiere colocar en su lugar aquel que paradójicamente no tenía un monumento en la Ciudad de La Habana, solamente el que dos maestros – Hortensia Pichardo y su esposo Fernando Portuondo – habían levantado en el Instituto de la Víbora. De esa manera encarga la estatua de Céspedes que es colocada en la Plaza de Armas y encomienda para que haga la oración cespediana, a uno de los más grandes oradores cubanos de todos los tiempos: José Manuel Cortina.
Por esta razón Roig fue también polémico, se buscó muchísimos problemas y estoy muy lejos de afirmar -como no quisiera que digan las generaciones futuras de mí, ni de ninguna persona viva, y sobre todo de ninguna persona política o de protagonismo en la cultura- un hombre perfecto. Roig tuvo pasiones, dio batallas, algunas a veces con razón motivada, en circunstancias muy focalizadas en un determinado momento. Pero nada de eso puede obnubilar, ni empañar el papel sobresaliente que le corresponde en la historiografía cubana, en haber fomentado una escuela de análisis en la cual prevalece el hombre del libre pensamiento que fue. Fue un laico acérrimo, creyó en el laicismo como una conquista de la Cuba revolucionaria, insurgente y republicana. Creyó en una escuela libre, sin dogmas, sin filiaciones religiosas, ni de ningún tipo, no militó en ningún partido político; los comunistas lo consideraron un amigo, los hombres progresistas de todos los partidos lo consideraron siempre un hombre de respeto: fue insobornable.
Nació en una cuna burguesa y murió en una casa muy sencilla en la calle Tejadillo sin más posesión que su pequeña biblioteca y sus cosas personales, todas las cuales pude contabilizar y caben en esta habitación, lo que no cabe en esta habitación, es su obra, esa obra ha prevalecido: una obra de palabra, de pasión, de lealtad a Cuba, una obra de creer y afirmar categóricamente que sin el conocimiento de esa historia, el pueblo cubano y la escuela cubana no lograrían nunca hallar su verdadero camino. Afirmó en su obra monumental, Historia de la Enmienda Platt, el carácter de nuestra lucha contra el imperio norteamericano, enemigo acérrimo del proyecto independentista cubano desde su raíz. Recorrió con sus amigos, el continente colocando monumentos de Martí, de Maceo. Apoyó a Ruy de Lugo Viña en la creación de una Organización Internacional de Ciudades Capitales, que nació en La Habana. Fue un gran amigo de la masonería cubana, siendo un laico recibió la medalla de oro de la masonería, porque reconoció su papel en la Historia de Cuba y vio sus símbolos en la bandera, en el escudo.
El legado de Emilio Roig
Sin el legado, es imposible hacer, por lo menos para mí, absolutamente nada. Roig es, y será siempre el eterno y paradigmático Historiador de la Ciudad de La Habana. No hay otro ni podrá haber ninguno que reúna sus cualidades, no hay nadie que lo pueda hacer, porque el tiempo que le tocó vivir formó en él a un hombre entre dos siglos, un hombre de excepción, un caballero de la palabra, temible en la polémica, amigo de todas las causas justas, mirado siempre con sospechas por todos aquellos que lo escuchaban en la tribuna o en la escritura, y ese es el legado.
Un legado que ha podido en gran medida desarrollarse ahora debido a los medios de nuestro tiempo: él pudo utilizar la radio, pero más utilizó el periódico, la prensa escrita, las revistas periódicas, sostuvo eso, fue el redactor principal del Social. Massaguer era su entrañable amigo y era un artista, le entregó una revista de crónica social y Roig la convirtió en una revista de la cultura cubana, tan importante como puede ser Orígenes, por ejemplo por citar alguna otra.
No fue su tiempo el de la Televisión, este ha sido nuestro tiempo, es decir, hemos aprendido de su mano y en su compañía, el tiempo que me correspondió coincidir con él y vivir con él lo aproveché. Tengo una gran deuda de gratitud impagable para su memoria. Sin Emilio Roig no existiría Eusebio Leal, y es más, sin María Benítez. María quedó viuda en plena juventud, y fue fiel a ese legado hasta el último momento de su vida, con sus papeles, con sus documentos, con su obra y pudo verla consolidada, y fue una leona para defenderla, porque yo heredé no solamente la obra, heredé también algunas de las corrientes de sus enemistades, pero no vale la pena de ninguna manera dedicarles ni un capítulo, en definitiva la obra de Roig está ahí, prevalecerá. Hemos contribuido con un grano de arena a levantar el pedestal de su monumento.
(Fragmento de la entrevista concedida por Eusebio Leal Spengler al Director de Televisión Santiago Prado)
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