Eusebio Leal Spengler ~ Historiador de la Ciudad de La Habana ~
Nuestros museos atesoran los recuerdos y la memoria de sucesivas generaciones.
También los testimonios más ardientes del arte y de la cultura; conservan la memoria de la ciencia y de la técnica y, desde luego, las ciencias naturales.
Quizás sí este último aspecto sea uno de los más tentadores y de los más atractivos para todas las personas, de todas las edades.
Recuerdo mis visitas al recién abierto Museo en el Capitolio Nacional.
Era el triunfo de la Revolución y pocos años después el capitán Antonio Núñez Jiménez, que fundaría en su nueva etapa la academia de Ciencias de Cuba, creó el museo de Ciencias Naturales consagrándolo al sabio cubano Felipe Poey.
Esta instalación nos permitía penetrar en el mundo maravilloso de las cavernas, nos permitía conocer todos los especímenes tanto de los reptiles como de las aves, se recreaba esencialmente en la naturaleza de Cuba, y es que no puede concebirse el concepto de Patrimonio Cultural sin naturaleza.
La naturaleza es el entorno, es el medio, es el punto de apoyo, es el sitio en el cual habitamos y donde edificamos la ciudad, nuestras propias vidas, y colocamos nuestras creaciones, quizás sea la huella más importante del paso por la historia del hombre pensante. Hoy el Museo de las Ciencias Naturales está en la Plaza de Armas, en una parte del antiguo edificio que ocupó la Embajada Norteamericana en tiempos muy anteriores al Triunfo de la Revolución.
Precisamente allí comparte espacio con otra institución de la cultura, la Biblioteca Rubén Martínez Villena. No lejos de aquí se ubica la antigua sede de la Academia de Ciencias Físicas y Naturales, un edificio que conserva inefables tesoros de la historia del pensamiento, de la creación, de las ciencias, de la obra del hombre en el campo científico, que será también restaurado probablemente a partir del próximo año. Toda La Habana Vieja, toda la ciudad es por ella, para nosotros histórica.
Cuando recorro la calle, paseo, me detengo ante el monumento de otro sabio cubano, Don Carlos de la Torre y Huerta, quizás uno de los monumentos menos conocido, pero allí está el busto del sabio recordándonos su labor grande por Cuba, por el conocimiento, por la aplicación de las Ciencias Naturales a la vida de todos los días.
El ilustrado aparece meditando con intensidad su tierra que tanto amó, la Cuba que tanto quiso, como Felipe Poey, como Tomás Romay, como Carlos J.
Finlay, quienes ocupan un gran espacio en el corazón de todos los hombres y mujeres que conocen de la historia de Cuba, que saben de nuestra tierra, de nuestro pueblo, de los que le abrieron camino, de los que le abrieron espacio.
Estos hombres de ciencias son también uno, junto a Don Fernando Ortiz, a José Luciano Franco, a Sara Isalguet, con Salvador Masip, con Pedro Cañas Abril, con aquellos geógrafos que también enseñaron y educaron en la historia del país, en la historia de su geografía, de su naturaleza.
Porque amar a Cuba no es solamente verla como espacio del protagonismo de un pueblo en su historia; es también defender su naturaleza, sus montañas, sus playas, sus cuevas, sus palmas.
Recuerdo la batalla en la Asamblea Nacional, cuando se discutía el valor representativo, simbólico y cultural que tiene para nuestro país la Palma Real.
Por eso, está además en nuestro escudo como símbolo de cubanía, como símbolo de identidad.
Es por eso que conmino a los niños y a los jóvenes a cuidar el entorno, a cuidar los parques y jardines de la ciudad, a plantar cuantas veces sea posible, a preservar los árboles de la poda excesiva, a plantar aunque sea en nuestra casa un pequeño tiesto, una maceta, donde eduquemos a los más pequeños sobre la importancia del árbol, de la naturaleza, del entorno.
Sin eso Cuba no sería Cuba, no seríamos lo que somos.
Recuerdo a mi querido amigo y profesor de Habana Radio que tantas veces habló a través de su programa televisivo y radial, a Jorge Ramón Cuevas.
A Cuevas debemos, por su humildad y su sencillez, esas clases magistrales, ese don pedagógico que le permitió llegar a todos los corazones y convertir su programa en uno de los más populares de Cuba.
Aquí, en una calle de la Habana Vieja, tiene colocado también su sencillo monumento. Para él, mi pensamiento y mi recuerdo.Queridas amigas y amigos: nuestros museos atesoran los recuerdos y la memoria de sucesivas generaciones.
También los testimonios más ardientes del arte y de la cultura; conservan la memoria de la ciencia y de la técnica y, desde luego, las ciencias naturales.
Quizás sí este último aspecto sea uno de los más tentadores y de los más atractivos para todas las personas, de todas las edades.
Recuerdo mis visitas al recién abierto Museo en el Capitolio Nacional.
Era el triunfo de la Revolución y pocos años después el capitán Antonio Núñez Jiménez, que fundaría en su nueva etapa la academia de Ciencias de Cuba, creó el museo de Ciencias Naturales consagrándolo al sabio cubano Felipe Poey.
Esta instalación nos permitía penetrar en el mundo maravilloso de las cavernas, nos permitía conocer todos los especímenes tanto de los reptiles como de las aves, se recreaba esencialmente en la naturaleza de Cuba, y es que no puede concebirse el concepto de Patrimonio Cultural sin naturaleza.
La naturaleza es el entorno, es el medio, es el punto de apoyo, es el sitio en el cual habitamos y donde edificamos la ciudad, nuestras propias vidas, y colocamos nuestras creaciones, quizás sea la huella más importante del paso por la historia del hombre pensante. Hoy el Museo de las Ciencias Naturales está en la Plaza de Armas, en una parte del antiguo edificio que ocupó la Embajada Norteamericana en tiempos muy anteriores al Triunfo de la Revolución.
Precisamente allí comparte espacio con otra institución de la cultura, la Biblioteca Rubén Martínez Villena. No lejos de aquí se ubica la antigua sede de la Academia de Ciencias Físicas y Naturales, un edificio que conserva inefables tesoros de la historia del pensamiento, de la creación, de las ciencias, de la obra del hombre en el campo científico, que será también restaurado probablemente a partir del próximo año. Toda La Habana Vieja, toda la ciudad es por ella, para nosotros histórica.
Cuando recorro la calle, paseo, me detengo ante el monumento de otro sabio cubano, Don Carlos de la Torre y Huerta, quizás uno de los monumentos menos conocido, pero allí está el busto del sabio recordándonos su labor grande por Cuba, por el conocimiento, por la aplicación de las Ciencias Naturales a la vida de todos los días.
El ilustrado aparece meditando con intensidad su tierra que tanto amó, la Cuba que tanto quiso, como Felipe Poey, como Tomás Romay, como Carlos J.
Finlay, quienes ocupan un gran espacio en el corazón de todos los hombres y mujeres que conocen de la historia de Cuba, que saben de nuestra tierra, de nuestro pueblo, de los que le abrieron camino, de los que le abrieron espacio.
Estos hombres de ciencias son también uno, junto a Don Fernando Ortiz, a José Luciano Franco, a Sara Isalguet, con Salvador Masip, con Pedro Cañas Abril, con aquellos geógrafos que también enseñaron y educaron en la historia del país, en la historia de su geografía, de su naturaleza.
Porque amar a Cuba no es solamente verla como espacio del protagonismo de un pueblo en su historia; es también defender su naturaleza, sus montañas, sus playas, sus cuevas, sus palmas.
Recuerdo la batalla en la Asamblea Nacional, cuando se discutía el valor representativo, simbólico y cultural que tiene para nuestro país la Palma Real.
Por eso, está además en nuestro escudo como símbolo de cubanía, como símbolo de identidad.
Es por eso que conmino a los niños y a los jóvenes a cuidar el entorno, a cuidar los parques y jardines de la ciudad, a plantar cuantas veces sea posible, a preservar los árboles de la poda excesiva, a plantar aunque sea en nuestra casa un pequeño tiesto, una maceta, donde eduquemos a los más pequeños sobre la importancia del árbol, de la naturaleza, del entorno.
Sin eso Cuba no sería Cuba, no seríamos lo que somos.
Recuerdo a mi querido amigo y profesor de Habana Radio que tantas veces habló a través de su programa televisivo y radial, a Jorge Ramón Cuevas.
A Cuevas debemos, por su humildad y su sencillez, esas clases magistrales, ese don pedagógico que le permitió llegar a todos los corazones y convertir su programa en uno de los más populares de Cuba.
Aquí, en una calle de la Habana Vieja, tiene colocado también su sencillo monumento.
Para él, mi pensamiento y mi recuerdo.
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