Eusebio Leal Spengler ~ Historiador de la Ciudad de La Habana ~
Por lo general no me gusta nunca hacer comparaciones; creo que cada cosa tiene una virtud, cada objeto, cada ciudad, cada persona representa un ente en sí mismo.
Por eso, cuando hablamos de las siete villas y ponderamos las bellezas de su arquitectura, sus propias tradiciones, siempre me siento tentado a emprender el camino y a volver a visitar estas nobles y bellas ciudades de Cuba, que tanta historia y tanta aportación han realizado a la identidad de nuestro pueblo.
En semanas anteriores estábamos recorriendo, visitando la bellísima ciudad de Baracoa; luego nos íbamos inmediatamente a recorrer la Ciudad de Camagüey, no siguiendo un orden pre-establecido, un poco para no aburrirlos a ustedes con una secuencia casi geográfica.
Me interesa más recordar esos momentos que he vivido en cada una de estas ciudades: en Trinidad, por ejemplo, de la cual ya he hablado; en Baracoa, en compañía del Historiador de la Ciudad, Alejandro Hartman.
En Trinidad, no puedo olvidarlo, a Carlos Joaquín Serguera, mi gran amigo ya desaparecido, Macholo, que fue un Titán en la defensa de la Ciudad para ser restaurada.
Carlos Joaquín ha sido el defensor rodilla en tierra de la memoria viva, de los valores intangibles, de la memoria familiar de la historia de la ciudad en su dimensión más auténtica.
Así, una por una fuimos sobrevolando las villas hasta llegar a Santa María del Puerto del Príncipe del Camagüey; recordaba allí con mi querido amigo y colega José, Historiador de aquella ciudad, la noble aportación que la Oficina ha estado realizando con su novedosa y singular estructura para contribuir con la restauración del Centro Histórico, y más que a mover piedras y a recolocar tejas, y a pintar casas o a reconstruirlas también por esos valores que no se tocan – por lo que llamamos lo intangible -, la recuperación de la memoria, la búsqueda ansiosa del perfil que nos identifica dentro de todos los demás como nosotros mismos.
Y eso ha sido la experiencia de Camagüey: mis últimas dos visitas han sido fulminantes, ir a Camagüey para volver el mismo día, salir de La Habana cuando todavía no ha amanecido, estar en Camagüey antes de la hora de almuerzo, la conferencia al mediodía y el regreso a marcha forzada a La Habana; claro, esto es una locura, pero en realidad fue obligado por dos cosas, primero la intensidad del trabajo aquí y segundo, la urgencia de cumplir con ese bello compromiso. A Santiago, sin embargo fui por última vez a visitar el Centro Histórico ya hace más de tres años.
Recuerdo vividamente la conferencia y el homenaje a Carlos Manuel de Céspedes en San Lorenzo, cuando en un viaje también relámpago saliendo de La Habana a las primeras luces de la madrugada estábamos llegando a las diez de la mañana a San Lorenzo de Céspedes para volver luego trayendo un poco el espíritu cespediano, que habita no solamente en Bayamo y en Manzanillo, sino también en la Ciudad que conserva en el cementerio de Santa Ifigenia la tumba del Padre de la Patria.
Y es que cada una de las ciudades cubanas declaradas Patrimonio Nacional, y muchas de las cuales contienen atributos del Patrimonio Mundial, son realmente dignas de ser conocidas, estudiadas, defendidas con la misma fuerza, con la misma energía con que volvemos nuestros ojos todas las mañanas hacia nuestra Ciudad de La Habana.
A veces en algunos cenáculos es fácil escuchar una opinión sobre lo que se hace o no se hace, o lo que se hace mejor o peor.
Yo siempre invitaría a los panegiristas de la palabra a que prueben a trabajar un solo día con energía, con fortaleza en la restauración de algo, en la reconstrucción de algo, a vencer dificultades, a vencer obstáculos, a persuadir, a convencer, alentar; esa obra, por lo general, lleva mucho tiempo, tanto tiempo que de pronto pasó el tiempo y pasó, como dice el antiguo poema, pasó el tiempo y pasó y pasaron cuarenta años de nuestro trabajo, cuarenta años que se cumplen precisamente este año y que conmemoraremos en diciembre, cuando recordaré aquella sección del gobierno de La Ciudad de la Habana en que se nos entregó el Palacio de los Capitanes Generales.
Había comenzado una lucha contra el burocratismo muy enérgica, algunos ministerios dejaban sus edificios para escuelas; por ejemplo, en la Plaza de Armas, el Ministerio de Comercio Interior cedió su edificio para una escuela que llevó el bello nombre Forjadores del Futuro y el antiguo Palacio de Gobierno en casa Municipal fue dejada para ser restaurada y convertida en un museo, el Museo de La Ciudad de la Habana, tal y como lo soñó nuestro predecesor de feliz memoria, el doctor Emilio Roig.
Sin embargo, no imaginé entonces que demoraría once años en llegar a encender la última luz en un edifico que quedó vacío en aquel mes de diciembre de 1967, cuando se retiró el último de los 509 empleados de la administración del gobierno de la Ciudad de La Habana por las calles recogiendo tablas y vigas, removiendo viejos adoquines, recibiendo a veces el dictado levemente porque muy pocos creían en la posibilidad de hacer una obra en aquellas circunstancias.
Hoy, cuando otros son los problemas y otras las realidades económicas y hasta sociales del país, me río de estas dificultades porque pienso en aquellos, en los años verdaderamente duros de forja que concluyeron en 1979 cuando terminamos la última sala del museo y estábamos dispuestos a saltar hacia el exterior, hacia la Plaza de Armas, hacia la calle de madera que era entonces una plataforma de concreto por excavarse, hacia el Templete, lugar conmemorativo de La Habana que ya en 1968 se había abierto por vez primera al público todos los días, pues según la tradición se abría solamente una vez al año.
Ahora recuerdo mis conversaciones con Wenceslao, el anciano senador del Palacio de Gobierno, que me contaba las historias de duendes y aparecidos, que me hablaba de las bellezas de los cuadros y pinturas, que me invitó a amanecer un día para leer el poema escrito, y colocado en bronce en presencia del Historiador, por el poeta Ángel Augier en 1937: “A la luz de tu sombra conmovida, dejas contemplar a tantas voces tuyas, me quedaré desnudo de silencio, cuando me des tu intimidad desnuda”.Queridas amigas y amigos: por lo general no me gusta nunca hacer comparaciones; creo que cada cosa tiene una virtud, cada objeto, cada ciudad, cada persona representa un ente en sí mismo.
Por eso, cuando hablamos de las siete villas y ponderamos las bellezas de su arquitectura, sus propias tradiciones, siempre me siento tentado a emprender el camino y a volver a visitar estas nobles y bellas ciudades de Cuba, que tanta historia y tanta aportación han realizado a la identidad de nuestro pueblo.
En semanas anteriores estábamos recorriendo, visitando la bellísima ciudad de Baracoa; luego nos íbamos inmediatamente a recorrer la Ciudad de Camagüey, no siguiendo un orden pre-establecido, un poco para no aburrirlos a ustedes con una secuencia casi geográfica.
Me interesa más recordar esos momentos que he vivido en cada una de estas ciudades: en Trinidad, por ejemplo, de la cual ya he hablado; en Baracoa, en compañía del Historiador de la Ciudad, Alejandro Hartman.
En Trinidad, no puedo olvidarlo, a Carlos Joaquín Serguera, mi gran amigo ya desaparecido, Macholo, que fue un Titán en la defensa de la Ciudad para ser restaurada.
Carlos Joaquín ha sido el defensor rodilla en tierra de la memoria viva, de los valores intangibles, de la memoria familiar de la historia de la ciudad en su dimensión más auténtica.
Así, una por una fuimos sobrevolando las villas hasta llegar a Santa María del Puerto del Príncipe del Camagüey; recordaba allí con mi querido amigo y colega José, Historiador de aquella ciudad, la noble aportación que la Oficina ha estado realizando con su novedosa y singular estructura para contribuir con la restauración del Centro Histórico, y más que a mover piedras y a recolocar tejas, y a pintar casas o a reconstruirlas también por esos valores que no se tocan – por lo que llamamos lo intangible -, la recuperación de la memoria, la búsqueda ansiosa del perfil que nos identifica dentro de todos los demás como nosotros mismos.
Y eso ha sido la experiencia de Camagüey: mis últimas dos visitas han sido fulminantes, ir a Camagüey para volver el mismo día, salir de La Habana cuando todavía no ha amanecido, estar en Camagüey antes de la hora de almuerzo, la conferencia al mediodía y el regreso a marcha forzada a La Habana; claro, esto es una locura, pero en realidad fue obligado por dos cosas, primero la intensidad del trabajo aquí y segundo, la urgencia de cumplir con ese bello compromiso. A Santiago, sin embargo fui por última vez a visitar el Centro Histórico ya hace más de tres años.
Recuerdo vividamente la conferencia y el homenaje a Carlos Manuel de Céspedes en San Lorenzo, cuando en un viaje también relámpago saliendo de La Habana a las primeras luces de la madrugada estábamos llegando a las diez de la mañana a San Lorenzo de Céspedes para volver luego trayendo un poco el espíritu cespediano, que habita no solamente en Bayamo y en Manzanillo, sino también en la Ciudad que conserva en el cementerio de Santa Ifigenia la tumba del Padre de la Patria.
Y es que cada una de las ciudades cubanas declaradas Patrimonio Nacional, y muchas de las cuales contienen atributos del Patrimonio Mundial, son realmente dignas de ser conocidas, estudiadas, defendidas con la misma fuerza, con la misma energía con que volvemos nuestros ojos todas las mañanas hacia nuestra Ciudad de La Habana.
A veces en algunos cenáculos es fácil escuchar una opinión sobre lo que se hace o no se hace, o lo que se hace mejor o peor.
Yo siempre invitaría a los panegiristas de la palabra a que prueben a trabajar un solo día con energía, con fortaleza en la restauración de algo, en la reconstrucción de algo, a vencer dificultades, a vencer obstáculos, a persuadir, a convencer, alentar; esa obra, por lo general, lleva mucho tiempo, tanto tiempo que de pronto pasó el tiempo y pasó, como dice el antiguo poema, pasó el tiempo y pasó y pasaron cuarenta años de nuestro trabajo, cuarenta años que se cumplen precisamente este año y que conmemoraremos en diciembre, cuando recordaré aquella sección del gobierno de La Ciudad de la Habana en que se nos entregó el Palacio de los Capitanes Generales.
Había comenzado una lucha contra el burocratismo muy enérgica, algunos ministerios dejaban sus edificios para escuelas; por ejemplo, en la Plaza de Armas, el Ministerio de Comercio Interior cedió su edificio para una escuela que llevó el bello nombre Forjadores del Futuro y el antiguo Palacio de Gobierno en casa Municipal fue dejada para ser restaurada y convertida en un museo, el Museo de La Ciudad de la Habana, tal y como lo soñó nuestro predecesor de feliz memoria, el doctor Emilio Roig.
Sin embargo, no imaginé entonces que demoraría once años en llegar a encender la última luz en un edifico que quedó vacío en aquel mes de diciembre de 1967, cuando se retiró el último de los 509 empleados de la administración del gobierno de la Ciudad de La Habana por las calles recogiendo tablas y vigas, removiendo viejos adoquines, recibiendo a veces el dictado levemente porque muy pocos creían en la posibilidad de hacer una obra en aquellas circunstancias.
Hoy, cuando otros son los problemas y otras las realidades económicas y hasta sociales del país, me río de estas dificultades porque pienso en aquellos, en los años verdaderamente duros de forja que concluyeron en 1979 cuando terminamos la última sala del museo y estábamos dispuestos a saltar hacia el exterior, hacia la Plaza de Armas, hacia la calle de madera que era entonces una plataforma de concreto por excavarse, hacia el Templete, lugar conmemorativo de La Habana que ya en 1968 se había abierto por vez primera al público todos los días, pues según la tradición se abría solamente una vez al año.
Ahora recuerdo mis conversaciones con Wenceslao, el anciano senador del Palacio de Gobierno, que me contaba las historias de duendes y aparecidos, que me hablaba de las bellezas de los cuadros y pinturas, que me invitó a amanecer un día para leer el poema escrito, y colocado en bronce en presencia del Historiador, por el poeta Ángel Augier en 1937: “A la luz de tu sombra conmovida, dejas contemplar a tantas voces tuyas, me quedaré desnudo de silencio, cuando me des tu intimidad desnuda”.
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